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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (25 page)

BOOK: El hombre inquieto
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Wallander se levantó y puso rumbo a la comisaría. Fue repasando en su cabeza la conversación, palabra por palabra. Lundberg no mostró la menor curiosidad, se decía Wallander. ¿Tendría realmente tan poco interés como parecía? ¿O acaso sabría ya de antemano lo que quería preguntarle? Wallander continuó dándole vueltas a la conversación hasta que llegó al despacho, aunque no logró sacar ninguna conclusión clara.

Su colega Martinsson lo sacó de sus cavilaciones al asomar por la puerta entreabierta.

—Hemos encontrado a la mujer —anunció. Wallander se quedó mirándolo atónito, sin saber de qué le hablaba.

—¿A quién?

—A la que mató al marido con un hacha. Evelina Andersson, la mujer de la ciénaga. Yo voy allí ahora mismo. ¿Me acompañas?

—Sí, voy contigo.

Wallander exprimió en vano su memoria. Sencillamente, no tenía la menor idea de qué le hablaba Martinsson.

Partieron en el coche del colega. Wallander empezó a desesperarse, pues seguía sin saber adónde se dirigían o por qué. Martinsson lo miró de soslayo.

—¿No te encuentras bien?

—Sí, estoy bien.

Por fin, cuando hubieron dejado atrás la ciudad, cedió la parálisis de su memoria. «Es esa sombra que a veces se adueña de mi mente», se dijo en secreto, casi iracundo consigo mismo. «Ha vuelto a presentarse, pero en esta ocasión con toda su intensidad.»

—¡Vaya! Acabo de recordar una cosa —le dijo a Martinsson—. He olvidado una cita con el dentista.

Martinsson aminoró la marcha.

—¿Quieres que dé la vuelta?

—No, alguno de los otros chicos puede llevarme a la ciudad.

Wallander no se molestó siquiera en echarle un vistazo a la mujer cuyo cadáver acababan de recuperar del fango. Un coche patrulla lo llevó a Ystad. Se apeó junto a la comisaría, le dio las gracias al colega y subió a su coche. Se encontraba mal a causa del profundo malestar que sentía. Aquellas lagunas de memoria lo aterraban.

Después de unos minutos fue a su despacho, no sin antes haber tomado la decisión de hablar con su médico acerca de esas tinieblas repentinas que se adueñaban de su cerebro. No acababa de sentarse ante el escritorio cuando el teléfono lanzó un pitido. Era un mensaje de móvil, breve y preciso. «Las dos piedras de roca sueca. Ninguna de las costas de EEUU. Hans-Olov.»

Wallander se quedó pensando. En realidad, no era capaz de dilucidar lo que aquello significaba, pero ahora tenía la certeza de que algo no encajaba.

Presentía que estaba a punto de dar con una clave, pero tampoco estaba en disposición de determinar adónde lo llevaría.

Ni tampoco sabía si los Von Enke se alejaban de él.

O si, por el contrario, los tenía cada vez más cerca.

15

Unos días antes del solsticio, Wallander tomó el coche y se dirigió al norte por la costa este. Nada más dejar atrás Västervik, estuvo a punto de chocar contra un alce. Después del incidente, se quedó un buen rato en un aparcamiento, sentado dentro del coche con el corazón acelerado y pensando en Klara, hasta que tuvo fuerzas para continuar. Durante el viaje pasaría ante un café donde, en una ocasión hacía ya muchos años, le ofrecieron dormir en una trastienda un día en que se encontraba agotado, exhausto. Muchas veces, a lo largo de los años, acudió a su mente el recuerdo nostálgico y melancólico de la mujer que llevaba el negocio. Cuando llegó a la altura del café, se detuvo y aparcó en la explanada, pero no llegó a salir del coche. Permaneció dentro, vacilando, con las manos aferradas al volante, antes de proseguir el viaje hacia el norte.

Lógicamente, él sabía por qué había salido huyendo. Temía que fuese otra persona la que estuviese atendiendo la caja y la máquina del café, de verse obligado a descubrir que también en aquel café el tiempo se le había escapado de las manos para no volver nunca más a lo que, en aquellos momentos, pertenecía a un pasado remoto.

Llegó al puerto de Fyrudden hacia las once, pues, como de costumbre, había conducido a demasiada velocidad. Al salir del coche vio que el almacén que aparecía en la fotografía seguía allí, aunque lo habían renovado y ahora tenía ventanas. Las cajas de pescado no estaban, naturalmente, y tampoco la gran trainera junto al muelle. La dársena estaba repleta de embarcaciones de recreo. Wallander aparcó junto a la caseta roja de la Guardia Costera, pagó el aparcamiento en la tienda de suministros y llegó caminando hasta el último muelle.

Aquel viaje era como jugar a la ruleta, se decía. No le había anunciado su visita a Eskil Lundberg, pues estaba convencido de que de haberlo llamado desde Escania para avisarle Lundberg se habría negado a recibirlo. Pero ¿y si se lo encontraba en el puerto? Se sentó en un banco de madera junto a la tienda de suministros y marcó el número. Había llegado la hora de la verdad. Si él hubiese tenido un escudo de armas con una divisa, si hubiese sido Von Wallander, habría usado precisamente esas palabras, «la hora de la verdad», como su seña de identidad y su lema. De hecho, caracterizaba muy bien cómo había sido su vida. Muy esperanzado, marcó el número.

Lundberg respondió enseguida.

—Soy Wallander. Estuvimos hablando hace una semana, aproximadamente.

—¿Qué quieres ahora?

Si lo había sorprendido su llamada, sabía ocultarlo bien, razonó Wallander. Era evidente que Lundberg pertenecía a ese tipo de personas de temperamento envidiable, siempre dispuestas a aceptar que cualquier cosa era posible; que, al lado del hilo telefónico, podía oírse la voz de cualquier persona, un rey, un mendigo o, ¿por qué no?, un policía de Ystad.

—Estoy en Fyrudden —continuó Wallander cogiendo el toro por los cuerno—. Espero que podamos vernos.

—¿Qué te hace pensar que ahora podría contarte más cosas que la última vez que hablamos?

Y en ese instante, asistido por toda su experiencia policial, supo con toda certeza que Lundberg tenía, de hecho, más que contarle.

—Bueno, tengo la sensación de que deberíamos hablar.

—¿Es otra manera de decir que vas a interrogarme?

—En absoluto. Sólo quiero hablar contigo y enseñarte la fotografía que encontré.

Lundberg se lo pensó durante unos segundos.

—Te recogeré dentro de una hora —accedió al fin.

Mientras esperaba, Wallander aprovechó para comer en un bar desde donde se veían el puerto, las islas y, en lontananza, el mar abierto.

En una carta marítima enmarcada que colgaba de una de las paredes vio que Bökö estaba al sur, y desde donde se sentó estuvo atento precisamente a los barcos procedentes de esa zona. Se figuraba que, como pescador, Lundberg tendría un barco parecido, como mínimo, a la trainera de madera que poseía Sten Nordlander. Pero se equivocó por completo. Eskil Lundberg llegó en un barco de fibra con hélice de popa, lleno de cubos de plástico y cestas con redes. Lundberg atracó en el muelle y miró a su alrededor. Wallander captó su mirada inquieta. Cuando Wallander consiguió subir a bordo del barco, donde resbaló y a punto estuvo de caer sobre la cubierta, después se estrecharon la mano.

—He pensado que podríamos ir a mi casa —propuso Lundberg—. Aquí hay demasiados desconocidos para mi gusto.

Sin aguardar respuesta, reculó y salió de la bocana a demasiada velocidad, según le pareció a Wallander. Un hombre sentado en la bañera de un barco de vela varado observó su marcha con manifiesta displicencia. Wallander se había sentado en la proa, desde donde podía ver pasar a toda velocidad las boscosas islas y los áridos atolones. Atravesaron un estrecho que, según había visto Wallander en la carta marítima del bar, se llamaba Hälsosundet, y continuaron después con rumbo sur. Aún salpicaban las aguas abundantes islas y sólo de vez en cuando se entreveía el mar abierto. Lundberg llevaba unos pantalones a media pierna, unas botas enrolladas hacia abajo y un jersey con el curioso texto de «Yo quemo mi basura personalmente». Wallander calculó que tendría unos cincuenta años, quizás algo más. Y de ser así, encajaría con la edad del niño de la fotografía.

Giraron en una cala de encinas y abedules y atracaron ante un cobertizo pintado de rojo que olía a brea y al que entraban las golondrinas para volver a salir enseguida. Ante el cobertizo había dos grandes hornos para ahumar.

—Tu mujer me dijo que ya no quedaban anguilas —observó Wallander—. ¿De verdad que está tan mal la cosa?

—Peor aún —confirmó Lundberg—. Pronto no habrá nada que pescar. ¿No te lo dijo mi mujer?

El edificio rojo de dos plantas se atisbaba a cien metros del agua, en una hondonada salpicada de juguetes de plástico. Anna, la mujer de Lundberg, se mostró tan reticente cuando la saludó en persona como por teléfono.

La cocina despedía un aroma a pescado y a patatas cocidas y en un rincón apenas se oía una radio. Anna Lundberg puso una cafetera en la mesa y se marchó. Tenía la misma edad que su marido y, en cierto modo, también se parecían físicamente.

Un perro entró de pronto en la cocina procedente de otra habitación. «Vaya, un cocker spaniel precioso», se dijo Wallander mientras lo acariciaba y Lundberg servía el café.

Wallander dejó la fotografía sobre el hule de la mesa. Lundberg se sacó unas gafas del bolsillo de la camisa, miró brevemente la fotografía y la apartó.

—Debió de ser en 1968 o 1969. En otoño, diría yo.

—Pues la encontré entre los documentos de Håkan von Enke. ¿Alguna idea?

Lundberg lo miró con encono.

—No sé quién es ese hombre.

—Un alto mando de la Marina sueca. Capitán de fragata. ¿Crees que tu padre lo conoció?

—Podría ser, claro que sí, pero lo dudo.

—¿Y eso por qué?

—Porque a él no le gustaban demasiado los militares.

—Tú también estás en la foto.

—Verás, no puedo responder a tus preguntas. Aunque quisiera.

Wallander decidió comenzar a tirar de otro extremo del hilo y empezar de nuevo desde el principio.

—¿Tú naciste aquí, en la isla?

—Sí. Como mi padre. Yo soy la cuarta generación.

—¿Cuándo murió tu padre?

—En 1944. Una ola volcó la barca cuando estaba trajinando con las redes. Al ver que no llegaba a casa, llamamos a la Guardia Costera. Lasseman lo encontró. Su cadáver iba a la deriva hacia Björksjär. Pero yo creo que él quería morir así, el hombre.

Wallander intuyó por el tono que la relación no habría sido del todo satisfactoria entre padre e hijo.

—¿Y siempre has vivido aquí? ¿También mientras vivía tu padre?

—Eso no habría funcionado. Uno no puede ser esclavo de su propio padre. En especial de un padre que siempre ha de mandar en todo y, por si fuera poco, tener razón en todo. Aunque no la tenga. —Eskil Lundberg rompió a reír—. Siempre debía tener la razón, no sólo cuando salíamos a pescar —prosiguió—. Recuerdo una noche en que estábamos viendo un programa de televisión, una especie de concurso. La pregunta era con qué país limitaba el peñón de Gibraltar. Él dijo Italia y yo, España. Cuando vio que yo tenía razón, apagó el televisor y se fue a la cama. Así era mi padre.

—O sea, que te marchaste de aquí, ¿no es cierto?

Eskil Lundberg ladeó la cabeza y exhibió una mueca.

—¿Acaso importa?

—Puede que sí.

—Veamos, cuéntamelo otra vez, para que yo lo entienda. ¿Dices que alguien ha desaparecido?

—Dos personas, marido y mujer. Los Von Enke. Y, rebuscando en el diario del marido, el capitán de fragata, encontré esta fotografía.

—Viven en Estocolmo, ¿no? Pero tú eres de Ystad, ¿verdad? ¿Cómo encaja eso?

—Mi hija va a casarse con el hijo de esa familia. Ya tienen una niña. Es decir, que quienes han desaparecido son los futuros suegros de mi hija.

Eskil Lundberg asintió. Se diría que, de pronto, miraba a Wallander con menos suspicacia.

—Me marché de la isla en cuanto terminé el colegio. Encontré trabajo en una fábrica a las afueras de Kalmar y allí me quedé un año. Luego volví a casa y empecé a dedicarme a la pesca, pero mi padre y yo no nos llevábamos bien. Si no hacías lo que él ordenaba, se ponía frenético. De modo que me largué de nuevo.

—¿Volviste a la fábrica?

—Derecho al este. A Gotland. Durante veinte años trabajé en la fábrica de cemento de Slite, hasta que mi padre enfermó. Entonces conocí a mi mujer. Tuvimos dos hijos. Nos vinimos aquí cuando mi padre ya no duraría mucho más. Mi madre había muerto y mi hermana vivía en Dinamarca, de modo que éramos los únicos que podíamos hacernos cargo. Tenemos una propiedad bastante extensa, tierras, aguas para pescar, treinta y seis islas de menor tamaño y un buen número de atolones.

—Eso significa que a principios de los ochenta tú no estabas aquí, ¿verdad?

—Bueno, alguna semana que otra, en verano.

—¿Es posible que tu padre tuviese contacto entonces con algún oficial de la Marina sin que tú lo supieras? —quiso saber Wallander.

Eskil Lundberg negó vehemente con la cabeza.

—Eso no sería propio de él. Mi padre decía que la Marina sueca debería cobrar recompensas, no un salario, tanto los reclutas como los oficiales permanentes. En especial, los capitanes.

—¿Y eso?

—A veces pasaban por aquí a toda máquina durante sus maniobras. Al otro lado de la isla tenemos un muelle en el que estaba la trainera. Y el oleaje provocado por los barcos de los militares lo destrozó, dos otoños consecutivos. Sencillamente, arrancaron los cimientos de raíz. Y no pagaron los daños. Mi padre les remitió una queja, pero no reaccionaron. Y las dotaciones arrojaban restos de comida a los pozos de las islas. Quien sabe lo que significa un pozo para los habitantes de una isla, no hace algo así. Pero…, había más. —Eskil Lundberg pareció dudar otra vez. Wallander aguardaba sin apremiarlo, como el zorro paciente que era—. Justo antes de morir, mi padre me contó algo que sucedió a principios de la década de 1980 —continuó Eskil Lundberg—. Para entonces, él ya no podía moverse de la cama. Podría decirse que se había convertido en un ser menos cruel; supongo que se dio cuenta de que, después de todo, yo lo heredaría.

Eskil Lundberg se levantó y salió de la habitación. Wallander empezaba a creer que, pese a todo, no tenía intención de proporcionarle más información, y entonces el hombre regresó con unas agendas antiguas.

—Septiembre de 1982 —leyó en voz alta—. Son sus agendas. En ellas anotaba las capturas y el tiempo que hacía, pero también dejaba constancia de cualquier suceso especial. El 19 de septiembre de 1982 se produjo uno de esos sucesos.

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