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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (23 page)

BOOK: El hombre inquieto
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Wallander extremó su atención. El hombre que tenía a su lado acababa de decir algo importante, pero no fue capaz de concretar su intuición cuando ya se había esfumado la idea.

No obstante, grabó aquellas palabras en su memoria.

Sten Nordlander aceleró al máximo otra vez: diez nudos, rumbo a Mysingen y Hårsfjärden. Wallander se colocó a su lado. Durante las horas siguientes, Sten Nordlander lo guió por Muskö Y Hårsfjärden. Fue indicándole y explicándole dónde se arrojaron las cargas de profundidad y por dónde escaparon los submarinos al no activarse las líneas de minas. Wallander fue comprobando en una carta marítima la profundidad y los arrecifes más o menos ocultos. Y comprendió que sólo una dotación muy bien entrenada sería capaz de navegar por Hårsfjärden en inmersión.

Cuando Nordlander consideró que ya habían visto suficiente, cambió el rumbo y se dirigió a unas pequeñas islas y atolones que se hallaban en el estrecho entre Ornö y Utö. A lo lejos se veía el mar abierto. Con mano experta fue navegando hasta llegar a una pequeña bahía junto a uno de los islotes. El bote atracó cauteloso a la vera de un rocoso acantilado.

—Poca gente conoce esta bahía —aseguró una vez que apagó el motor—. Por eso aquí puedes estar tranquilo y sin que nadie te moleste. ¡Toma!

Wallander, que ya se encontraba en tierra con un cabo en la mano, agarró la cesta que le arrojó Nordlander y la dejó sobre las rocas. Olía intensamente a mar y a la flora que crecía densa en las grietas. De pronto se sintió como un niño en una expedición de descubridores que se adentran en una isla desconocida.

—¿Cómo se llama esta isla? —preguntó.

—Es más bien un atolón. No tiene nombre —aclaró Nordlander. Y luego, sin mediar palabra, se quitó toda la ropa y se zambulló en el agua. Wallander vio emerger su cabeza, que volvió a perderse bajo las aguas. «Es como un submarino», se dijo. «Está ejercitándose en prácticas de inmersión y emersión. Y no le importa lo fría que esté el agua.» Nordlander trepó de nuevo a las rocas y tomó una gran toalla roja de la cesta, cargada también de platos y comida.

—Deberías probar —lo animó—. Está fría, pero va muy bien.

—En otra ocasión. ¿A cuántos grados puede estar?

—Detrás de la brújula hay un termómetro, compruébalo tú mismo mientras yo me seco y voy sacando la comida.

Wallander fue a buscar el termómetro, que tenía una pequeña boya de goma. Lo dejó flotar un rato junto a las rocas y miró el resultado.

—Once grados —le comunicó a Nordlander cuando volvió a donde ya estaba disponiendo el almuerzo—. Demasiado fría para mí. Pero, dime, ¿tú te bañas también en invierno?

—No, pero no creas que no lo he pensado alguna vez. Dentro de diez minutos podemos comer. Date una vuelta por el atolón. Quizás haya arribado a tierra una botella con un mensaje de algún submarino ruso hundido.

Wallander se preguntó si no estaría hablando en serio, pero no lo creía. Sten Nordlander no era hombre de oscuros sobreentendidos.

Se sentó en unas rocas desde las que se veía hasta el horizonte, recogió unas piedrecillas que fue arrojando al agua. ¿Cuándo jugó por última vez a la rana en el agua? Recordó el día que visitó Stenshuvud junto con Linda, entonces adolescente y reacia a emprender ninguna excursión con su padre. Entonces fueron tirando piedras al agua, y ella resultó ser mucho más habilidosa. Ahora estaba prácticamente casada, pensó Wallander. Un hombre la aguardaba en algún lugar, y era el hombre adecuado. Si no lo hubiera sido, él no se encontraría sentado en un atolón, contemplando la inmensidad del mar y preguntándose dónde estarían sus padres.

Un día también le enseñaría a Klara a arrojar cantos a la superficie del agua para verlos saltar como ágiles ranas antes de hundirse en el mar.

Estaba a punto de levantarse cuando Sten Nordlander lo llamó. Permaneció sentado unos minutos más, con el canto en la mano. Gris, pequeño, una esquirla de la lisa roca sueca. Entonces se le ocurrió de repente una idea, al principio poco clara, luego cada vez más evidente.

Se quedó allí sentado tanto rato que Sten Nordlander volvió a llamarlo. En esta ocasión se levantó y se encaminó al picnic ya servido, con una idea bien grabada en su memoria.

Aquella noche, cuando llegó a la casa de Grevgatan y después de despedirse de Nordlander ante la puerta, se apresuró a subir al apartamento.

Y resultó que su intuición había sido certera. La pequeña piedra gris que había en el escritorio de Håkan von Enke había desaparecido.

No cabía ninguna duda. No se equivocaba. La piedra ya no estaba.

14

Después de la excursión por mar Wallander se sentía fatigado. Al mismo tiempo, la travesía había suscitado en él un sinfín de ideas. No sólo por qué había desaparecido la piedra. Se preguntaba además por la súbita alerta que despertaron en él las palabras de Sten Nordlander. «Ni para quién pensó que debería ocultarlo.» En realidad, Håkan von Enke sólo podía tener una razón para esconder aquel libro:
que aún estuviese pasando algo
. No sólo se dedicaba a remover el pasado o intentaba despertar una verdad adormecida o momificada. Lo que ocurrió entonces tenía consecuencias en la actualidad.

Wallander estaba en el sofá, buscando algo que hubiese podido escapárseles a las piedras de molino de su cerebro. Debía de tratarse de personas vivas, no muertas hace tiempo. En algún lugar del libro, Von Enke había escrito una lista de nombres que nada le sugerían a Wallander. Con una excepción, un hombre que apareció con profusión en los medios durante la caza de submarinos de la década de 1980, un alto mando de la Marina llamado Sven-Erik Håkansson. Junto a su nombre había una cruz, además de dos signos, uno de exclamación y otro de interrogación. ¿Qué significaría aquello? Las notas no fueron introducidas al azar, todo estaba bien calculado, aunque en muchos sentidos aún constituyesen para Wallander una lengua secreta sólo parcialmente descifrable.

Sacó el bloc de notas y observó los nombres preguntándose si corresponderían a personas involucradas en la lucha contra los invasores o si, por el contrario, serían sospechosos. Y, en tal caso, ¿sospechosos de qué?

De repente respiró hondo. Por fin creía haber comprendido.
Håkan von Enke persiguió a un espía ruso
. Alguien le había proporcionado a los submarinos rusos suficiente información como para que pudieran burlar a sus perseguidores suecos e incluso dirigir sus acciones armadas. Y ese alguien seguía ahí, aún no había sido descubierto. Para esa persona ocultaba sus notas, pues la temía.

«El hombre agazapado al otro lado de la valla», recordó Wallander. «¿Sería alguien a quien desagradaba la idea de que Håkan von Enke se hubiese entregado a la búsqueda de un espía?»

Wallander colocó adecuadamente la lámpara de pie que había junto al sofá y revisó de nuevo el grueso archivador. Se demoró en las anotaciones que podían indicar posibles pistas para localizar a un espía. Tal vez ésa fuese también la respuesta a otra pregunta, la de que alguien hubiese hecho limpieza entre los documentos que se hallaban en el archivo de su despacho. Con toda probabilidad, quien retiró esos documentos fue el propio Von Enke. Aquello hacía pensar en una muñeca rusa, una figura que contenía en su interior otra que, a su vez, contenía otra… No sólo había escondido sus notas, sino que también se había molestado en hacer incomprensible lo que figuraba en ellas para aquellos que él consideraba ajenos a los hechos. Había desplegado una cortina de humo. O tal vez más bien una hilera de minas que pudiese activar a su antojo si se percataba de que alguien no autorizado se aproximaba demasiado.

Finalmente, Wallander apagó la luz y se acostó. Pero era incapaz de conciliar el sueño. Sintió la necesidad de vestirse y salir a la calle. En otras épocas de su vida, cuando no aguantaba el peso de la soledad, buscaba consuelo en el sosiego que le reportaban los largos paseos nocturnos. No había una sola calle en Ystad que él no hubiese recorrido durante alguno de sus peregrinajes nocturnos.

Ahora caminaba calle abajo por Strandvägen y giró a la izquierda para llegar al puente que desembocaba en Djurgården. Era una cálida noche estival, aún había gente en las calles, mucha estaba ebria y daba gritos. Wallander se sintió como un forastero huraño transitando entre las sombras. Continuó por delante del parque de atracciones Gröna Lund y no dio la vuelta hasta alcanzar la galería Thielska. No pensaba en nada en particular, deambulaba en plena noche en lugar de dormir, eso era todo. De nuevo en el apartamento, consiguió dormirse casi en el acto: el paseo nocturno había surtido el efecto esperado. Regresó a casa al día siguiente, y antes de que cayera la noche ya estaba de vuelta en Escania. Cuando le faltaba cubrir el último tramo, se detuvo a comprar algo de comida y a recoger a
Jussi
, que loco de alegría le dejó la ropa llena de huellas. Después de comer y de dormir unas horas, se sentó a la mesa de la cocina con el archivador. Sacó la lupa más potente que tenía, la que un día le regaló su padre cuando, en los albores de la adolescencia, demostró un repentino y vivo interés por los insectos que recorrían el césped del jardín. Era uno de los pocos regalos, aparte de la perrita Saga
, que recibió nunca, y de ahí que lo conservase con tanto cariño
. Así pues, se aplicó a estudiar con la lupa las fotografías que contenía el archivador negro, dejando de lado en esta ocasión los textos y las glosas de los márgenes.

Una de las instantáneas parecía fuera de lugar. No había caído en la cuenta la primera vez, pero tenía un aspecto demasiado civil. Estaba seguro de que nada de lo que contenía el archivador había ido a parar allí por casualidad. Håkan von Enke era un cazador cauto pero demasiado consciente.

La fotografía, en blanco y negro, había sido tomada en lo que parecía una instalación portuaria. Al fondo se veía una casa sin ventanas, seguramente un almacén. En la difusa periferia de la imagen y con ayuda de la lupa, Wallander logró identificar dos camiones de carga y unas cajas de pescado apiladas. El fotógrafo enfocó la cámara hacia dos personas que se hallaban junto a un pesquero, un modelo antiguo de trainera. Una era bastante mayor, la otra, un chiquillo, casi un niño. Wallander calculó que estaría tomada en la década de 1960. Cuando aún se llevaban la lana y las cazadoras de piel, los chalecos y las parkas impermeables. El barco era blanco con arañazos negros en el casco. En segundo plano, entre las piernas del hombre mayor, Wallander entrevió lo que debía de ser la identificación alfanumérica del barco. La última letra era una ge, de eso no le cabía la menor duda. La primera quedaba oculta por completo, mientras que la del centro podía ser una erre o una te. Los números resultaban más fáciles de identificar: uno, dos, tres. Wallander se sentó ante el ordenador, se conectó a Internet y buscó en Google diversas combinaciones, con la idea de averiguar dónde estaría registrada la trainera. No tardó mucho en concluir que sólo existía una posibilidad. No cabía más que una combinación de letras: NRG. La trainera estaba registrada en la costa este, cerca de Norrköping. Invirtió unos minutos más de búsqueda que lo condujeron a la Administración Nacional de Navegación y a la Dirección Nacional de Pesca. Anotó el teléfono en un papel y volvió a la cocina, cuando sonó el teléfono. Era Linda, que llamaba para preguntarle por qué no había avisado de su regreso.

—Te esfumas sin más —se lamentó Linda—. Ya está bien de gente que desaparece.

—Bueno, por mí no debes preocuparte —la tranquilizó Wallander—. Llegué hace unas horas y pensaba llamarte mañana.

—Bueno, veamos —atajó Linda—. Yo quiero saber, y por supuesto Hans también, qué has averiguado.

—¿Está Hans en casa?

—No, todavía no ha vuelto de trabajar. Esta mañana le solté un discurso, porque nunca está en casa. Intenté hacerle comprender que un buen día, yo también empezaré a trabajar. ¿Y qué pasará entonces? —¿Qué pasará?

—Pues que tendrá que colaborar. ¡Venga, cuéntame!

Wallander intentó describirle su encuentro con Signe, ese ser solitario y encogido de cabellos rubios, pero apenas había empezado, cuando Klara estalló en llanto y Linda tuvo que interrumpir la conversación. Wallander le prometió que la llamaría al día siguiente.

Lo primero que hizo cuando llegó a la comisaría a la mañana siguiente fue buscar a Martinsson y aclarar con él si tendría que acudir al trabajo durante el puente del solsticio de verano. Martinsson era el colega que más al tanto estaba del siempre cambiante calendario vacacional y sólo tardó unos minutos en responderle. Pese a ser días de fiesta, Wallander no tendría que trabajar durante el puente del solsticio de verano. Martinsson, por su parte, pensaba irse a un campamento de yoga en Dinamarca con la menor de sus hijas.

—Ni siquiera sé de qué va —se lamentó intentando disimular su inquietud—. ¿Tú crees que es lógico que una niña de trece años se obsesione por el yoga de ese modo?

—Mejor que se obsesione por eso que por otras cosas.

—Mis otras dos hijas se aficionaron a los caballos, algo mucho más tranquilo. Pero esta niña, la que tuvimos de rebote, es diferente.

—Todos somos diferentes —observó Wallander con cierto tono misterioso, antes de abandonar el despacho.

Llamó al número que había buscado la noche anterior y no tardó en averiguar que la NRG 123 pertenecía a un pescador llamado Eskil Lundberg, de Bokö, en el archipiélago sur de Gryt. Saltó el contestador, de modo que dejó un mensaje con la advertencia de que era urgente. A continuación llamó a Linda, a fin de terminar la conversación de la noche anterior. Entre tanto, ella había hablado con Hans y ambos deseaban ir a ver a Signe. A Wallander no le sorprendió, pero se preguntó si de verdad comprendían lo que los aguardaba con aquella visita. ¿Qué se había imaginado él mismo antes de ir a verla?

—Hemos decidido celebrar el solsticio —dijo linda—. Pese a todo lo que sucede y pese a toda la angustia que nos provoca la desaparición de los padres de Hans. Habíamos pensado darte una alegría y pasarlo en tu casa.

—¡Estupendo! Vaya, me encantará organizarlo, ¡qué sorpresa! Fue a buscarse un café a la máquina, que por una vez no se atascó, e intercambió unas palabras con uno de los peritos policiales que había pasado la noche en un baúl, donde se suponía que se había quitado la vida una mujer desquiciada. El marido se sacó una rana de uno de los muchos bolsillos de su mono de trabajo cuando por fin llegó a casa, ya rayando el día. A su esposa no le entusiasmó el hallazgo.

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