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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (19 page)

BOOK: El hombre inquieto
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—¿Se llama Signe?

—Sí.

—¿Sabes cuándo nació?

Sten Nordlander hizo memoria y respondió:

—Debe de ser casi diez años mayor que su hermano. Supongo que fue tal la conmoción cuando nació Signe, que tardaron bastante en atreverse a tener otro hijo.

—Entonces, ahora tendrá más de cuarenta años —calculó Wallander—. ¿Sabes dónde vive? ¿En qué residencia o institución?

—Creo recordar que, en una ocasión, Håkan mencionó un lugar a las afueras de Mariefred, pero nunca me dijo el nombre.

Wallander acabó rápidamente la conversación. Sentía una extraña urgencia, pese a que aquello no era en modo alguno asunto suyo. Sabía que debería ponerse en contacto con Ytterberg antes de actuar, pero su curiosidad lo impelía a moverse en otra dirección. Buscó en su pegajoso e imposible listín telefónico hasta hallar el número de móvil que buscaba. El de una mujer que trabajaba en el departamento de Asuntos Sociales del Ayuntamiento de Ystad. Era la hija de un ex funcionario civil que trabajaba en la comisaría. Wallander la conoció hacía unos años en relación con una redada a una banda de pederastas. Se llamaba Sara Amander y respondió casi en el acto. Intercambiaron unas frases sobre la vida y el tiempo antes de que Wallander abordase el tema que le interesaba.

—¿Conoces alguna institución regional para minusválidos a las afueras de Mariefred? Quizás existan varias. Necesitaría direcciones y números de teléfono.

—¿No puedes darme más datos? ¿Se trata de algún disminuido psíquico con una alteración congénita?

—Creo que se trata fundamentalmente de minusvalías físicas. De una persona que necesita cuidados especiales desde el día que nació. Claro que también pueden existir limitaciones psíquicas. Tal vez sería incluso una ventaja, para una persona tan impedida, no ser muy consciente de la vida tan espantosa que lleva.

—Hemos de andarnos con cuidado al pronunciarnos sobre la vida de otras personas —le advirtió Sara Amander—. Hay personas con graves limitaciones cuya vida está plena de felicidad. En fin, veré qué puedo encontrar.

Wallander concluyó la conversación, fue a la máquina por un café e intercambió unas palabras con Kristina Magnusson, que le recordó que al día siguiente había convocado por la tarde a todos los colegas en su casa para una fiesta improvisada. Ni que decir tiene que Wallander lo había olvidado pero, por supuesto, le dijo que acudiría sin falta. Volvió a su despacho y se escribió un recordatorio en un folio que colocó junto al teléfono.

Transcurridas un par de horas lo llamó Sara Amander. Tenía dos opciones que podían interesarle. La primera, una residencia privada llamada Amalienborg que se hallaba a las afueras de Mariefred. La segunda, un hogar regional de gestión pública, Niklasgården, en las proximidades del castillo de Gripsholm. Wallander anotó las direcciones y los números de teléfono, y estaba a punto de marcar el primero cuando apareció Martinsson en la puerta entreabierta de su despacho. Wallander dejó el auricular y lo invitó a entrar con un gesto. Martinsson hizo una mueca.

—¿Qué ocurre?

—Una partida de póquer que ha degenerado en otra cosa. La ambulancia acaba de partir hacia el hospital con un hombre herido por arma blanca. Hay allí un coche patrulla, pero me temo que tú y yo tendremos que acudir también.

Wallander tomó la cazadora y salió con Martinsson. Les llevó el resto de la mañana y parte de la tarde averiguar lo acontecido durante la partida, que terminó en una violenta pelea. Hacia las ocho, cuando Wallander regresó a la comisaría, pudo efectuar las llamadas a los números facilitados por Sara Amander. Comenzó por Amalienborg. Le respondió una mujer muy amable, pero en cuanto le preguntó por Signe von Enke, cayó en la cuenta de que había cometido un error de cálculo. Naturalmente, no obtendría ninguna respuesta pues, una institución que se encargaba de enfermos graves no podía darle el nombre de sus pacientes a cualquiera. Y, en efecto, eso fue lo que le dijeron. Tampoco contestaron a ninguna de las demás preguntas que hizo, como si tenían pacientes de todas las edades o si sólo trataban adultos, por ejemplo.

La amable recepcionista continuó asegurándole, haciendo gala de no poca paciencia, que no le estaba permitido facilitar ningún tipo de información. Por desgracia, se lamentó, no podía ayudarle por más que quisiera. Wallander colgó convencido de que debería llamar a Ytterberg, pero no lo hizo. En efecto, no había razón para molestarlo a aquellas horas, cuando podían hacer las llamadas al día siguiente.

Puesto que hacía una tarde estupenda, cálida y tranquila, puso la mesa en el jardín y se tomó allí la cena que había preparado cuando llegó a casa.
Jussi
lo acompañó dormitando tumbado a sus pies, aunque pescaba los trozos que a Wallander se le caían del tenedor de vez en cuando. En los campos que lo rodeaban resplandecía la colza. Por alguna razón que se le ocultaba, su padre le dijo en una ocasión que, en latín, aquella planta se denominaba
Brassica Napus
. Aquellas palabras se le quedaron grabadas en la memoria. De repente, recordó muy a su pesar la ocasión en que, hacía ya muchos años, una joven desesperada se prendió fuego hasta morir en un campo de colza. Desterró el recuerdo, pues en aquellos momentos sólo deseaba disfrutar de la noche estival. Aunque su vida estuviese plagada de personas agredidas, humilladas y asesinadas, de tarde en tarde necesitaba permitirse una noche libre de tortuosos recuerdos. Pero el recuerdo de la hermana de Hans no lo abandonaba. Intentó interpretar el silencio en torno a su persona, intentó imaginarse qué habrían hecho Mona y él de haber tenido un hijo necesitado de los cuidados de un extraño desde el primer día. Se estremeció ante la sola idea, la cual, sencillamente, le resultaba impensable. Y allí estaba, sumido en escurridizas cavilaciones, cuando sonó el teléfono.
Jussi
atiesó las orejas. Era Linda, que hablaba en voz muy baja pues Hans estaba dormido.

—Está destrozado —le aseguró—. Lo peor de todo, dice, es que ahora ni siquiera tiene a quién preguntarle por ella.

—Estoy intentando localizarla —respondió Wallander—. Dentro de unos días debería poder informarlo de dónde se encuentra.

—¿Tú entiendes que Håkan y Louise fueran capaces de hacer tal cosa?

—No. Pero tal vez fuese el único modo de soportarlo. Fingir que su hija minusválida no existía.

Entonces Wallander le describió el campo de colza y el horizonte.

—Realmente tengo ganas de ver a Klara correteando por aquí dentro de unos años —dijo al cabo.

—Ya, bueno, pero deberías hacerte con una mujer.

—¡No es posible
hacerse con
una mujer!

—¡Pero tampoco encontrarás ninguna si no pones empeño! La soledad te devorará por dentro. Te convertirás en un viejo cascarrabias y desagradable.

Wallander se quedó fuera hasta pasadas las diez, pensando en lo que le había dicho Linda. No obstante, durmió bien y se despertó descansado poco después de las cinco, de modo que a las seis y media ya estaba entrando en su despacho. Y entonces una idea empezó a cobrar forma en su mente. Revisó su agenda hasta el solsticio de verano y constató que, en realidad, no tenía ningún compromiso que lo retuviese en Ystad. De la historia de la partida de póquer podían encargarse otros. Lennart Mattson solía estar en su puesto desde muy temprano, así que fue a llamar a su puerta. El jefe acababa de llegar cuando Wallander entró a pedirle tres días de vacaciones, que se tomaría a partir del día siguiente.

—Sé que mi solicitud es algo repentina —admitió—. Pero es por motivos personales. Además, para compensar, podéis contar conmigo para la fiesta del solsticio, que sí me correspondía estar libre.

Lennart Mattson no opuso objeciones y Wallander salió de allí con sus tres días libres. Volvió al despacho e hizo una búsqueda en Internet con objeto de localizar los centros de Amalienborg y Niklasgården. De la información obtenida no pudo deducir cuál de los dos era el que le interesaba. Ambos parecían acoger a personas con limitaciones muy variadas, pero todas incapacitantes.

Aquella noche acudió a la fiesta de Kristina Magnusson. Sabía que Linda había aceptado la invitación y, hacia las nueve de la noche, también ella apareció, después de que Klara, a la que dejó en casa con Hans, se hubiese dormido. Wallander se la llevó aparte enseguida y le habló de la excursión que pensaba hacer y que comenzaría al alba del día siguiente. Linda vio que estaba bebiendo agua con gas y le dijo que casi contaba con que tomaría aquella decisión. Wallander se marchó de la fiesta hacia las diez. Kristina Magnusson lo acompañó hasta la calle. Estuvo a punto de atraerla hacia sí en un súbito y ardiente impulso, cuando logró contenerse. Kristina había bebido bastante y no pareció notar sus contenidas intenciones.

Antes de partir para la fiesta ya había dejado a
Jussi
con los vecinos. Su caseta estaba vacía. Wallander se tumbó en la cama, puso el despertador para que sonara a las tres y durmió unas horas. Sobre las cuatro de la madrugada se sentó al volante y partió rumbo al norte. El alba llegó cubierta por una neblina transparente, pero el día prometía ser hermoso. Llegó a Mariefred justo antes de las doce. Almorzó en un restaurante de carretera antes de dar una cabezada en el coche y, después de descansar, buscó la residencia de Amalienborg, una vieja universidad con un edificio anexo, ahora habilitado como residencia sanitaria. Se identificó como policía en la recepción, con la esperanza de que fuese suficiente al menos para averiguar si aquél era el lugar que buscaba. La recepcionista no estaba muy segura y fue a buscar a una supervisora que estudió con detenimiento el carnet de Wallander.

—Signe von Enke —le dijo en tono amable—. Sólo necesito saber si está aquí o no. Se trata de sus padres, que por desgracia han desaparecido.

La supervisora llevaba una identificación en la que podía leerse su nombre: Anna Gustafsson. Escuchó la explicación de Wallander y lo observó escrutándolo.

—El capitán de fragata, ¿se refiere a él? —preguntó la mujer.

—Exacto —respondió Wallander sin ocultar su sorpresa.

—He leído sobre ello en los periódicos.

—Quiero saber de su hija —insistió Wallander—. ¿Se encuentra aquí?

Anna Gustafsson meneó la cabeza.

—No. No tenemos a ninguna Signe. Ni a ninguna hija de un capitán de fragata, te lo aseguro.

Wallander prosiguió su viaje. Una fuerte tormenta se interpuso en su camino. Llovía con tal intensidad que se vio obligado a detenerse, pues no tenía visibilidad alguna. Se dirigió a un desvío y apagó el motor del coche. Y allí sentado, encerrado como en una burbuja, con el resonar de la copiosa lluvia contra el techo del coche, se esforzó una vez más por desentrañar los sucesos relacionados con las dos desapariciones. Por más que Håkan von Enke hubiese sido el primero en marcharse o en ser víctima de un delito o de un accidente, aquello no tenía por qué indicar que la desaparición de Louise fuese consecuencia directa de lo que le había sucedido a él, según uno de los principios elementales aprendidos de su mentor Rydberg. En más de una ocasión descubrieron que los sucesos desvelados presentaban un orden causal inverso, es decir, lo último que descubrían o que sucedía era el preludio, no la conclusión, de una concatenación de hechos. Una vez más, pensó en el desorden reinante en uno de los cajones de Håkan von Enke. La brújula de su cerebro giraba incapaz de decidirse por una dirección concreta.

En el fondo, todo aquello bien podían ser figuraciones suyas. Ni siquiera su impresión de que Håkan estuviese inquieto o preocupado tenía por qué corresponderse con la realidad. A Wallander lo había visitado esos fantasmas con anterioridad, aunque por lo general lograba mantener la sangre fría ante sus suposiciones. A lo largo de su carrera había tenido que buscar a personas desaparecidas en numerosas ocasiones. Casi desde el primer momento existían siempre indicios de que cabía esperar una explicación natural o de que, por el contrario, existían motivos para preocuparse. En el caso de Håkan y Louise, en cambio, no lo sabía. Todo aquello estaba bastante confuso, se decía mientras, sentado en el coche, aguardaba a que escampase un poco. La niebla se adensaba y nada presagiaba que fuesen a gozar de mejor visibilidad.

Cuando la lluvia cesó por fin, se dirigió a Niklasgården, un edificio con una situación inmejorable, junto a un lago que en el mapa figuraba con el nombre de Vånsjön. Las blancas casas de madera se alzaban sobre una pendiente salpicada de altos árboles añosos, y algo más allá se extendían campos de cultivo y dehesas de animales. Wallander bajó del coche e inspiró con fruición el aire refrescado por la lluvia. Era como contemplar un viejo grabado de los que había en su aula cuando iba a la escuela popular de Limhamn. Grabados con paisajes bíblicos en los que siempre aparecía Palestina con pastores y rebaños de ovejas o los campos de cultivo suecos con todas sus variaciones. Niklasgården se erguía ante sus ojos como un recorte de alguno de esos grabados. Por un instante, le invadió una nostálgica añoranza por regresar a la
época de los grabados
, pero terminó por apartar decidido aquellos recuerdos. Sabía que el sentimentalismo por el pasado no hacía sino agravar el dolor y el miedo ante la idea de la vejez que lo aguardaba.

Sacó unos prismáticos que se había guardado en la mochila y observó con ellos los edificios y el jardín que los rodeaba como un parque. Wallander sonrió con amargura al pensar que era como un periscopio que emergiese en medio de aquel hermoso paisaje estival, el ojo de un submarino arrastrado a tierra bajo el disfraz de un Peugeot de abollada chapa. A la sombra de unos árboles descubrió un par de sillas de ruedas. Ajustó los prismáticos e intentó mantenerlos firmes. Vio entonces que en las sillas había personas cuyas cabezas colgaban inertes. La de una de ellas, una mujer de edad indefinible, reposaba sobre el pecho. En la otra silla había un hombre, un joven, creyó ver, con la cabeza hacia atrás, como si el cuello careciese por completo de sostén. Apartó los prismáticos y, con cierto malestar, se preguntó qué lo aguardaba a él. Volvió al coche y condujo hasta el edificio principal, donde la Diputación de Sörmland le daba la bienvenida con letreros que señalaban en distintas direcciones. Wallander entró en recepción, hizo sonar un timbre y esperó. Desde algún lugar impreciso llegaba el sonido de una radio. Al cabo de un rato vio salir de una habitación contigua a una mujer. Tendría unos cuarenta años y Wallander quedó inmediatamente sobrecogido por su belleza. Llevaba el cabello muy corto, tenía los ojos oscuros y lo miró con una sonrisa. Tan pronto como la oyó hablar se dio cuenta de que tenía acento extranjero. Wallander supuso que procedía de un país árabe. Le mostró su placa y le preguntó lo que quería averiguar. No obtuvo una respuesta inmediata, sino que la hermosa mujer continuó observándolo con su muda sonrisa.

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