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Authors: Herta Müller

Tags: #Drama

El hombre es un gran faisán en el mundo (4 page)

BOOK: El hombre es un gran faisán en el mundo
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Aquella tarde, el juez municipal convocó una sesión del consejo. La gente acudió. El juez nombró una comisión encargada de vigilar el manzano. Integraban la comisión cuatro campesinos ricos, el cura, el maestro de escuela y el propio juez municipal.

El juez pronunció un discurso. Llamó a la comisión de vigilancia del manzano «Comisión de una noche de verano». El cura se negó a vigilar el manzano. Se persignó tres veces y se disculpó diciendo: «Dios mío, perdona a este pecador». Amenazó con ir a la ciudad a la mañana siguiente y comunicarle esa blasfemia al obispo.

Aquel día oscureció muy tarde. Con tanto calor, el sol no lograba encontrar el final del día. La noche emergió del suelo y cubrió el pueblo.

La «Comisión de una noche de verano» se deslizó en la oscuridad siguiendo el seto de boj. Se instaló debajo del manzano. Y observó el ramaje.

El juez municipal llevaba un hacha. Los campesinos ricos pusieron sus bieldos sobre la hierba. El maestro de escuela se sentó envuelto en un saco, junto a una linterna, con un lápiz y un cuaderno. Con un ojo miraba por un agujero del tamaño del pulgar hecho en el saco. Y escribía el informe.

La noche era altísima. Empujaba al cielo fuera del pueblo. Era medianoche. La «Comisión de una noche de verano» miraba aquel cielo expulsado a medias. Debajo del saco, el maestro miró su reloj de bolsillo. Eran las doce pasadas. El reloj de la iglesia no había dado la hora.

El cura había parado el reloj de la iglesia. Sus ruedas dentadas no debían medir el tiempo del pecado. El silencio debería acusar al pueblo.

Nadie dormía en el pueblo. Los perros vagaban por las calles sin ladrar. Encaramados en los árboles, los gatos miraban con sus fosforescentes ojos de farola.

La gente estaba en sus casas. Las madres iban con sus hijos de un lado a otro, entre las velas encendidas. Los niños no lloraban.

Windisch se había instalado con Barbara debajo del puente.

Cuando el maestro vio la medianoche en su reloj de bolsillo, estiró la mano fuera del saco y le hizo una señal a la «Comisión de una noche de verano».

El manzano no se movía. El juez carraspeó después del prolongado silencio. Un acceso de tos de fumador sacudió a uno de los campesinos ricos, que arrancó rápidamente un puñado de hierba. Se metió la hierba en la boca. Y enterró su tos.

Dos horas después de la medianoche el manzano empezó a temblar. Y en la parte alta, donde sus ramas se separaban, se abrió una boca que empezó a comer manzanas.

La «Comisión de una noche de verano» pudo oír el ruido de la boca al comer. Detrás de la pared, en la iglesia, cantaban los grillos.

Cuando la boca hubo devorado su sexta manzana, el juez municipal corrió hacia el árbol y le dio un hachazo en plena boca. Los campesinos ricos agitaron sus bieldos en el aire y se pararon detrás del juez municipal.

Un trozo de corteza —una madera húmeda y amarillenta— cayó entre la hierba.

El manzano cerró la boca.

Ningún miembro de la «Comisión de una noche de verano» logró ver cómo ni cuándo el manzano cerró su boca.

El maestro salió del saco. Él, como maestro, hubiera debido verlo, dijo el juez municipal.

A las cuatro de la madrugada, el cura se dirigió a la estación arrebujado en su larga sotana negra, bajo su gran sombrero negro, llevando su cartera negra. Caminaba a paso rápido, mirando sólo el empedrado. Ya estaba amaneciendo en las paredes de las casas. La cal era clara.

Tres días después llegó al pueblo el obispo. La iglesia se llenó. La gente lo vio avanzar entre los bancos hacia el altar. Y subir al púlpito.

El obispo no rezó. Dijo que había leído el informe del maestro. Y que había consultado con Dios. «Dios lo sabía hace ya tiempo», exclamó, «Dios me recordó a Adán y Eva. Dios», añadió el obispo en voz más baja, «Dios me dijo: el demonio está en ese manzano».

El obispo le había escrito una carta al cura. Y se la había escrito en latín. El cura leyó la carta desde el púlpito. El púlpito parecía altísimo debido al latín.

El padre del guardián nocturno afirmó no haber oído la voz del cura.

Cuando el cura terminó de leer la carta, cerró los ojos. Juntó las manos y rezó en latín. Luego bajó del púlpito. Parecía pequeño. Su cara se veía cansada. Se volvió hacia el altar. «No debemos derribar ese árbol. Tenemos que quemarlo allí mismo», dijo.

Al viejo peletero le hubiera gustado comprarle el manzano al cura. Pero el cura le dijo: «La palabra de Dios es sagrada. El obispo sabe lo que hace».

Esa tarde los hombres trajeron una carretada de paja. Los cuatro campesinos ricos envolvieron el tronco con paja. Desde lo alto de la escalera, el alcalde echó paja en la copa.

De pie detrás del árbol, el cura rezaba en voz alta. El coro de la iglesia entonaba largos cánticos desde el seto de boj. Hacía frío, y el aliento de los cánticos subía hacia el cielo. Las mujeres y los niños rezaban en voz baja.

El maestro prendió fuego a la paja con una tea encendida. Las llamas devoraron la paja. Crecieron y engulleron la corteza del árbol. El fuego crepitaba en la madera. La corona del árbol lamía el cielo. La luna se cubrió.

Las manzanas se hincharon y reventaron. El zumo silbaba y gimoteaba entre las llamas como carne viva. El humo apestaba. Ardía en los ojos. Los cánticos eran desgarrados por accesos de tos.

El pueblo quedó envuelto en humo hasta que llegó la primera lluvia. El maestro lo anotó en su cuaderno. Y llamó a aquel humo: «niebla de manzana».

El brazo de madera

U
n tronco negro y giboso quedó aún largo tiempo detrás de la iglesia.

La gente decía que detrás de la iglesia había un hombre. Y que se parecía al cura, pero sin sombrero.

Por la mañana había escarcha. El seto de boj quedaba salpicado de blanco. El tronco era negro.

El sacristán sacó las rosas marchitas de los altares y las llevó detrás de la iglesia. Pasó junto al tronco. El tronco era el brazo de madera de su mujer.

Remolinos de hojas calcinadas se agitaban en el suelo. No hacía viento. Las hojas no tenían peso. Se alzaban hasta sus rodillas. Caían ante sus pasos. Las hojas se deshacían. Eran hollín.

El sacristán derribó el tronco a hachazos. El hacha no hizo el menor ruido. El sacristán vació una botella de aceite de lámpara sobre el tronco y lo prendió fuego. El tronco se consumió. En el suelo quedó un puñado de cenizas.

El sacristán metió las cenizas en una caja. Se dirigió a la salida del pueblo. Cavó con ambas manos un hoyo en la tierra. Frente a su cara había una rama torcida. Era un brazo de madera que intentaba asirlo.

El sacristán enterró la caja en el hoyo. Luego se dirigió al campo por senderos polvorientos. A lo lejos oía los árboles. El maíz estaba seco. Las hojas se quebraban a su paso. Sintió la soledad de todos esos años. Su vida era transparente. Vacía.

Las cornejas volaban sobre el maíz. Se posaban en los tallos. Eran de carbón. Y pesaban. Los tallos de maíz se balanceaban. Las cornejas revoloteaban.

Cuando el sacristán llegó nuevamente al pueblo, sintió que el corazón le colgaba, desnudo y rígido, entre las costillas. La caja con las cenizas yacía junto al seto de boj.

La canción

L
os cerdos manchados del vecino gruñen ruidosamente. Forman una piara en las nubes. Pasan por encima del patio. El mirador está envuelto en una maraña de hojas. Cada hoja tiene una sombra.

Una voz de hombre canta en la calle de al lado. La canción nada entre las hojas. «De noche, el pueblo es muy grande», piensa Windisch, «y su final está en todas partes».

Windisch conoce la canción:

Una vez me fui a Berlín,

¡Qué ciudad más bonita, tralalín!

¡Toda la noche, tralalán!

El mirador crece hacia lo alto cuando hay mucha oscuridad. Y las hojas tienen sombra. Se eleva desde debajo del empedrado. Sobre un puntal. Cuando crece demasiado, el puntal se rompe y el mirador se precipita a tierra. En el mismo lugar. Cuando llega el día, nadie nota que el mirador ha crecido y vuelto a caer.

Windisch siente el estirón sobre las piedras. Ante él hay una mesa vacía. Sobre la mesa, el terror. El terror está entre las costillas de Windisch. Lo siente colgar como una piedra en el bolsillo de su chaqueta.

La canción nada a través del manzano:

¡Mándame a tu hija, tralalín!

Que me la quiero follar, jolín,

¡Toda la noche, tralalán!

Windisch mete una mano fría en el bolsillo de su chaqueta. No hay ninguna piedra en el bolsillo de su chaqueta. La canción está entre sus dedos. Windisch también canta suavemente:

¡Oiga señor, esto no puede ser!

¡Mi hija no se dejará joder!

¡Toda la noche, tralalán!

Como la piara de cerdos es tan grande allí arriba, entre las nubes, éstas se arrastran por encima del pueblo. Los cerdos callan. La canción se queda sola en la noche:

¡Madre mía, déjame joder!

Que estoy ya en edad de merecer.

¡Toda la noche, tralalán!

El camino a casa es largo. El hombre avanza en la oscuridad. La canción no tiene cuándo acabar:

¡Madre, préstame tu coñito,

que el mío es muy pequeñito!

¡Toda la noche, tralalán!

La canción es pesada. La voz es profunda. Hay una piedra en la canción. Sobre la piedra corre agua fría:

Hija, no te lo puedo prestar,

tu padre lo va a necesitar.

¡Toda la noche, tralalán!

Windisch saca la mano del bolsillo de su chaqueta. Pierde la piedra. Pierde la canción.

«Amalie», piensa Windisch, «separa la punta de los pies al caminar».

La leche

C
uando Amalie tenía siete años, Rudi se la llevó por el maizal. Se la llevó hasta el final del huerto. «El maizal es el bosque», le dijo. Y entró con Amalie en el granero. «El granero es el castillo», le dijo.

En el granero había un tonel de vino vacío. Rudi y Amalie se metieron dentro. «El tonel es tu cama», dijo Rudi. Y le puso a Amalie cadillos secos en el pelo. «Tienes una corona de espinas», le dijo. «Estás hechizada. Te amo. Tienes que sufrir.»

Rudi tenía los bolsillos de su chaqueta llenos de trozos de vidrio policromados. Los puso alrededor del tonel. Los vidrios centelleaban. Amalie se sentó en el fondo del tonel. Rudi se arrodilló delante de ella. Le levantó el vestido. «Voy a beber tu leche», dijo Rudi. Y le chupó los pezones. Amalie cerró los ojos. Rudi le mordisqueó los botoncillos parduzcos.

A Amalie se le hincharon los pezones. Y rompió a llorar. Rudi salió al campo por la parte trasera del huerto. Amalie volvió corriendo a casa.

Tenía el pelo lleno de cadillos. Todo enmarañado. La mujer de Windisch le cortó las marañas con sus tijeras. Lavó los pezones de Amalie con infusión de manzanilla. «No vuelvas a jugar con él», le dijo. «El hijo del peletero está loco. De tanto animal disecado ha quedado mal de la cabeza.»

Windisch meneó la cabeza. «Amalie nos cubrirá de vergüenza», dijo.

La oropéndola

E
ntre las persianas había ranuras grises. Amalie tenía fiebre. Windisch no podía dormir. Pensaba en los pezones mordisqueados.

La mujer de Windisch se sentó al borde de la cama. «He tenido un sueño», dijo. «Soñé que subía al desván con el cedazo en la mano. En la escalera había un pájaro muerto. Era una oropéndola. Levanté al pájaro por las patas. Debajo de él había un puñado de moscas negras y gordas. Las moscas echaron a volar todas juntas. Y se instalaron en el cedazo. Yo sacudí el cedazo en el aire. Pero las moscas no se movían. Entonces abrí bruscamente la puerta, salí corriendo al patio y tiré el cedazo con las moscas sobre la nieve.»

El reloj de pared

L
as ventanas del peletero se han desvanecido en la noche. Rudi está tumbado sobre su abrigo y duerme. El peletero está echado con su mujer sobre un abrigo y duerme.

Windisch ve la mancha blanca del reloj de pared sobre la mesa vacía. En el reloj de pared vive un cuclillo. Siente las manecillas. Y canta. El peletero le ha regalado el reloj de pared al policía.

Dos semanas antes, el peletero le mostró una carta a Windisch. La carta venía de Munich. «Allí vive mi cuñado», dijo el peletero. Y puso la carta sobre la mesa. Con la punta del dedo buscó las líneas que quería leer en voz alta. «Deberíais traer vuestra vajilla y los cubiertos. Las gafas aquí son muy caras. Y los abrigos de piel, impagables.» El peletero volvió la hoja.

Windisch oye cantar al cuclillo. Huele los pájaros disecados a través del techo. El cuclillo es el único pájaro vivo en esa casa. Con su canto desgarra el tiempo. Los pájaros disecados apestan.

El peletero se echó a reír poco después. Había deslizado el dedo hasta una frase situada en el extremo inferior de la carta: «Las mujeres aquí no valen nada», leyó. «No saben cocinar. Mi mujer tiene que matarle los pollos a la dueña de la casa. La buena señora se niega a comer la sangre y el hígado. Tira el buche y el bazo. Y encima fuma todo el santo día y se va con el primero que aparece.»

«La peor de nuestras suabas», dijo el peletero, «vale más que la mejor alemana de por allí».

El euforbio

L
a lechuza ya no ulula. Se ha posado sobre un techo. «La vieja Kroner debe haberse muerto», piensa Windisch.

El verano anterior, la vieja Kroner había cortado flores del tilo del tonelero. El árbol se yergue al lado izquierdo del cementerio. Donde crece la hierba y florecen narcisos silvestres. Entre la hierba hay una charca. En torno a la charca se alinean las tumbas de los rumanos. Son chatas. El agua las atrae hacia la tierra.

El tilo del tonelero huele bien. El cura dice que las tumbas de los rumanos no forman parte del cementerio. Que las tumbas de los rumanos huelen distinto de las de los alemanes.

El tonelero solía ir de casa en casa. Llevaba un saco lleno de martillos pequeñitos. Con ellos fijaba los aros en los toneles. A cambio le daban de comer. Y le permitían dormir en los graneros.

El otoño tocaba a su fin. Por entre las nubes se veía ya el frío del invierno. Una mañana, el tonelero no se despertó. Nadie sabía quién era. Ni de dónde venía. «Un tipo así está siempre en camino», decía la gente.

Las ramas del tilo cuelgan sobre la tumba. «No hace falta escalera», decía la vieja Kroner. «No te mareas.» Y, sentada en la hierba, iba metiendo las flores en un cesto.

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