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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (37 page)

BOOK: El hombre inquieto
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—¿Y cómo lo hicieron?

—Yo trabajaba durante aquella época en un laboratorio que estaba en las afueras de Berlín, en un lugar curiosamente no demasiado retirado del distrito de Wannsee, que los nazis eligieron para resolver el problema judío. De repente apareció un tipo nuevo para trabajar en el laboratorio.

Herman Eber interrumpió su exposición y señaló el libro de notas que tenía las pastas marrones.

—Ya he visto que lo encontraste. Yo tuve que buscar su nombre. Me falló la memoria, lo cual no suele ocurrirme. ¿Tú recuerdas el nombre?

—Bueno… —respondió Wallander evasivo—. Continúa.

Herman Eber pareció comprender su reticencia a hablar justo del tema de la memoria. Wallander pensó que la sensibilidad por los tonos de voz y las palabras sobreentendidas debía de estar especialmente bien desarrollada en las personas que han trabajado alguna vez en los servicios secretos, donde un paso en falso o una valoración errónea podía significar verse frente al pelotón de ejecución.

—Klaus Dietmar —declaró Eber—. Procedía directamente del equipo de las nadadoras, aunque sé con certeza que nunca fue su entrenador oficial. Pertenecía a aquellos que habían contribuido al gran milagro deportivo y que se habían mantenido a la sombra. Era un hombre menudo y de baja estatura, se movía sin hacer ruido y tenía manos de niña. Quienes se engañaban con su aspecto podían llegar a interpretar sus modales como si anduviese pidiendo perdón por existir. Sin embargo, era un comunista fanático que seguramente le rezaba por las noches a Walter Ulbricht antes de apagar la luz. Dirigía un grupo del que yo era miembro. Nuestra única misión consistía en elaborar preparados para matar a Igor Kirov sin dejar más rastro que el de un somnífero al uso.

Herman Eber se levantó y entró en la casa. Wallander no pudo resistir la tentación de mirar por una de las ventanas. Y comprobó que había tenido razón en sus suposiciones. Dentro de aquella habitación reinaba un caos desconcertante. Diarios, ropa, basura, platos y restos de comida inundaban todo el espacio disponible. Entre tanta basura se distinguía algo así como un transitado sendero. Wallander sintió que la pestilencia del interior se filtraba hacia fuera por las ventanas. El sol se había ocultado tras la sombra de una nube. Eber salió colocándose bien los pantalones del chándal. Se sentó y se rascó la barbilla, como si sufriese un prurito súbito. Wallander pensó fugazmente que tenía ante sí a un hombre por el que no desearía cambiarse. De hecho, en aquel momento, sentía una gratitud inmensa por ser quien era.

—Tardamos unos dos años —dijo Herman Eber al tiempo que se miraba las uñas mugrientas—. A muchos de nosotros nos pareció que la
Stasi
invertía demasiados recursos en localizar a Igor Kirov, pero el caso de Kirov era una cuestión de prestigio. Había prestado juramento en el más sagrado templo comunista y no le sería dado morir en pecado. No nos llevó mucho encontrar una combinación química similar a los somníferos más comunes y respetados que circulaban en Inglaterra por entonces. El problema consistía en hallar el momento en que fuese posible salvar todas las medidas de seguridad que lo rodeaban. Y la más difícil era, claro está, su propia suspicacia. Él sabía de qué era acreedor, sabía qué perros seguían su pista.

Herman Eber sufrió un repentino ataque de tos y sus pulmones resonaron. Wallander aguardó. El viento que había empezado a soplar le refrescaba la nuca.

—Todo agente sabe que lo más importante en su vida es cambiar las rutinas constantemente —prosiguió Eber una vez que se le hubo pasado la tos—. Y eso hizo Kirov. Sin embargo, descuidó un pequeño detalle. Los sábados, a eso de las tres, solía acudir a un pub de Notting Hill para ver el fútbol en la tele. Siempre se sentaba a la misma mesa y se tomaba un té ruso. Llegaba a las tres menos diez y se marchaba después del partido. Nuestros t
repadores
, que podían entrar en cualquier sitio, lo mantuvieron bajo vigilancia durante bastante tiempo hasta que ingeniaron cómo sacar de la partida a Igor Kirov. El punto débil eran dos camareras, que a veces sustituían temporalmente por otras jóvenes, y a las que podíamos sustituir por dos jóvenes de las nuestras. La ejecución se produjo un sábado de diciembre de 1972. Las falsas camareras le sirvieron el té envenenado. En el informe que pude leer más tarde se indicaba expresamente que el último partido que vio Kirov fue el del Birmingham contra el Leicester. El resultado fue empate uno a uno. Regresó a su apartamento, y allí falleció en su cama unas horas después. Los servicios secretos británicos no dudaron, al principio, de que hubiese sido un suicidio, pues la carta con sus huellas y su caligrafía eran prueba más que convincente de ello. En nuestros servicios secretos se oyó un jubiloso grito de triunfo. Igor Kirov había hallado por fin su merecido destino.

Herman Eber preguntó varias cosas sobre la mujer muerta. Wallander le respondió con toda la prolijidad posible, pero la impaciencia lo devoraba por dentro. No tenía el menor interés en seguir allí respondiendo a las preguntas de Eber. El hombre pareció detectar su irritación y guardó silencio.

—O sea, que Louise murió víctima del mismo compuesto químico que mató en su día a Igor Kirov, ¿no es así?

—Eso parece.

—Lo que, de ser verdad, implica que fue asesinada, que se trata de un suicidio sólo en apariencia.

—Si el informe forense es correcto, debería ser eso.

Wallander meneó la cabeza incrédulo. Según su modo de ver las cosas, aquello no podía ser.

—¿Y quién fabrica hoy esos compuestos? Tanto la RDA como la
Stasi
han dejado de existir. Y tú vives en Suecia y te dedicas a componer crucigramas.

—Los servicios secretos no dejan de existir nunca. Cambian de nombre, pero siguen ahí. Quienes piensan que el espionaje ha disminuido en nuestros días no han entendido nada. Y no olvides que varios de los antiguos maestros siguen con vida.

—¿Maestros?

Herman Eber pareció casi herido al responder.

—Con independencia de lo que hicimos y de lo que la gente diga de nosotros, éramos especialistas. Sabíamos lo que hacíamos.

—¿Y por qué iba a caer víctima de algo así Louise von Enke?

—Bueno, comprenderás que yo no puedo responder a esa pregunta.

—Y estás seguro de cómo murió, ¿verdad?

—Tanto como se puede estar basándome en los datos que me has proporcionado.

De repente, Wallander experimentó tanto cansancio como preocupación. Se levantó y le estrechó la mano a Herman Eber.

—Es probable que vuelva —le advirtió a modo de despedida.

—Sí, ya me lo figuraba —respondió Herman Eber—. En este mundo que nos ha tocado vivir, volvemos a ver a la gente en las circunstancias más curiosas.

Wallander se sentó al volante y se dirigió a casa. Justo antes de la rotonda del acceso a Ystad empezó a llover. Llovía desaforadamente mientras echó a correr desde el coche y abrió la puerta de la casa.
Jussi
ladraba desde su recinto vallado. Wallander se sentó a la mesa de la cocina y contempló la lluvia que azotaba los cristales de las ventanas. El pelo le chorreaba de agua.

No le cabía la menor duda de que Herman Eber tenía razón. Louise von Enke no se había suicidado. La habían asesinado.

23

Wallander tomó un trozo de carne de un plato que había en el frigorífico y que, junto con media coliflor, constituiría su comida. Cuando se sentó a la mesa y hojeó el diario de la tarde que había comprado de camino a casa pensó que, por lo que él recordaba, siempre había disfrutado profundamente comiendo mientras hojeaba el periódico sin ser molestado. Sin embargo, en esta ocasión, apenas había abierto el periódico cuando una fotografía a toda página se le presentó a la vista, coronada por un dramático titular. Se preguntaba si era verdad lo que veían sus ojos. En efecto, la cara que tenía delante era la de la autoestopista. Fue leyendo, con creciente perplejidad, que el día anterior había matado a golpes a sus padres en Malmö, en un bloque cercano a la calle Södra Förstadsgatan, y que desde entonces estaba huida. La policía no tenía idea de cuál habría sido el móvil, pero no cabía la menor duda de que ella, que no se llamaba Carola, por supuesto, sino Anna-Lena, era la autora de tan brutal asesinato. Un policía, cuyo nombre Wallander creía recordar vagamente, describía el suceso como un ejemplo único de violencia extrema, una ira incontrolada, un baño de sangre perpetrado en el pequeño apartamento donde vivía la familia. Wallander apartó tanto el periódico como el plato. Intentó una vez más convencerse de que lo había soñado. No podía tratarse de la misma mujer. Luego alcanzó el teléfono y marcó el número particular de Martinsson.

—Has de venir a mi casa —le dijo.

—Estaba bañándome con mis nietos —le respondió Martinsson—. ¿No puede esperar?

—No. No puede esperar.

Exactamente treinta minutos más tarde, Martinsson giró con su coche y entró en la explanada de Wallander, que ya lo aguardaba junto a la verja. La lluvia había cesado y se había aclarado el cielo. Martinsson, que conocía bien el modo de conducirse de Wallander, no dudaba de que había sucedido algo grave.
Jussi
, que andaba suelto fuera de su caseta, no paraba de saltar alrededor del visitante. Con un esfuerzo considerable, Wallander logró que el animal se tumbase.

—Al final has conseguido que te obedezca —observó Martinsson.

—Qué va. Ven, vamos a sentarnos en la cocina.

Los dos colegas entraron y Wallander le señaló a Martinsson la foto del periódico.

—La he llevado a Höör hace unas horas —le reveló—. Dijo que se dirigía a Småland, aunque no tiene por qué ser verdad, claro. La probabilidad de que ya la hayan reconocido, después de semejante foto en los diarios, es bastante alta, pero la policía debe buscar partiendo de Höör.

Martinsson miraba atónito a Wallander.

—Si no recuerdo mal hace más de un año que tú y yo dijimos que jamás cogíamos a un autoestopista, ¿no?

—Esta mañana hice una excepción.

—¿De camino a Höör?

—Sí, allí tengo a un buen amigo.

—¿En Höör?

—Puede que tú no lo sepas todo sobre mis amigos. ¿Por qué no iba yo a tener un amigo en Höör? ¿No tienes tú un buen amigo en las Hébridas? Te estoy diciendo la verdad.

Martinsson asintió y sacó el bloc de notas del bolsillo. El bolígrafo no funcionaba, así que Wallander le prestó uno y cubrió con un paño de cocina la cena, sobre la que ya se habían posado varias moscas. Martinsson anotó cómo iba vestida la mujer, lo que dijo, las indicaciones horarias exactas… Ya tenía el auricular en la mano, cuando Wallander lo retuvo.

—¿Podría decirse que el soplo se lo ha dado a la policía una persona que quiere permanecer anónima?

—Ya lo había pensado. En lugar de comunicar que fue un policía de Ystad muy conocido el que le ayudó a la autoestopista fugada…

—Bueno, yo no sabía quién era.

—Ya, pero sabes tan bien como yo lo que dirán los diarios si la verdad sale a la luz. Como ingrediente de este caso, serías una noticia estupenda en la sequía estival.

Wallander se quedó escuchando mientras Martinsson hablaba con la comisaría.

—Ha sido una llamada anónima —aseguró Martinsson para concluir—. Ignoro cómo han localizado mi número privado, pero el hombre que llamó estaba sobrio y sonaba fiable.

Y ahí terminó la conversación.

—¿Quién no está sobrio a la hora del almuerzo, hombre? —exclamó Wallander con acritud—. ¿Era necesario añadir ese comentario?

—Cuando atrapemos a esa mujer, dirá que un desconocido la llevó un trecho. Eso es todo. No llegará a saber que fuiste tú. Nadie lo sabrá.

Wallander recordó de pronto que la autoestopista le había dicho algo más.

—¡Ah! También me dijo que había llegado hasta donde yo me detuve con un tipo que empezó a molestarla. Se me olvidó decírtelo.

Martinsson señaló la fotografía del periódico.

—Es guapa, por asesina que sea. ¿No decías que llevaba una minifalda amarilla?

—Era muy atractiva —admitió Wallander—. Salvo por las uñas, claro, que se las mordía. No hay cosa que enfríe tanto el interés como unas uñas mordidas.

Martinsson le sonrió a Wallander con jovial sorpresa.

—Ya casi no lo hacemos… Me refiero a hablar de las mujeres que se cruzan en nuestro camino. Hubo un tiempo en que charlábamos de eso a menudo —le dijo.

Wallander le preguntó a Martinsson si le apetecía un café, pero Martinsson respondió que no. Wallander se despidió de él y regresó al almuerzo que había interrumpido. No estaba bueno, pero le sació el hambre. Después de comer dio un largo paseo con
Jussi
, cortó un seto de la parte posterior de la casa y afirmó un clavo del buzón, que colgaba torcido. Todo ello sin dejar de pensar ni un momento en lo que Herman Eber le había contado. Estuvo tentado de llamar a Ytterberg, pero decidió esperar al día siguiente. Tenía que pensar. Un suicidio estaba a punto de transformarse en un asesinato, y él no entendía en absoluto cómo era posible tal transformación. Al mismo tiempo, empezaba a corroerlo de nuevo la sensación de que algo le había pasado inadvertido. Y no sólo a él, sino a todos los que, de algún modo, estaban involucrados en la investigación. Sin embargo, no conseguía dar con lo que era. Se trataba, una vez más, de su consabida intuición, de cuyo acierto empezaba a abrigar serias dudas.

Hacia las cinco de la tarde, Wallander se sintió enfermo de pronto. En menos de media hora empezó a vomitar y a tener fiebre. Sospechaba que el filete no estaba bien cocinado y que habría pasado demasiado tiempo en el ardiente maletero del coche y envuelto en el plástico de la tienda. Se tumbó en el sofá ante el televisor y fue pasando de un canal a otro, actividad que interrumpía de vez en cuando para emprender una veloz carrera hasta el baño. Cuando sonó el teléfono hacia las nueve de la noche, acababa de vomitar. Contestó. Era Linda. Su hija se preocupó en un principio, pero se le pasó en cuanto supo que no tenía que ver con su diabetes.

—Mañana estarás bien. Bebe mucho té.

—No puedo. Lo vomito enseguida.

—Pues bebe agua.

—¿Y qué crees que estoy haciendo?

—Es que comes muy poca verdura.

—¿Y eso qué tiene que ver con mi descomposición?

—Iré a verte mañana. Te estás volviendo tan quejica como el abuelo. Wallander volvió a tumbarse encogido en el sofá, pero no tardó en correr a vomitar otra vez; luego estuvo durmiendo una hora y creyó que se encontraba mejor, pero de nuevo hubo de salir disparado al cuarto de baño. Continuó cambiando de canal con desgana, pero no halló nada que reclamase su interés. Finalmente, se detuvo en uno donde retransmitían un combate de boxeo asiático. Un tailandés menudo y ágil derribaba a un holandés gigantesco con una simple y perfecta patada en la cabeza. Wallander casi sintió el dolor en la suya propia. En algún momento, hacia la medianoche, se durmió y se despertó al cabo de un rato tras haber soñado con Herman Eber y con Louise von Enke. Eran las cinco de la mañana, tenía el estómago algo mejor, aunque seguía exhausto y con dolor de cabeza. Se preparó una taza de té, que en esta ocasión sí retuvo en el estómago. Vio por la ventana que
Jussi
estaba inmóvil, con una pata en alto, como oteando desde su caseta una de las plantaciones cercanas. Wallander no vio lo que llamaba la atención del animal, quizás un ciervo que se habría acercado al alba a uno de los sotos del bosque. Pensó que su padre podría haber elegido esa estampa para convertirla en motivo pictórico recurrente.
Perro husmeando al alba
. En cambio, el hombre optó por un paisaje en el que, de vez en cuando, incluía un urogallo.

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