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Authors: John Katzenbach

El hombre equivocado (51 page)

BOOK: El hombre equivocado
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Ella pensó que todo lo que decía significaba exactamente lo contrario. Proteger significaba lastimar. No tener miedo significaba tener miedo de todo.

La desesperanza casi pudo con ella. Sintió una oleada de náusea y un súbito calor en la frente. Cerró los ojos y se apoyó contra la pared, como para impedir que la habitación diera vueltas a su alrededor. «Dios mío —pensó—, esto no acabará nunca.»

Ashley abrió los ojos y miró con desesperación a Catherine, quien sólo podía oír una mitad de la conversación, pero sabía que estaba saliendo mal. Señaló con insistencia el guión con el dedo índice.

«¡Dilo! ¡Dilo!», articuló con los labios.

Ashley se enjugó las lágrimas y respiró hondo. No sabía qué estaba poniendo en marcha, pero sí que se trataba de algo horrible.

—Michael —dijo por fin—. Lo he intentado, de veras que sí. He intentado decir que no de todas las maneras posibles. No sé por qué no lo aceptas. De verdad que no lo sé. Dentro de ti hay algo que nunca comprenderé. Así que voy a hablar con la única persona que tal vez pueda hacerte entrar en razones. Alguien que podrá explicarme cómo he de decírtelo para que lo comprendas. Alguien que sabrá qué he de hacer para que no me molestes más. Alguien que me ayudará a librarme de ti.

Todo lo que decía estaba diseñado para provocar la expectativa y la ira de O'Connell.

Él no respondió, y Ashley pensó que tal vez por primera vez estaba escuchándola.

—Sólo hay una persona en el mundo a la que creo que temes. Así que voy a verlo esta noche.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó O'Connell bruscamente—. ¿De quién estás hablando? ¿Alguien que pueda ayudarte? Nadie puede ayudarte, Ashley. Nadie excepto yo.

—Te equivocas. Hay un hombre.

—¿Quién? —El grito de O'Connell resonó a través de la línea.

—¿Sabes dónde estoy, Michael?

—No.

—Estoy cerca de tu casa. No tu apartamento, sino el hogar donde creciste. Estoy a punto de ver a tu padre. —Ashley mintió tan fríamente como pudo—. Él podrá ayudarme.

Entonces colgó. Y cuando al punto el móvil empezó a sonar, lo ignoró.

Sally sintió una corriente eléctrica por todo el cuerpo. Michael O'Connell había salido precipitadamente del edificio. Recorrió la acera casi al trote. Sally cogió el cronómetro que había llevado. Lo pulsó cuando vio a O'Connell subir a su propio coche y arrancar de estampida, haciendo chirriar los neumáticos, a unos veinte metros de ella.

Cogió el móvil.

—Va de camino —dijo cuando Scott contestó, y colgó.

Scott pondría en marcha su propio cronómetro.

Sally no podía vacilar. Disponía de muy poco tiempo. Cogió la mochila, se apeó y cruzó la calle hacia el apartamento de O'Connell. Mantuvo la cabeza gacha, y el gorro de lana lo más baja posible. Iba vestida con ropas del Ejército de Salvación: vaqueros gastados y una cazadora de hombre. Llevaba guantes de cuero sobre un ceñido par de guantes de látex.

No había ningún plan B si el arma no estaba allí. Sólo abortarían todo y volverían a casa para inventar algo nuevo. Cabía la posibilidad de que O'Connell hubiera cogido el arma para visitar a su padre. Su súbita rabia era una variable que no había previsto. En cierto modo, lo más lógico era que se hubiese llevado la pistola. Tal vez la utilizaría como esperaban hacerlo ellos y cometería él mismo el crimen que resolvería sus problemas. Incluso podría usarla contra sí mismo. O contra Ashley.

«Si algo falla sólo nos quedará la huida y el pánico», pensó apretando los dientes.

Sally hizo el mismo camino de Hope días antes. En pocos segundos llegó a la puerta. Estaba sola, llave en mano.

No había vecinos. Los únicos ojos que la miraban pertenecían al puñado de gatos que deambulaban por el pasillo. «¿Ha matado a alguno de vosotros hoy?», preguntó mentalmente. Introdujo la llave en la cerradura y entró con el mayor sigilo.

Se obligó a no mirar alrededor, a no examinar el lugar donde vivía Michael O'Connell, porque sabía que tan sólo acrecentaría sus temores. Y la rapidez era un elemento esencial del plan. «Coge la pistola y lárgate», se repitió.

Encontró el armario. Encontró el rincón. Encontró la bota con el calcetín sucio remetido.

«Que esté aquí», rogó.

Retiró el calcetín, memorizando cómo estaba colocado. Luego hurgó dentro de la bota. Cuando sus dedos enguantados tocaron el frío acero dejó escapar un gemido.

Torpemente, sacó el arma.

Vaciló un segundo. «Ya está —pensé»—. Continúa o échate atrás.» Estaba muerta de miedo. Coger la pistola la aterrorizaba, dejarla, también.

Como si alguien le guiara la mano, introdujo el arma en una bolsa de plástico que llevaba en la mochila. Dejó el calcetín en el suelo.

Se dirigió rápidamente al pequeño salón y miró la desvencijada mesa donde O'Connell tenía el ordenador portátil. Estaba conectado. Había creado un montón de problemas para ellos sentado ante esa mesa, pensó. Y ahora le tocaba a ella devolverle la jugada. Por asustada que estuviera, este siguiente paso le proporcionó una perversa sensación de satisfacción. Sacó el modelo similar de ordenador de la mochila y lo sustituyó. No sabía si él notaría inmediatamente la diferencia, pero lo haría tarde o temprano. Esto era algo que la satisfacía. El día anterior había pasado varias horas descargando material pornográfico y sitios web de contenido neonazi, así como un pavoroso rock satánico. Cuando consideró que el ordenador tenía suficientes elementos incriminatorios, usó uno de los archivos de texto para redactar a medias una carta airada que empezaba con «Querido papá hijoputa» y luego decía que nunca tendría que haber mentido a la policía para salvarlo del asesinato de su madre, y que ahora se disponía a rectificar el mayor error de su vida. Su única misión en la vida era hacerle pagar por la muerte de su madre. La investigación de Scott sobre la historia familiar de O'Connell le había proporcionado las claves.

Sally le había hecho algo más al ordenador. Había destornillado la tapa posterior y aflojado la conexión del cable principal, de modo que no arrancara. Luego había vuelto a colocar la tapa con un detalle adicional: dos gotas de cemento instantáneo que soldaron uno de los tornillos que lo sujetaban todo. O'Connell tal vez supiera cómo arreglar la máquina, pero no podría quitar la tapa. Un técnico de la policía sí podría.

Se apresuró en dejar todo tal como estaba inicialmente. Luego guardó el ordenador de O'Connell en la mochila, junto a la pistola. Miró el cronómetro. Once minutos.

«Demasiado lenta, demasiado lenta», se reprochó mientras se echaba la mochila al hombro. Pudo sentir el peso del arma contra su espalda. Tomó aliento. Debía marcharse ya mismo.

El móvil que descansaba en el asiento sonó. Scott no confiaba en recibir esta llamada, pero la consideraba muy posible, así que estaba preparado cuando oyó la voz al otro extremo.

—Eh, ¿señor Jones?

El padre de O'Connell parecía acalorado.

—Soy Smith —respondió Scott.

—Sí, vale. Señor Smith. Bien. Eh, soy…

—Sé quién es, señor O'Connell.

—Pues vaya si no tenía usted razón. Acabo de recibir una llamada de mi hijo, como usted dijo. Viene para acá ahora.

—¿Ahora?

—Sí. Son unas dos horas en coche desde Boston, pero él conduce rápido, así que tal vez un poco menos.

—Ya me encargo. Gracias.

—El chico gritaba algo sobre una tía. Parecía muy molesto. Casi enloquecido. ¿Esto tiene algo que ver con una tía, señor Jones?

—No. Tiene que ver con dinero. Una deuda.

—Pues no es eso lo que él piensa.

—Lo que él piense es irrelevante para nuestro negocio, señor O'Connell. ¿Entiende?

—Sí. Supongo que sí. ¿Qué debo hacer?

Scott no vaciló. Esperaba esta pregunta.

—Espérelo ahí y escuche lo que él tenga que decir, sea lo que sea.

—¿Qué van a hacer ustedes?

—Tomaremos las medidas oportunas, señor O'Connell. Y usted recibirá su recompensa.

—¿Qué hago si decide largarse?

A Scott se le secó la garganta y sintió un espasmo en el pecho.

—Déjelo ir.

Hope tomaba un café solo mientras esperaba a Sally. El sabor amargo le quemaba la lengua.

Había aparcado en un pequeño centro comercial, a unos cien metros de un supermercado.

Había bastante movimiento, pero ella estaba suficientemente apartada.

Cuando divisó a Sally en su coche alquilado avanzando despacio por las calles del aparcamiento, dejó el vaso de café en el posavasos y bajó la ventanilla para hacerle una breve señal. Esperó a que aparcara dos calles más allá y luego se dirigió hacia ella. Sally miraba nerviosa alrededor y parecía pálida.

—No puedo permitir que tú te encargues de esto… —le soltó sin más—. Debería hacerlo yo…

—Ya lo hemos decidido así —replicó Hope—. Y el plan ya está en marcha. Hacer un cambio ahora podría estropearlo todo.

—Es que no puedo —insistió Sally.

Hope tomó aire. Su compañera le estaba dando una oportunidad, pensó. Podía retirarse, negarse a seguir, dar un paso atrás y preguntarse: «¿En qué demonios me estoy metiendo?»

—Puedes. Y lo harás —dijo Hope—. Es el único modo de salvar a Ashley y probablemente de salvarnos todos. Cada uno debe cumplir con su cometido. Tú misma diseñaste el plan y distribuiste las tareas.

—¿No tienes miedo?

—No.

—Deberíamos dejarlo ahora mismo —se obstinó Sally—. Creo que nos hemos vuelto locos.

«Sí, probablemente», pensó Hope.

—Si no lo hacemos y luego a Ashley le sucede lo peor, nunca nos lo perdonaremos. Creo que podré perdonarme por lo que estoy a punto de hacer, pero nunca me perdonaría si algo terrible le sucede a Ashley por culpa de mi cobardía. —Tomó aire—. Si nosotros no actuamos y él lo hace, nunca volveremos a tener paz.

—Lo sé —dijo Sally, sacudiendo la cabeza.

—¿El arma está en la mochila?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Hope.

Sally miró su cronómetro.

—Creo que estás a unos quince minutos de él —informó—. Scott debe de estar ya en su posición.

Hope sonrió y sacudió la cabeza.

—¿Sabes? Cuando era pequeña jugué muchos partidos contrarreloj. El tiempo es siempre un factor crucial. Bien, he de irme ahora mismo. Si vamos a jugar este partido, perderlo por llegar con retraso sería imperdonable. Márchate, Sally. Haz tu parte y yo haré la mía, y tal vez al final del día todo habrá salido bien.

Sally podía haber replicado muchas cosas, pero no lo hizo. Extendió la mano y apretó la de Hope, tratando de reprimir las lágrimas. Hope sonrió.

—Vamos allá —dijo—. No hay tiempo. Se acabó la cháchara. Es hora de pasar a la acción.

Sally asintió y vio cómo Hope se alejaba con la mochila, subía a su coche, saludaba y salía del aparcamiento.

Sólo había medio kilómetro hasta la entrada de la interestatal. Hope tenía que pisar el acelerador para cubrir la diferencia de tiempo que había entre ella y Michael O'Connell. Decidió no mirar por el retrovisor hasta alejarse del centro comercial, porque no quería ver a Sally sola y triste allí detrás.

Scott estacionó la furgoneta en el aparcamiento de estudiantes de un colegio mayor situado a unos quince kilómetros de la decrépita casa donde había crecido Michael O'Connell. La furgoneta quedó camuflada entre un mar de vehículos.

Después de cerciorarse de que no había nadie cerca, se quitó la ropa y se puso unos vaqueros viejos, una camiseta, una cazadora azul gastada y zapatillas de deporte. Se encasquetó un gorra y, aunque se estaba poniendo el sol, se colocó unas gafas de sol. Cogió la mochila, metió el móvil en el bolsillo de la chaqueta y bajó de la furgoneta.

El cronómetro le dijo que Michael O'Connell llevaba viajando unos noventa minutos. Iría a toda velocidad, se recordó, y no se detendría por ningún motivo, a menos que lo parara la policía, lo cual no perjudicaría el plan.

Encogió los hombros y cruzó el aparcamiento. Un autobús que pasaba cerca de la entrada del colegio lo llevaría a un kilómetro de la casa de O'Connell. Había memorizado el horario y tenía las monedas para el viaje de ida en el bolsillo derecho, y para la vuelta en el izquierdo.

Había media docena de estudiantes esperando bajo la marquesina de la parada. Se mezcló entre ellos: en una universidad comunitaria podías ser estudiante a los diecinueve años o a los cincuenta. No miró a nadie a los ojos y se obligó a pensar en cosas anodinas; tal vez eso le ayudaría a parecer invisible.

Cuando llegó el autobús, se sentó al fondo, solo. Contempló el paisaje otoñal durante todo el trayecto.

Fue el único pasajero que bajó en aquella parada. Se quedó un momento en el arcén de la carretera, mientras el autobús desaparecía en la penumbra de la tarde. Luego echó a andar, preguntándose hacia dónde se dirigía realmente, pero sabiendo que el tiempo era esencial.

Las fotografías de escenas de crimen tienen una cualidad especial. Es como ver una película fotograma a fotograma, en vez de en acción continua. Veinte por quince, brillantes, a todo color, son piezas de un gran puzzle.

Traté de imbuirme de cada instantánea, observándolas como si fueran las páginas de un libro.

El detective estaba sentado frente a mí, estudiando mi reacción.

—Trato de visualizar la escena —dije—. Para comprender mejor lo que sucedió.

—Las fotos deben mirarse como líneas de un mapa. Todas las escenas de crimen acaban por revelarnos un orden, un sentido —dijo él—. Aunque, desde luego, ésta no fue ningún picnic. —Señaló una foto—. Mire aquí. —Mostraba un mueble ennegrecido y chamuscado—. A veces es sólo cuestión de experiencia. Aprendes a mirar más allá del desorden, y eso te dice algo.

Miré, tratando de ver con sus ojos.

—¿Exactamente qué? —pregunté.

—Hubo una pelea infernal —dijo—. Verdaderamente infernal.

43 - La puerta abierta

Haber vigilado el barrio varios días atrás le había enseñado a Scott dónde apostarse.

Sabía que no tenía que llamar la atención; si alguien lo veía y relacionaba la figura vestida de oscuro que vigilaba la casa de O'Connell desde las sombras con el hombre de traje y corbata que había estado haciendo preguntas, crearía un problema importante. Pero necesitaba ver la parte delantera de la casa, sobre todo el camino de tierra. Necesitaba hacerlo sin alertar a ningún perro ni ningún vecino. Estaba apostado junto a un ruinoso cobertizo con medio techo hundido. Desde allí podía ver la entrada a la casa. Contaba con que Michael O'Connell condujera rápido e hiciera rechinar los neumáticos cuando doblara la última curva, salpicando grava y tierra cuando hiciera chirriar los frenos delante de su antiguo hogar. «Mete todo el estrépito que puedas —le pidió mentalmente—. Asegúrate de que alguien te vea llegar.»

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