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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (44 page)

BOOK: El hombre inquieto
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Sudoroso de tanto caminar, se sentó junto a un pequeño estanque, al lado de los restos de viejos aperos de labranza oxidados y allí abandonados.
Jussi
olisqueó el agua y bebió un poco antes de tumbarse a su lado. Se habían dispersado las nubes, así pues, no llovería. Oyó en la distancia el lamento de sirenas de algún vehículo de emergencias, un coche de bomberos, se dijo, ninguna ambulancia en esta ocasión no era ni un coche de policía. Cerró los ojos e intentó recrear la imagen de Baiba. A su espalda se acercaba el sonido de las sirenas, en la carretera que conducía a Simrishamn. Se dio la vuelta. Aún llevaba colgados los prismáticos que utilizó para otear desde el tejado. Las sirenas estaban allí mismo y se oían claramente. Se puso de pie. ¿Se habría declarado un incendio en la casa de alguno de sus vecinos? Con tal de que no fuese la de los Hansson, que eran tan mayores. La mujer, Elin, no podía valerse en absoluto y a Rune, el marido, le costaba moverse sin bastón. Le llegaba cada vez más de cerca el sonido de las sirenas. Miró por los prismáticos y comprobó con horror que había dos coches de bomberos aparcados ante su casa. Echó a correr enseguida, precedido por
Jussi
. De vez en cuando se detenía a mirar su casa por los prismáticos, siempre con el temor de ver las llamas ondeando sobre el tejado en el que acababa de estar, o vaharadas de humo buscando salida por las ventanas rotas. Pero nada de eso había. Sólo se veían los coches, las sirenas ya apagadas, y los bomberos de un lado para otro de la explanada.

Cuando llegó al jardín, con el corazón desbocado por la carrera, halló al jefe de bomberos, Peter Edler, dándole palmaditas a
Jussi
, que se le había adelantado en la carrera. El hombre le sonrió con amargura al verlo aparecer sin resuello. Los bomberos ya se preparaban para retirarse de allí. Peter Edler tenía la edad de Wallander y era un hombre pecoso que hablaba con un ligero deje de Småland. Se veían de vez en cuando, con motivo de alguna investigación. A Wallander le inspiraba un gran respeto y le gustaba su humor, un tanto sobrio.

—Uno de mis hombres sabía que era tu casa —le dijo Edler sin dejar de acariciar a
Jussi
.

—¿Qué ha pasado?

—Bueno, eso tendría que preguntártelo yo a ti.

—¿Hay fuego en algún sitio?

—Parece que no, pero podría haber ocurrido.

Wallander lo miró sin comprender.

—Salí a dar un paseo hará media hora…

Edler señaló la casa con un gesto.

—Entra conmigo.

Wallander sintió la bofetada del penetrante y casi corrosivo hedor a goma quemada. Edler lo condujo a la cocina. Los bomberos habían abierto una ventana para ventilar un poco el ambiente. En uno de los fogones se veía una sartén y, junto a ella, un salvamanteles carbonizado. Edler olisqueó la sartén, que aún humeaba.

—¿Huevos al plato o salchichas con patatas?

—Huevos.

—¿Y saliste sin apagar el fuego? Además habías puesto el salvamanteles encima de los fogones… Para ser inspector, ¿no eres demasiado despistado?

Edler meneó la cabeza. Salieron al jardín, donde los bomberos, ya en los coches, aguardaban a su jefe.

—Es la primera vez que me pasa algo así —aseguró Wallander.

—Pues será mejor que no vuelva a ocurrir.

Edler miró a su alrededor y contempló el panorama.

—Al final te viniste al campo. Si quieres que te sea sincero, jamás pensé que lograrías salir de la ciudad. Esto es muy hermoso.

—¿Tú sigues viviendo donde siempre?

—En el mismo piso del centro. Gunnel quiere que nos mudemos al campo, pero yo me niego. Al menos mientras siga trabajando.

—¿Cuánto te queda?

Edler sacudió los hombros como con un escalofrío. Se dio un golpecito en la pierna con el reluciente casco que tenía en la mano, como si de un arma se tratase.

—Mientras pueda, o me dejen, tres o cuatro años más. Ignoro qué haré entonces. Desde luego, no podré quedarme en casa resolviendo crucigramas.

—Podrías dedicarte a crearlos —dijo Wallander recordando a Herman Eber.

Edler lo observó inquisitivo, pero no preguntó qué quería decir. En cambio, sí que se interesó por el futuro de Wallander, como con la esperanza de que se presentase tan lúgubre como el suyo propio.

—Yo creo que seguiré unos años más y luego también estaré fuera. Quizá podríamos unirnos y hacer algo, ¿no? Formar un equipo e ir dando conferencias sobre cómo protegerse de la delincuencia y los incendios, ¿qué te parece? «Delito e Incendio», sociedad anónima.

—¿Acaso puede uno protegerse de la delincuencia?

—No creo, pero sí que puedes enseñar métodos sencillos para disuadir ligeramente a los ladrones de que se metan en tu casa o en tu apartamento.

Edler lo miró incrédulo.

—¿Tú te crees lo que estás diciendo?

—Lo intento. Pero los ladrones son como los niños, aprenden rápido.

Edler meneó la cabeza divertido ante la comparación más que dudosa de Wallander y subió al coche.

—Apaga los fogones —le advirtió a modo de despedida—. Aunque al menos has tenido la precaución de poner una buena alarma contra incendios, directamente conectada con el Cuerpo de Bomberos… Podría haber sido un incendio brutal, se habría extendido de inmediato por toda la casa. Habrías vivido la pesadilla de verte ante una ruina humeante en pleno verano.

Wallander no respondió. Fue Linda quien insistió en que instalase aquella alarma. Incluso la había pagado, pues se la regaló por Navidad y se encargó de que la montaran.

Le dio de comer a
Jussi
y estaba a punto de ponerse a cortar el césped cuando vio entrar el coche de Linda en la explanada. En esta ocasión no traía a Klara. Wallander se percató enseguida de que estaba muy alterada y supuso que se había cruzado con los coches de bomberos.

—¿Qué hacían los bomberos aquí? —le preguntó sin saludar.

—Se equivocaron de casa —le mintió Wallander—. Una sobrecarga en la instalación eléctrica del cobertizo de unos vecinos.

—¿En qué cobertizo?

—El de los Hansson.

—¿Quiénes son los Hansson?

—¿A qué viene tanta pregunta? De todos modos, no sabes dónde está su finca.

Linda llevaba en la mano su pequeña mochila de siempre. De repente se la arrojó con todas sus fuerzas. Wallander casi logró esquivarla y apartar la cabeza a tiempo, pero le dio de lleno en el hombro. La recogió enfurecido.

—Pero ¿qué haces?

—¿Es normal que tenga que soportar que me mientas en la cara?

—No te estoy mintiendo.

—¡Han venido los bomberos! Me paré a hablar con el vecino, que te vio aquí hablando con los bomberos. Había dos coches.

—Se me había olvidado apagar un fogón.

—¿Te quedaste dormido?

Wallander le señaló al campo por donde había emprendido un paseo a buen paso de la que aún se resentían sus piernas.

—Salí a dar una vuelta con
Jussi
.

Sin decir una palabra, Linda le arrebató la mochila y entró en la casa. Wallander contempló la posibilidad de subir al coche y marcharse de allí, pues sabía que Linda no dejaría de hablar de su mentira a la primera, ni tampoco de su proverbial y desmedido despiste. Seguiría indignada, lo que conduciría irrevocablemente a que él se enojase, lo cual ya estaba a punto de suceder. No tenía ni idea de qué llevaría Linda en la mochila, pero era algo duro y pesado y a él le dolía el hombro. Cada vez más indignado, se dijo que era la primera vez que su hija recurría a algo que bien podía describirse como violencia física. En ese momento, Linda volvió a salir.

—¿Recuerdas lo que dijimos hace unas semanas? ¿El día que llovía a mares y yo vine a verte con Klara?

—¿Cómo quieres que recuerde todo lo que decimos?

—Hablamos de que, cuando fuese un poco mayor, podría quedarse contigo de vez en cuando.

—Bien, hablemos con tranquilidad —propuso Wallander—. Tú hiciste instalar una alarma. Ahora sabemos que funciona. La casa no se ha carbonizado. Se me olvidó apagar un fogón, ¿a ti no te ha pasado nunca?

Linda respondió como un rayo.

—Nunca, desde que nació Klara.

—A mí tampoco me ocurrió nunca cuando tú eras pequeña.

Y ahí empezó a disiparse el enfado. Ambos eran buenos espadachines y ninguno tenía ganas de atacar de verdad. Linda se sentó en una de las sillas del jardín, Wallander se quedó de pie, aún en guardia, por si a pesar de todo la ira de su hija se reavivaba de nuevo. Ella lo miró con inquietud.

—¿Has empezado a volverte olvidadizo?

—Siempre lo he sido. En cierta medida. Bueno, quizá sea más bien despistado.

—Quiero decir más que de costumbre.

Wallander se sentó, súbitamente cansado de decir, demasiado a menudo, cosas que no eran ciertas.

—Creo que sí. A veces se me van de la memoria períodos de tiempo enteros, como si fueran bloques de hielo derretido.

—Explícame eso.

Wallander le habló de su viaje a Höör, aunque omitió el episodio de la autoestopista.

—Pues, de repente, no tenía la menor idea de qué había ido a hacer allí. Era como si me encontrase en una sala muy iluminada cuyas luces alguien apagase sin previo aviso. Ignoro cuánto tiempo estuve a oscuras, pero era como si no supiera quién soy.

—¿Te había ocurrido antes?

—No hasta ese punto. De todos modos fui al médico, un especialista de Malmö. Según ella, es agotamiento. Dice que aún me creo un enérgico treintañero, con la misma resistencia de entonces.

—No me gusta nada ese diagnóstico. Pide una segunda opinión.

Wallander asintió sin decir palabra. Ella se levantó y entró en la casa, para regresar enseguida con dos vasos de agua. Wallander preguntó como con desinterés pero totalmente a propósito, si la policía había encontrado a la mujer que mató a sus padres.

—La detuvieron en Växjö, según tengo entendido. Al parecer estaba haciendo autoestop y la cogió un tipo que sospechó de ella. La invitó a café en uno de los restaurantes de carretera de las afueras y luego llamó a la policía. La individua intentó clavarse en el corazón un cuchillo que llevaba, pero se lo impidieron.

—¿Tú has deseado matarme alguna vez? —le preguntó, aliviado al ver que su contribución a la huida de la mujer no se había difundido. Martinsson había mantenido la boca cerrada, tal y como le prometió.

—Por supuesto que sí —respondió Linda rompiendo a reír—. Muchas veces. La última, hace un momento. «Ojalá que no viva lo suficiente para convertirse en un viejo chocho», pensé. Hombre, todos los hijos lo piensan alguna vez. Y tú, ¿cuántas veces has querido verme muerta?

—Nunca.

—¿Y quieres que me lo crea?

—Pues sí.

—Si te sirve de consuelo, te diré que me ha pasado más veces con Mona, pero comprenderás que pienso con horror en el día que faltéis. Por cierto, que Hans y yo hemos conseguido convencer a Mona de que ingrese en una clínica de desintoxicación.

Jussi
avistó una liebre en el campo y se puso a ladrar. Padre e hija se quedaron contemplando sus vanos y tenaces intentos de liberarse y salir de la caseta. La liebre se perdió de vista y los ladridos de
Jussi
cesaron enseguida.

—Verás, he venido a verte por una razón —admitió Linda al fin.

—¿Le pasa algo a Klara?

—No, ella está bien. Hans está hoy en casa con ella. Lo obligo a que se responsabilice de ella. Y creo que lo agradece. Klara es lo más opuesto que pueda imaginarse al estresante mundo de los negocios bancarios.

—Pero… ha ocurrido algo, ¿no?

—Ayer estuve en Copenhague. Con dos amigas. Asistimos a un concierto de Madonna, el ídolo de mi juventud. Fue toda una experiencia. Después fuimos a cenar, antes de despedirnos. Yo me alojaba en ese hotel tan refinado, el D'Angleterre. La empresa para la que trabaja Hans tiene allí descuento. Como me sentía de tan buen humor y no tenía sueño, fui a dar un paseo por Strøget. Había mucha gente por la calle, me senté en un banco y, entonces, lo vi.

—¿A quién?

—A Håkan.

Wallander se quedó mirándola perplejo. Linda estaba completamente segura, no cabía la menor duda.

—Pareces muy convencida.

—No sólo lo vi a él, su cara, concretamente, durante unos segundos, sino que también reconocí su forma de moverse, con la espalda muy derecha y caminando a pasos breves y rápidos.

—¿Qué fue lo que viste exactamente?

—Pues, me había sentado en un banco, en una placita cercana a Strøget, no sé cómo se llama. Él venía subiendo desde el puerto de Nyhavn. Ya había pasado cuando me di cuenta. Primero el cabello de la nuca, luego su forma de caminar y, por último, la gabardina.

—¿La gabardina?

—Sí, la reconocí.

—Pero ¡si hay miles de gabardinas iguales!

—No, la gabardina de primavera de Håkan no es como todas. Es muy fina y azul marino, y parece un impermeable de marinero. No te lo puedo describir mejor, pero es lo que vi.

—¿Y qué hiciste?

—¿Tú qué crees? Un concierto de Madonna, mis amigas, la cena, la noche estival, libre del llanto de Klara y del marido. Y, de repente, entreveo a Håkan que pasa por allí. Puede que tardase quince segundos en reaccionar. Luego eché a correr tras él, pero ya era tarde. No vi ni rastro de él. Había mucha gente, callejas, taxis, bares. Seguí toda la avenida de Strøget hasta Rådhuspladsen y volví sobre mis pasos, pero no lo encontré.

Wallander apuró el agua del vaso. Por más ilógico que resultase lo que acababa de oír, él sabía que Linda era muy perspicaz y que rara vez se equivocaba a la hora de identificar a alguien.

—Bien, recapitulemos —dijo Wallander—. Si no te he entendido mal, él ya había pasado delante del banco en el que estabas sentada cuando descubriste que era él. Pero antes has dicho que entreviste su cara, es decir, que en algún momento debió de volverse a mirar, ¿no?

—Sí. Miró fugazmente hacia atrás, por encima del hombro.

—¿Y por qué lo haría?

Linda frunció el entrecejo.

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Pues es una pregunta muy lógica y sencilla. ¿Esperaba ver a alguien a su espalda? ¿Estaba inquieto? ¿Lo hizo como por casualidad, descuidadamente, o había oído algo? Existe una gran cantidad de respuestas posibles.

—Creo que lo hizo para comprobar que nadie lo seguía.

—¿Lo crees?

—Bueno, no puedo saberlo a ciencia cierta pero sí, creo que miró para comprobar que no lo seguía nadie a quien no deseara ver.

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