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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (45 page)

BOOK: El hombre inquieto
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—¿Parecía asustado, inquieto?

—Eso no te lo sé decir.

Wallander reflexionó sobre las respuestas de Linda. Aún quedaban dos o tres preguntas por contestar.

—¿Crees que te vio?

—No.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Porque, para verme, tendría que haber mirado hacia el banco. Y no lo hizo.

—¿Se lo has contado a Hans?

—Sí, se lo dije. Se alteró bastante y, según él, deben de ser figuraciones mías.

—¿Qué pretendías…? ¿Asegurarte de que no había estado viendo a su padre en secreto?

Linda asintió sin pronunciar palabra.

El sol se deslizó ocultándose tras una nube y a lo lejos se oyó el retumbar de los truenos, de modo que entraron en la casa. Wallander quería que Linda se quedara a comer, pero ella le dijo que debía volver a casa. Justo cuando iba a marcharse estalló la tormenta acompañada de una lluvia torrencial. La explanada se convirtió en un cenagal desolador. Wallander decidió que, aquella misma semana, encargaría varios contenedores de gravilla a fin de no tener que cruzar a nado aquella masa fangosa cada vez que lloviese.

—Estoy segura —insistió Linda—. Era él. Vivo y coleando, en Copenhague.

—Bien, pues ya lo sabemos —aceptó Wallander—. Håkan no ha corrido la misma suerte que su mujer. Está vivo. Y eso lo cambia todo.

Linda asintió. Ambos sabían que ya no podían excluir la posibilidad de que Håkan hubiese asesinado a su esposa. Pero no había que precipitarse. ¿Existiría otra explicación al hecho de que se mantuviese oculto? ¿Por miedo quizás, o por alguna otra causa aún desconocida? ¿Estaría huyendo? ¿Por qué se escondía en las sombras de la existencia?

Wallander y Linda guardaban silencio, sumido cada uno en sus pensamientos. La lluvia cesó de forma tan repentina como había empezado.

—¿Qué hacía en Copenhague? —preguntó Wallander—. Para mí sólo hay una respuesta lógica a esa pregunta.

—Para ver a Hans. Eso es lo que piensas. Quizá para resolver algún tipo de problema monetario. Pero yo estoy convencida de que Hans no me ha mentido.

—No, claro, y no lo dudo. Pero ¿qué te dice que ya han estado en contacto? ¿Y si sucede mañana?

—Entonces, Hans me lo dirá.

—Puede ser —respondió Wallander pensativo.

—¿Por qué no iba a hacerlo?

—Es difícil gestionar las diversas lealtades que uno guarda. ¿Qué ocurriría si su padre le dijera que no debe revelarle a nadie que se han visto, ni siquiera a ti? ¿Y si le expusiera una razón que Hans no se atreviese a cuestionar?

—Si me oculta algo, lo notaré.

—Verás —dijo Wallander poniendo despacio el pie en el suelo enfangado—. Si algo he aprendido es que uno no debe creer nunca que sabía mucho sobre los pensamientos e ideas de los demás.

—Entonces, ¿qué hago?

—Por ahora, no digas nada más. No preguntes. Tengo que meditar sobre lo que puede significar todo esto. Y tú también. Aunque, ni que decir tiene que hablaré con Ytterberg.

Wallander acompañó hasta el coche a Linda, que se agarraba de su brazo para no resbalar.

—Deberías hacer algo con esta explanada —le advirtió—. ¿No has pensado echar una capa de gravilla?

—Sí, se me había pasado por la cabeza —respondió Wallander.

Linda ya estaba en el coche cuando, una vez más, sacó el tema de Baiba.

—¿De verdad está tan mal? ¿Va a morir?

—Sí.

—¿Cuándo se ha marchado?

—Esta mañana, muy temprano.

—¿Cómo te sentiste al verla de nuevo?

—Vino a despedirse. Tiene cáncer y morirá pronto. Creo que puedes imaginarte cómo me sentí sin necesidad de que te lo diga.

—Ha debido de ser terrible.

Wallander se dio media vuelta y dobló la esquina de su casa enseguida. No quería romper a llorar allí mismo, no porque temiese mostrarse débil ante ella, sino por sí mismo. En resumidas cuentas, no deseaba pensar en su propia muerte que, en el fondo, era lo único que lo asustaba. Se quedó junto a la casa hasta que oyó que Linda arrancaba el coche y se alejaba, pues había comprendido que quería estar solo.

Cuando entró en la cocina, se sentó a la mesa, enfrente del lugar que solía ocupar habitualmente.

Reflexionó sobre lo que Linda le había contado sobre Håkan von Enke. De nuevo se hallaban en el punto de partida.

Había dado un giro de trescientos sesenta grados. Y, sin saber cómo, se encontraba de nuevo donde todo había comenzado.

28

Wallander trepó por la desvencijada escalera que conducía al desván. Lo recibió un rancio olor a moho y a humedad. Era consciente de que un día se vería obligado a derribar todo el tejado, pero aún era pronto, quizá dentro de un año, o de dos, en el mejor de los casos.

Tenía una vaga noción de dónde había dejado la caja que había ido a buscar. No obstante, fue otro paquete el que llamó su atención en cuanto entró. En efecto, en una caja con el logotipo de una empresa de mudanzas de Helsingborg se encontraba su colección de elepés de vinilo. Mientras vivió en Mariagatan tuvo un tocadiscos en el que poder escucharlos. Sin embargo, el aparato terminó estropeándose y no consiguió que se lo reparasen. Lo tiró a la basura, con todo lo que desechó al mudarse, pero los discos los guardó y los llevó al desván. Se sentó a ojear sus viejos álbumes. Cada funda le traía un recuerdo, a veces perfectamente definido, otras una nebulosa de rostros, aromas, sentimientos. En los primeros años de su adolescencia, fue un fanático seguidor de The Spotnicks. Tenía sus primeros cuatro discos y reconoció todos y cada uno de los títulos que fue leyendo en el reverso. La música y las guitarras eléctricas resonaban en su interior. En aquella caja había también un disco de Mahalia Jackson que, para sorpresa suya, le regaló en una ocasión uno de aquellos
Caballeros de seda
que compraban los cuadros de su padre. Probablemente, el hombre repartía su tiempo revendiendo discos y cuadros. Aquella vez, Wallander ayudó a llevar los cuadros al coche, y el tipo le regaló el disco en señal de agradecimiento. La música gospel lo impresionó muchísimo.
Go down, Moses
, se dijo, viendo ante sí su primer tocadiscos cuyos altavoces, que emitían un leve carraspeo constante, estaban en la tapa.

Se vio, de repente, con un disco de Edith Piaf en las manos. La funda era una fotografía de la cantante en blanco y negro. Fue Mona, que odiaba a The Spotnicks, quien le regaló ese disco. Ella prefería a los suecos Streaplers o a Sven-Ingvar, pero su favorita era aquella menuda cantautora francesa. Ni Mona ni Wallander comprendían una sola palabra de sus letras, pero su voz les resultaba sobrecogedora.

Después del disco de Piaf había otro de jazz, de John Coltrane. ¿Quién se lo había regalado? No lo recordaba. Sacó el disco y comprobó que, prácticamente, estaba sin usar. A pesar de sus esfuerzos, no recordaba una sola canción, ni un solo acorde de las canciones de Coltrane resonaba en su interior. En el fondo de la caja había dos discos de ópera,
La Traviata
y
Rigoletto
. A diferencia de John Coltrane, se veía que los había escuchado hasta la saciedad. Se quedó allí sentado en el suelo del desván, sopesando si llevarse la caja entera y comprarse un tocadiscos para poder escuchar de nuevo aquellos discos pero terminó por desechar la idea, pues ya tenía en cinta o en CD la música que escuchaba en la actualidad. Aquellos carraspeantes discos de vinilo ya no eran necesarios. Pertenecían al pasado y allí se quedarían, en la penumbra del desván.

Buscó la caja que le interesaba y la bajó a la mesa de la cocina. Sacó de ella una gran cantidad de piezas de lego, que extendió sobre la superficie. Era un juego de Lego que había ganado a la lotería y que le había regalado a Linda cuando era pequeña.

La idea se la dio Rydberg. Una noche de primavera, a hora muy avanzada, en los últimos años de vida de su mentor. Tanto la ciudad de Ystad como sus aledaños habían sufrido una serie de robos a manos de un enmascarado que utilizaba una escopeta de perdigones recortada. A fin de ordenar los sucesos y, quién sabe, de hallar una estructura, Rydberg fue a buscar una baraja de cartas que usó para marcar los progresos del ladrón. El desconocido delincuente era la dama de picas. En aquella ocasión, Wallander aprendió a hacerse con una visión general de cómo trabajaba un delincuente, quizás incluso de cómo pensaba. Cuando, más tarde, probó el método de Rydberg, eligió piezas de Lego en lugar de cartas, aunque a Rydberg nunca se lo confesó.

Fue marcando a Håkan y a Louise, distintas fechas, lugares, sucesos. Un bombero de casco rojo representaba a Håkan, una muñequita que Linda había bautizado como Cenicienta hizo de Louise. Apartó a un lado a un grupo de soldaditos: representarían las preguntas sin respuesta que, en aquellos momentos, consideraba más importantes. ¿Quién se hizo pasar por tío de Signe von Enke? ¿Por qué había salido su padre de las sombras justo ahora? ¿Dónde había estado y por qué se había ocultado?

Cayó en la cuenta de que tenía que llamar a Niklasgården. Le dijeron por teléfono que Signe no había recibido ninguna visita ni de su padre ni de ningún tío.

Se quedó pensativo, con una pieza de lego en la mano. «Alguien miente», resolvió al fin. «De todas las personas con las que he estado hablando acerca de Håkan y Louise von Enke, alguna no me ha dicho la verdad. O bien miente o bien desvirtúa la verdad diciendo sólo una parte o afirmando como cierto lo que es falso. ¿Quién? Y, una vez más, ¿por qué?»

Sonó el teléfono, Wallander lo cogió y salió con él al jardín. Era Linda, que fue derecha al grano.

—Acabo de hablar con Hans. Casi sentí que lo estaba presionando. Se ha enfadado y ha salido, pero cuando vuelva le pediré perdón.

—Algo que Mona nunca hizo.

—¿El qué? ¿Marcharse después de un enfado o pedir perdón?

—Solía salir dando un portazo, que era su último argumento para cualquier cosa, pero cuando volvía, no pedía perdón.

Linda se echó a reír. «Parece algo nerviosa», constató Wallander. «Seguramente han discutido más de lo que quiere darme a entender».

—Según Mona, era al revés —aseguró—. Tú eras el que se largaba con un portazo y tú eras el que nunca pedía perdón.

—Creía que estábamos de acuerdo en que Mona mantiene una dudosa relación con la verdad —dijo Wallander.

—Igual que tú. Ni ella ni tú sois del todo sinceros.

Entonces Wallander se indignó.

—¿Y tú? ¿Acaso tú eres del todo sincera?

—No, pero tampoco he dicho que lo sea.

—¡Bueno, pues ve al grano!

—¿Te ha interrumpido en algo mi llamada, quizá?

En ese mismo instante y no sin cierto regocijo, Wallander decidió mentirle.

—Pues estaba preparando la comida.

Ella lo descubrió enseguida.

—¿Ah sí? ¿En el jardín? Se oyen los trinos de los pájaros…

—Sí, en la barbacoa.

—Pero si tú detestas usar la barbacoa.

—Tú no tienes mucha idea de lo que yo detesto o dejo de detestar. En fin, ¿qué querías?

—Pues eso, que he hablado con Hans. No ha tenido el menor contacto con su padre ni ha detectado ningún movimiento en las cuentas de la familia, aparte del reintegro que hizo Louise antes de desaparecer ella también. Hans se encarga de todo el correo. No han sacado ninguna cantidad ni del banco ni de ningún tipo de fondo.

De repente, Wallander cayó en la cuenta de que la pregunta era mucho más importante de lo que él imaginó en un primer momento.

—¿De qué habrá vivido Håkan desde que desapareció? Aparece de la nada en Copenhague. Es evidente que no tiene dinero, puesto que no se ha puesto en contacto con su hijo ni ha sacado ninguna cantidad del cajero. Eso indica que quizá le esté ayudando alguien. ¿O tal vez eran titulares de una cuenta de cuya existencia Hans no tenía idea?

—Sí, claro, cabe esa posibilidad, pero Hans se ha servido de sus contactos en el mundo de la banca para investigarlo, sin resultado. Aunque, desde luego, existen muchas formas de esconder el dinero.

Wallander guardó silencio. No tenía más preguntas que hacer, pero empezaba a pensar seriamente si el hecho de que Håkan no necesitara dinero no sería, en sí, una especie de pista. Mientras él reflexionaba, Klara empezó a llorar.

—Tengo que dejarte —le dijo Linda.

—Sí, ya lo oigo. En fin, en cualquier caso, podemos descartar las sospechas de un contacto secreto entre Hans y su padre, ¿no es cierto?

—Así es.

Concluyeron la conversación. Wallander dejó el teléfono y se sentó en el balancín, donde empezó a mecerse despacio con un pie apoyado en el suelo. Recreó en su mente la figura de Håkan von Enke caminando por Strøget. Iba deprisa, se detenía de vez en cuando y se volvía a mirar para luego reanudar la marcha. De repente, desaparecía por una calle perpendicular o se perdía entre la gente que transitaba por la calle.

Wallander se despertó sobresaltado. Había empezado a llover y las gotas mojaban su pie desnudo sobre el suelo. Se levantó y entró en la casa. Cuando cerró la puerta, se quedó pensando. De repente empezó a perfilarse algo en su mente, aún un tanto difuso, pero al menos algo que podía arrojar cierta luz sobre dónde había estado escondiéndose Håkan von Enke desde que desapareció. «Un escondite», se dijo Wallander. «Cuando se marchó, sabía perfectamente lo que iba a hacer. Del paseo por Valhallavägen se desvió hacia un lugar en el que nadie lo encontraría. Ahora, además, tenía el convencimiento de que Louise no estaba prevenida de la desaparición de su marido, su inquietud era auténtica. Carecía de pruebas, de datos objetivos, sólo aquella intuición en la que creía al cien por cien».

Wallander caminó despacio hasta la cocina. El frío de las losetas bajo sus pies. Se movía despacio, como por temor a que se esfumase la idea. Las piezas del lego estaban sobre la mesa y se sentó. «Un escondite», repitió para sí. «Todo planificado, bien organizado, un comandante del arma submarina de la Armada sabe cómo disponer su existencia hasta el mínimo detalle.» Wallander intentó imaginar el escondrijo. Experimentaba la sensación de que, en realidad, él sabía dónde se había ocultado Håkan von Enke. Incluso había estado cerca, sin saberlo.

Se inclinó sobre la mesa y colocó en fila unas figuras de lego que representaban a todos aquellos que tenían algo que ver con Håkan y Louise. Sten Nordlander, Signe, la hija de ambos, Steven Atkins en su casa a las afueras de San Diego… Pero también aquellos que se encontraban más bien en la periferia. Colocó las figuras, una tras otra, preguntándose quién le habría ayudado a Von Enke, alguien que habría procurado que tuviese todo lo que necesitaba, incluido el dinero.

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