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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (41 page)

BOOK: El hombre inquieto
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De repente, la anciana rompió a llorar sin aspavientos, casi sin hacer ruido. A Wallander se le hizo un nudo en la garganta y le empujó con discreción la servilleta que ella le había ofrecido antes.

—A veces echo de menos a alguien con quien compartir mi dolor —aseguró aún con lágrimas en los ojos—. Quizá por eso me pese tanto la soledad. Figúrate, tener que invitar a casa a un completo extraño sólo para tener a alguien con quien llorar.

—¿Y tu hijo? —preguntó Wallander.

—Vive en Abisko. Queda muy lejos de aquí. Viene a verme una vez al año, a veces solo, a veces con su mujer y alguno de sus hijos. Me ha propuesto que me mude allí, pero está demasiado al norte, hace demasiado frío. A las ancianas que han sido camareras se nos hinchan los pies y no resistimos el frío.

—¿A qué se dedica tu hijo en Abisko?

—Tiene algo que ver con el bosque. Creo que cuenta árboles.

Wallander se preguntó si Abisko estaría muy lejos del bosque en el que pensaba instalarse Nyberg. Sospechaba que así era. Abisko…, ¿no estaba en Lappland?

—Pero tú te viniste a vivir a Markaryd, ¿por qué?

—Pasé aquí algunos años de mi infancia, antes de mudarnos a Estocolmo. En realidad, yo no quería marcharme. Y me mudé aquí sólo para demostrar que mi empeño aún seguía vivo. Además, es barato. Las camareras no amasan grandes fortunas.

—Entonces, ¿fuiste camarera toda tu vida?

—Exacto. Un eterno trasiego de tazas, copas, platos. Un constante ir y venir que nunca cesaba. Restaurantes, hoteles, en una ocasión incluso en la cena de los premios Nobel. Recuerdo que tuve el gran honor de servirle la cena a Ernest Hemingway. Una sola vez me miró fugazmente. Estuve a punto de pedirle que escribiera un libro sobre el espantoso destino sufrido por los marineros durante la guerra. Pero ni que decir tiene que no dije una palabra. Creo que fue en 1954. En cualquier caso, Arne llevaba ya muchos años muerto y Gunnar era casi adolescente.

—Ya, bueno… Pero a veces también trabajabas en locales de celebraciones privadas, ¿no es cierto?

—Me gustaba cambiar. Además, yo no era de las que mantenían la boca cerrada cuando el jefe de los camareros no se comportaba como debía. Y protestaba por mis compañeros de trabajo, no sólo por mí, de modo que de vez en cuando me despedían. Durante aquellos años fui muy activa en el sindicato.

—Bueno, hablemos de esta sala de celebraciones —dijo Wallander, que pensaba que ya era hora de abordar el tema. Le señaló el artículo y la mujer se puso las gafas que le colgaban de un cordón alrededor del cuello. Ojeó el artículo y lo apartó al cabo de un rato.

—Bueno, pues empezaré defendiéndome —dijo entre risas—. Pagaban muy bien por servir a aquellos oficiales impresentables. Para una camarera pobre como yo, una noche podía suponer tanto como el salario de todo un mes, si se daba bien. Salían de allí borrachos, algunos soltaban billetes de cien como si fuesen estiércol. Así que podías sacar bastante.

—¿Dónde estaba el local?

—En el barrio de Östermalm, ¿no lo dice el artículo? Era propiedad de un hombre que había estado relacionado con el movimiento nazi de Per Engdahl. Con independencia de lo despreciable de sus ideas políticas, era muy buen cocinero. Había reunido mucho dinero trabajando como jefe de cocina particular de una serie de altos mandos alemanes refugiados en Argentina. Allí se ganaba muy bien la vida, cocinaba lo que le pedían, decía
Heil Hitler
y, a finales de los cincuenta, volvió a Suecia y compró aquella sala de fiestas. Y todo eso lo sé por lo que pueden llamarse fuentes fidedignas.

—¿Quién te lo contó?

La mujer dudó un instante antes de responder.

—Unas personas que se apartaron del movimiento de Engdahl.

Wallander intuyó que no tenía información suficiente sobre el pasado de Fanny Klarström.

—¿Me equivoco si supongo que no sólo eras sindicalmente activa sino que además tenías intereses políticos?

—Sí, era políticamente activa en el partido comunista. En cierto modo, aún soy una comunista activa. La idea de un mundo solidario sigue siendo lo único en lo que soy capaz de creer. La única verdad política que, a mi entender, no puede cuestionarse.

—¿Tuvo eso algo que ver con la elección del lugar de trabajo?

—El partido me lo pidió. Era importante saber de qué hablaban los oficiales conservadores de la Armada cuando estaban solos. Nadie contaba con que una camarera de piernas hinchadas pensase siquiera en grabar en su memoria lo que decían.

Wallander intentaba comprender el alcance de lo que acababa de oír.

—¿Existía el riesgo de que se produjese algún tipo de irregularidades con lo que oías?

Las lágrimas habían cesado ya y la anciana ahora lo miraba divertida.

—¿«Irregularidades»? Fanny Klarström jamás fue una espía, si te refieres a eso. No me explico por qué los policías os expresáis siempre de un modo tan enrevesado. Se lo contaba a mis camaradas de partido, eso era todo. Del mismo modo en que otros podían hablarnos de las actitudes de los conductores de tranvía o de los empleados de un comercio. En los años cincuenta, los conservadores no eran los únicos que consideraban traidores a los comunistas, también los socialdemócratas coreaban ese estribillo, pero, como es natural, no lo éramos.

—Bien, entonces, olvidemos esa pregunta. Pero yo soy policía y mi curiosidad está justificada.

—Eso sucedió hace más de cincuenta años, hace tanto tiempo que lo que se dijese entonces debe de haber prescrito y carecer por completo de interés.

—No del todo —objetó Wallander—. La historia no es sólo lo que queda a nuestra espalda, también nos acompaña.

La anciana no hizo el menor comentario sobre sus últimas palabras y Wallander no estaba del todo seguro de que lo hubiese entendido. Volvió a orientar la conversación hacia el artículo del periódico. Se había percatado de que Fanny Klarström sentía una necesidad largo tiempo reprimida de hablar con alguien, lo que conllevaba un serio riesgo de que la charla se prolongase demasiado. ¿Acaso veía el inspector una imagen de su propio futuro en la situación de la mujer? El viejo solitario que se aferraba a cualquiera que se cruzase en su camino e intentaba retenerlo lo máximo posible…

La camarera Fanny tenía buena memoria. Recordaba a la mayoría de los hombres de uniforme de diversa graduación que aparecían en la desdibujada y grisácea fotocopia. La fue ilustrando con comentarios acerados, a menudo malévolos, y Wallander comprendió que se consideraba autorizada a decir cada palabra. Por ejemplo, un capitán de corbeta, un tal Sunesson, que siempre andaba contando historias descaradas que ella describía como nada divertidas y exclusivamente groseras. Además, era uno de los principales detractores de Palme y el que con más insistencia propuso de forma abierta la mayor variedad de métodos para liquidar al «espía ruso».

—Conservo un recuerdo espeluznante del capitán Sunesson —aseguró—. Dos días después de que a Palme le disparasen en la calle, estos oficiales celebraron una de aquellas cenas que tenían reservadas. Sunesson se levantó y propuso un brindis por Olof Palme, que había tenido por fin el sentido común de no seguir entre los vivos, amargándoles la existencia a todos los ciudadanos de pro. Recuerdo exactamente sus palabras, pues a punto estuve de derramarle encima el contenido de la sopera. Fue una noche odiosa.

Wallander señaló a Von Enke.

—¿Qué recuerdas de él?

—Uno de los mejores. No bebía demasiado, apenas decía nada, más bien escuchaba. También era uno de los más respetuosos en su comportamiento conmigo. Se daba cuenta de que yo
estaba allí
, por así decirlo.

—Pero ¿qué me dices de su posición con respecto a Palme y el terror por la amenaza rusa?

—Eso lo compartían todos. Todos decían que Suecia debía pertenecer a la OTAN, que era una vergüenza que nos hubiésemos mantenido fuera. Muchos de ellos consideraban, además, que Suecia debería hacerse con armas atómicas y que si se equipaba con ellas a varios submarinos, sería posible defender las fronteras suecas. Todas las conversaciones que giraban en torno a la misma lucha entre Dios y el Diablo.

—¿Y el Diablo era el Este?

—Y Dios Padre, los Estados Unidos. Ya en los años cincuenta se hablaba a menudo de los aviones estadounidenses que sobrevolaban el territorio sueco sin que nuestras estaciones de radar diesen la alarma. Al parecer, existían acuerdos secretos entre el Gobierno y el Gabinete de Defensa y los aviadores estadounidenses tenían vía libre. Los nuestros se atenían a unos códigos que también utilizaban los americanos. A partir de ahí, sólo tenían que despegar de las bases noruegas y volar hacia la Unión Soviética. Recuerdo que mis camaradas y yo abordábamos este tema en acaloradas discusiones.

—¿Y qué me dices de los submarinos?

—Bueno, de eso, por supuesto, hablaban constantemente.

—¿Del que estaba atracado en Karlskrona? ¿Y de los de Hårsfjärden?

Su respuesta lo sorprendió.

—Se trataba de dos cosas muy distintas.

—¿Cómo?

—El de Karlskrona era un submarino ruso, pero nunca hubo pruebas de que lo fuera lo que se ocultaba bajo la superficie en Hårsfjärden. Y ésa era la cuestión, diría yo.

—¿Qué quieres decir?

—A veces brindaban por aquel pobre comandante, ¿cómo se llamaba?

—Guchín.

—Exacto. Pobre Guschín, decían todos, tan borracho que llevó a pique su submarino al encallar en aguas suecas. Ya tenían el submarino ruso que querían, ¿no? No cabía la menor duda de que eran los rusos los que jugaban al escondite en aguas suecas. Pero en el caso de Hårsfjärden… nunca llegaron a brindar por ningún comandante ruso, ¿comprendes a qué me refiero?

—¿Quieres decir que los que merodeaban por aguas suecas en Hårsfjärden no eran rusos?

—No había pruebas ni de lo uno ni de lo otro.

Fanny Klarström continuó hablándole con entusiasmo de asuntos sobre los que Wallander bien poco sabía. Para él, conceptos como «guerra fría» y «libertad de alianza» aún eran combinaciones de palabras carentes de contenido. Tenía plena conciencia de que sus conocimientos de historia eran muy limitados, jamás lo había negado. Y tampoco había sentido demasiado interés, hasta el momento. Ahora, sin embargo, escuchaba a Fanny Klarström con suma atención.

—En otras palabras, la Unión Soviética era el enemigo —concretó Wallander.

—Todos nuestros militares opinaban así. Cuando se reunían, hablaban como si estuviéramos en guerra con los rusos. A ninguno se le ocurría pensar que Estados Unidos también pudiese constituir una amenaza para nuestra soberanía.

—¿Cuál era el verdadero objetivo de aquellas reuniones?

—Comer y beber y despotricar de los políticos que «constituían una amenaza para la soberanía nacional sueca». Siempre utilizaban la misma expresión. El principal enemigo eran los socialdemócratas, aunque todos sabían que Olof Palme era un socialista convencido, en esos círculos lo tildaban siempre de «comunista».

Pese a las protestas de Wallander, que ya tenía ardor de estómago, Fanny Klarström se levantó para preparar más café. Cuando la mujer volvió con el café, Wallander le expuso el verdadero motivo de su visita a Markaryd.

—Sí, ¿no han hablado los periódicos de la desaparición de ese matrimonio? —preguntó Fanny Klarström.

—A la mujer, Louise, la encontraron hace poco a las afueras de Estocolmo…, muerta.

—¡Pobre criatura! ¿Qué le pasó?

—Probablemente la asesinaron.

—¿Y por qué?

—Aún no se sabe.

—¿Y dices que el marido es éste de la foto?

—Håkan von Enke. Si recuerdas algo más de él, te agradecería mucho que me lo contaras.

La mujer reflexionó mientras observaba la foto.

—Me cuesta recordarlo —dijo al cabo de un rato—. Creo que ya te he dicho lo que recuerdo. Aunque, bien mirado, quizás eso también diga algo de él, ¿no te parece? No daba la nota, solía guardar silencio, no se contaba entre los que más bebían y más alborotaban. Lo recuerdo siempre sonriente.

Wallander frunció el entrecejo. ¿No se estaría confundiendo por completo de persona aquella anciana?

—¿Estás segura de que sonreía? A mí me dio siempre la impresión de ser un hombre muy serio.

—Puede que me equivoque, pero estoy segura de que no era uno de los más fervorosos incitadores a la guerra. Al contrario, pertenecía a la minoría que, de vez en cuando, abogaba por la paz. Y, naturalmente, eso lo recuerdo porque a mí me interesaba.

—¿El qué?

—La paz. Yo me contaba entre los que ya en los años cincuenta exigían que Suecia se abstuviese de fabricar armas nucleares.

—O sea, que Håkan von Enke era partidario de la paz, ¿no?

—Así lo recuerdo yo, pero ya hace mucho tiempo de aquello.

—¿Recuerdas algún otro detalle?

Wallander tomó nota de que Fanny Klarström hacía verdaderos esfuerzos por recordar. Entretanto, él daba pequeños sorbos de su café, evitaba tomar más y, para conseguirlo, empezó a mordisquear un biscote. De repente se le cayó un empaste. Puso la pieza en una servilleta de papel y se la guardó en el bolsillo. Estaban en pleno verano y su dentista ya se habría ido de vacaciones, de modo que lo remitirían a uno de urgencias. Muy irritado, pensó que su cuerpo iba degradándose cada vez más, que iba perdiendo una pieza tras otra: cuando dejasen de funcionar los eslabones más importantes sería el fin.

—¡Ah, sí! Estados Unidos —exclamó Fanny Klarström de repente—. Ya sabía yo que había algo más.

Fue un suceso que se le quedó grabado en la memoria, que le causó una honda impresión, por eso lo recordaba con tanto lujo de detalles.

—Fue una de las últimas ocasiones en que yo serví la cena. Al parecer, algunos oficiales expresaron su deseo de ver por allí a damas más jóvenes con piernas más torneadas. A mí me importó poco, pues ya no soportaba seguir sirviéndoles la bebida y la comida a aquellos señores. Se reunían el primer martes de cada mes. Aquello debió de ser en 1987, a comienzos de la primavera. Lo recuerdo porque me había fracturado el meñique de la mano izquierda y me pasé una temporada sin poder trabajar. Y justo ese martes me reincorporé después de que me dieran el alta. Fue en marzo. El café y la copa se tomaban siempre en una sala lúgubre con sillones de piel y oscuras estanterías. La recuerdo porque a mí siempre me gustó leer. En una ocasión en que llegué demasiado pronto me pasé un rato mirando los libros antes de ir a poner la mesa. Entonces me di cuenta de que ¡estaban huecos! Me quedé atónita, sólo estaban los lomos y las cubiertas. Se ve que el propietario, o quizás el arquitecto de interiores que contratara, los había comprado de algún almacén de decorados. Recuerdo que mi respeto por aquellos hombres menguó más aún. —Se acomodó bien en la silla, como si necesitara corregir su postura para no perder el hilo—. De repente, alguno de los señores empezó a hablar de espías —prosiguió—. En ese momento, yo estaba sirviéndoles coñac de una botella muy cara. No era infrecuente que hablaran de espías. Wennerström era un tema recurrente. Hubo varios que se presentaron voluntarios para quitarle la vida más de una vez, cuando ya había corrido el vino. Recuerdo que había un almirante, Hartman, creo que se llamaba, que pensaba que deberían estrangularlo lentamente con una cuerda de balalaika. De pronto, Håkan von Enke tomó la palabra y preguntó por qué a nadie le preocupaba la posibilidad de que hubiese espías estadounidenses trabajando en Suecia. La oposición con que fue acogida su intervención fue de lo más virulento y varios de los oficiales cuestionaron su lealtad. Ni que decir tiene que todos estaban más o menos ebrios, salvo el propio Von Enke, quizá. Como quiera que sea, se indignó tanto que se levantó y abandonó la reunión. Fue la primera vez que ocurría algo así desde que yo empecé a trabajar en aquel lugar. E ignoro si volvió a suceder, pues a partir de aquella noche me sustituyeron otras camareras más jóvenes y atractivas. Lo recuerdo todo tan bien porque yo y mis camaradas éramos de la misma opinión. Si los rusos tenían espías en Suecia, como seguramente los tendrían, era evidente que los americanos no estarían ociosos. Sin embargo, aquellos oficiales se negaban a verlo. O quizá prefiriesen ignorar que lo sabían.

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