En esta obra la autora refleja la resignación y desesperanza interior de los años previos a su exilio. Aborda el destino de una familia de origen alemán que espera con ansiedad la autorización para abandonar Rumanía. Los personajes, asfixiados por unas fronteras no solamente geográficas, trazadas por los aparatos represivos de la dictadura, reflejan una gran tensión en sus vidas.
«He escrito un libro titulado El hombre es un gran faisán en el mundo. Ése es un giro rumano. En rumano es muy frecuente decir “He vuelto a ser un faisán”, que significa: “He vuelto a fracasar”, “No lo he logrado”. O sea, en rumano el faisán es un perdedor, mientras en alemán es un arrogante fanfarrón. Como se sabe, el faisán es un ave incapaz de volar, vive en el suelo. Cuando empiezas a cazar y todavía no sabes hacerlo bien, cazas faisanes. La presa más fácil, puesto que el faisán no puede escapar. Los rumanos han incorporado ese rasgo a su metáfora. ¿Y cuál han tomado los alemanes para la suya? Las plumas, el plumaje, lo cual es muy superficial. La vida del animal no interesa a la metáfora alemana; a los rumanos les interesa la existencia del ave, y eso me fascina.» Herta Müller
«Precisamente ahora, 20 años tras la caída del muro de Berlín, es una señal maravillosa que se honre con el Nobel de Literatura a una escritora que ha vivido esta experiencia en carne propia.» Angela Merkel
Herta Müller
El hombre es un gran faisán en el mundo
ePUB v1.0
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Título original:
Der Mensch ist ein großer Fasan auf der Welt
Herta Müller, 1986.
Traducción: Juan José del Solar
Ilustraciones: J. Siruela
Editor original: Editor1 (v1.0)
ePub base v2.0
La hendidura palpebral entre Este y Oeste muestra el blanco del ojo. La pupila no puede verse.
Ingeborg Bachmann
E
n torno al monumento a los caídos han crecido rosas. Forman un matorral tan espeso que asfixian la hierba. Son flores blancas y menudas, enrolladas como papel. Y crujen. Está amaneciendo. Pronto será de día.
Cada mañana, cuando recorre en solitario la carretera que lleva al molino, Windisch cuenta qué día es. Frente al monumento a los caídos cuenta los años. Detrás de él, junto al primer álamo donde su bicicleta cae siempre en el mismo bache, cuenta los días. Por la tarde, cuando cierra el molino, Windisch vuelve a contar los días y los años.
Ve de lejos las pequeñas rosas blancas, el monumento a los caídos y el álamo. Y los días de niebla tiene el blanco de las rosas y el blanco de la piedra muy pegados a él cuando pasa pedaleando por en medio. La cara se le humedece y él pedalea hasta llegar. Dos veces se quedó en pura espina el matorral de rosas, y la mala hierba, debajo, parecía aherrumbrada. Dos veces se quedó el álamo tan pelado que su madera estuvo a punto de resquebrajarse. Dos veces hubo nieve en los caminos.
Windisch cuenta dos años frente al monumento a los caídos, y doscientos veintiún días en el bache, junto al álamo.
Cada día, al ser remecido por el bache, Windisch piensa: «El final está aquí». Desde que se propuso emigrar ve el final en todos los rincones del pueblo. Y el tiempo detenido para los que quieren quedarse. Y Windisch ve que el guardián nocturno se quedará ahí hasta más allá del final.
Y tras haber contado doscientos veintiún días y ser remecido por el bache, Windisch se apea por primera vez. Apoya la bicicleta contra el álamo. Sus pasos resuenan. Del jardín de la iglesia alzan el vuelo unas palomas silvestres. Son grises como la luz. Sólo el ruido permite diferenciarlas.
Windisch se santigua. El picaporte está húmedo. Se le pega en la mano. La puerta de la iglesia está cerrada con llave. San Antonio está al otro lado de la pared. Tiene un lirio blanco y un libro marrón en la mano. Lo han encerrado.
Windisch siente frío. Mira a lo lejos. Donde acaba la carretera, las olas de hierba se quiebran sobre el pueblo. Allí al final camina un hombre. El hombre es un hilo negro que se interna entre las plantas. Las olas de hierba lo levantan por encima del suelo.
E
l molino ha enmudecido. Las paredes y el tejado han enmudecido. Y las ruedas también. Windisch ha pulsado el interruptor y apagado la luz. Ya es de noche entre las ruedas. El aire oscuro ha devorado el polvo de harina, las moscas, los sacos.
El guardián nocturno duerme sentado en el banco del molino. Tiene la boca abierta. Debajo del banco brillan los ojos de su perro.
Windisch carga el saco con las manos y con las rodillas. Lo apoya contra la pared del molino. El perro lo mira y bosteza. Sus blancos colmillos son una dentellada.
La llave gira en la cerradura de la puerta del molino. La cerradura hace un clic entre los dedos de Windisch. Windisch cuenta. Oye latir sus sienes y piensa: «Mi cabeza es un reloj». Se guarda la llave en el bolsillo. El perro ladra. «Le daré cuerda hasta que el resorte reviente», dice Windisch en voz alta.
El guardián nocturno se cala el sombrero en la frente. Abre los ojos y bosteza. «Soldado en guardia», dice.
Windisch se dirige al estanque del molino. En la orilla hay un almiar. Es una mancha oscura sobre la superficie del estanque y se hunde en el agua como un embudo. Windisch saca su bicicleta de entre la paja.
«Hay una rata entre la paja», dice el guardián nocturno. Windisch quita las briznas de paja del sillín y las tira al agua. «La he visto», dice, «ha saltado al agua». Las briznas flotan como cabellos, formando pequeños remolinos. El embudo oscuro también flota. Windisch contempla su imagen ondulante.
El guardián nocturno da un puntapié al perro en la barriga. El perro lanza un aullido. Windisch mira el embudo y oye el aullido bajo el agua. «Las noches son largas», dice el guardián nocturno. Windisch se aleja un paso de la orilla. Contempla la imagen inmutable del almiar, apartada de la orilla. No se mueve. No tiene nada que ver con el embudo. Es clara. Más clara que la noche.
El periódico cruje. El guardián nocturno dice: «Tengo el estómago vacío». Saca un poco de pan y tocino. El cuchillo refulge en su mano. Empieza a masticar. Con el filo se rasca la muñeca.
Windisch empuja su bicicleta unos pasos. Mira la luna. El guardián nocturno dice en voz baja y mascando: «El hombre es un gran faisán en el mundo». Windisch levanta el saco y lo acomoda en la bicicleta. «El hombre es fuerte», dice, «más fuerte que las bestias».
Una punta del periódico se ha desgajado. El viento tironea de ella como una mano. El guardián nocturno pone el cuchillo en el banco. «He dormido un poquito», dice. Windisch está inclinado sobre su bicicleta. Levanta la cabeza. «Y yo te he despertado», dice. «Tú no», dice el guardián nocturno, «mi mujer me ha despertado». Y se sacude las migajas del chaleco. «Sabía que no podría dormirme», dice. «La luna está enorme. Soñé con la rana seca. Estaba agotado. Y no podía irme a dormir. La rana de tierra estaba en mi cama. Me puse a hablar con mi mujer y la rana me miró con los ojos de mi mujer. Tenía la trenza de mi mujer. Llevaba puesto su camisón, remangado hasta el vientre. Le dije: "Tápate, que tienes los muslos secos". Eso le dije a mi mujer. La rana de tierra se cubrió los muslos con el camisón. Yo me senté en la silla, junto a la cama. La rana de tierra sonrió con la boca de mi mujer. "Esa silla rechina", dijo. La silla no rechinaba. La rana de tierra se soltó la trenza de mi mujer sobre el hombro. Era tan larga como su camisón. Le dije: "Te ha crecido el pelo". Y la rana de tierra alzó la cabeza y gritó: "Estás borracho, te vas a caer de la silla".»
La luna tiene una mancha de nubes rojas. Windisch está apoyado contra la pared del molino. «El hombre es tonto», dice el guardián nocturno, «y siempre está dispuesto a perdonar».
El perro devora una corteza de tocino. «Le he perdonado todo», dice el guardián nocturno. «Le perdoné lo del panadero. Y el tratamiento que se hizo en la ciudad.» Desliza la punta de su dedo por la hoja del cuchillo. «Y me convertí en el hazmerreír de todo el pueblo.» Windisch suspira. «Ya no podía mirarla a los ojos», dice el guardián nocturno. «Lo único que no le he perdonado es que se muriera tan rápido, como si no hubiera tenido a nadie.»
«Sabe Dios para qué existirán las mujeres», dice Windisch. El guardián nocturno se encoge de hombros: «No para nosotros», dice. «Ni para mí, ni para ti. No sé para quién.» Y acaricia al perro. «Y nuestras hijas», dice Windisch, «sabe Dios, algún día también serán mujeres».
Sobre la bicicleta hay una sombra, y otra sobre la hierba. «Mi hija», dice Windisch, «mi Amalie ya tampoco es virgen». El guardián nocturno mira la mancha de nubes rojas. «Mi hija tiene las pantorrillas como sandías», dice Windisch. «Tú lo has dicho: ya no puedo mirarla a los ojos. Tiene una sombra en los ojos.» El perro gira la cabeza. «Los ojos mienten», dice el guardián nocturno, «pero las pantorrillas no». Y separa los pies. «Mira cómo camina tu hija», dice, «si separa las puntas de los pies al caminar, es que ha pasado algo».
El guardián nocturno hace girar su sombrero en la mano. El perro lo mira, tumbado apaciblemente. Windisch calla. «Hay rocío, la harina se humedecerá», dice el guardián nocturno, «y al alcalde no le hará ninguna gracia».
Sobre el estanque vuela un pájaro. Lentamente y sin desviarse, como siguiendo un cordel. Casi rozando el agua, como si fuera tierra. Windisch lo sigue con la mirada. «Como un gato», dice. «Una lechuza», dice el guardián nocturno. Y se lleva la mano a la boca. «Hace ya tres noches que veo luz en casa de la vieja Kroner.» Windisch empuja su bicicleta. «No puede morirse», dice, «la lechuza aún no se ha posado en ningún techo».
Windisch camina entre la hierba y contempla la luna. «Te lo digo yo, Windisch», exclama el guardián nocturno, «las mujeres engañan».
A
ún hay luz en casa del carpintero. Windisch se detiene. El cristal de la ventana reluce. Refleja la calle.
Refleja los árboles. La imagen atraviesa la cortina. Penetra en la habitación por entre los ramilletes de encaje. Junto a la estufa de azulejos hay una tapa de ataúd apoyada en la pared. Aguarda la muerte de la vieja Kroner. Su nombre está escrito sobre ella. Pese a los muebles, la habitación parece vacía entre tanta claridad.
El carpintero está sentado en una silla de espaldas a la mesa. Su mujer, de pie ante él, se ha puesto un camisón de dormir a rayas. Tiene una aguja en la mano. De la aguja cuelga un hilo gris. El carpintero tiene el dedo índice estirado hacia ella. Con la punta de la aguja, su mujer le quita una astilla de la carne. El dedo sangra. El carpintero lo contrae. La mujer deja caer la aguja. Baja los párpados y ríe. El carpintero le mete la mano bajo el camisón. Se lo levanta. Las rayas se enroscan. El carpintero recorre los senos de su mujer con el dedo sangrante. Los senos son grandes. Tiemblan. El hilo gris cuelga en la pata de la silla. La aguja se balancea con la punta hacia abajo.
Junto a la tapa del ataúd está la cama. La almohada es de damasco, con lunares grandes y pequeños. La cama está tendida. La sábana es blanca, y el cubrecama también.
La lechuza pasa volando ante la ventana. Con un largo aletazo recorre el cristal. Su vuelo es crispado. Bajo la luz oblicua, la lechuza se duplica.