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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (33 page)

BOOK: El hombre inquieto
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Una pesada capa de nubes cubría la región de Estocolmo cuando, a eso de las ocho, se dirigió a la zona de Värmdö donde habían hallado el cadáver de Louise von Enke. Llegó por fin al lugar exacto, donde aún quedaban restos de los cordones policiales. Todo estaba encharcado después de la intensa lluvia, pero Wallander supo distinguir las señales con que la policía delimitó el lugar donde yacía el cadáver.

Permaneció totalmente inmóvil, conteniendo la respiración y aguzando el oído. La primera impresión era siempre la más importante. Miró a su alrededor con un despacioso movimiento circular. El lugar donde hallaron a Louise se encontraba en una leve depresión y aparecía flanqueado por bloques de piedra y ligeras elevaciones del terreno. Si se había tumbado allí con la idea de que nadie la viera, había elegido bien, desde luego.

Luego pensó en las rosas; en las palabras que dijo Linda la primera vez que le habló de su futura suegra. «Es una mujer a la que le encantan las flores, siempre soñó con tener un pequeño y hermoso jardín, una mujer con mano para las plantas.» Eso le dijo Linda. Lo recordaba perfectamente. Y aquello estaba tan lejos como pueda imaginarse de ser un hermoso jardín. ¿Fue ésa la razón por la que lo eligió? ¿Porque la muerte no era hermosa, porque nada tenía que ver con rosas y con un jardín cuidado? Recorrió el lugar y lo observó desde distintos puntos. «Debió de recorrer a pie el último trecho», concluyó. «Y debió de venir desde donde he dejado el coche. Pero ¿cómo llegó hasta allí? ¿En autobús? ¿En taxi? ¿O la llevaría alguien?»

Se encaminó a una vieja torre de vigilancia para cazadores que se alzaba en medio de la zona talada. La escalera estaba agrietada y la subió con cuidado. Allí halló varias colillas y unas latas de cerveza vacías, amén de un ratón muerto en un rincón. Bajó y continuó caminando. Intentó imaginar que se tratara de su propio suicidio. Un lugar solitario, desarbolado y feo, un frasco de somníferos. De repente, detuvo el paso.
Cien somníferos
. Ytterberg no mencionó ninguna botella de agua. ¿Cómo podría nadie tragarse tantas pastillas sin nada de beber? Una vez más, desanduvo el camino, volvió sobre sus propios pasos e intentó ver si algo le había pasado inadvertido en su primera inspección. Y, con el mismo ahínco con que escrutaba el suelo, se esforzaba por estudiar sus propios pensamientos y, ante todo, los de Louise. Aquella mujer taciturna que tan amable como voluntariosa se dedicaba a escuchar a los demás.

Y fue entonces cuando Wallander empezó a tomar conciencia de que se hallaba en la periferia de un mundo del que nada sabía. Era el mundo de Håkan y Louise von Enke, con el que nunca había tenido la menor relación hasta entonces. Ignoraba qué fue exactamente lo que vio y sintió en el bosque talado durante aquel instante. No era, desde luego, nada tangible, ni tampoco una revelación. Era más bien una sensación de proximidad a algo que no podría comprender, pues carecía de la competencia necesaria.

Abandonó el lugar y regresó a la ciudad, aparcó el coche en Grevgatan y subió al apartamento. Deambuló silencioso por las habitaciones desiertas, recogió el correo, que yacía en el suelo, ante la puerta, y seleccionó las facturas que debería pagar Hans, pues el servicio de reenvío no había empezado a funcionar bien aún. Le echó una ojeada a las cartas por ver si hallaba algo inesperado, pero no fue así. Puesto que el apartamento olía a cerrado, el aire resultaba sofocante y Wallander ya tenía dolor de cabeza, probablemente a causa de la mala calidad del tinto que había consumido en la cena, de modo que, con suma precaución, abrió una ventana que daba a la calle. Echó una ojeada al contestador, cuya luz roja anunciaba que había mensajes de llamadas entrantes y se sentó a escucharlos. «Märta Hörnelius quiere saber si a Louise von Enke le interesaría participar en un ciclo de lectura que comenzará en otoño y que tratará sobre literatura clásica alemana.» Eso era todo. «Louise von Enke no participará en ningún ciclo de lectura», se dijo Wallander. Ha cerrado todos sus libros para siempre.

Preparó un café en la cocina, fue a mirar si había en el frigorífico algún alimento que hubiese empezado a pudrirse y entró en la habitación donde Louise tenía dos grandes armarios. Wallander no se molestó en mirar entre su ropa, sino que se centró en los zapatos, que estaban bien alineados y ordenados, y fue sacándolos. Los llevó a la cocina y los colocó encima de la mesa. Contó veintidós pares, y dos pares de botas de goma. A fin de que cupiesen todos, se vio obligado a recurrir al poyete de la cocina y al fregadero. Se encajó las gafas y empezó a revisar minuciosamente uno a uno todos los zapatos. Se dio cuenta de que Louise tenía los pies muy grandes y de que sólo compraba marcas de calidad. Incluso las botas de goma eran de una marca italiana que a Wallander también le pareció bastante cara. Ignoraba qué estaba buscando, pero tanto Linda como él mismo habían reaccionado ante el hecho de que Louise se hubiese quitado los zapatos y los hubiese dejado a su lado antes de morir. Como si el conjunto hubiese de ofrecer un aspecto aseado, se decía Wallander. Pero ¿por qué? Media hora le llevó inspeccionar todos los zapatos. Una vez concluida esa tarea, llamó al móvil de Linda y le refirió sus impresiones de la visita a Värmdö.

—¿Tú cuántos zapatos tienes?

—Pues no lo sé.

—Louise tiene veintidós pares, aparte de los que se encuentran en poder de la policía. ¿Eso es mucho o poco?

—A mí me parece normal. Era una mujer que tenía en cuenta su aspecto y su vestimenta.

—Bien, eso era lo que quería saber.

—¿No tienes nada más que contarme?

—Por ahora, no.

A pesar de sus protestas, Wallander se despidió de Linda y acto seguido llamó a Ytterberg. Se asombró al oír que respondía una niña pequeña, aunque Ytterberg se puso enseguida.

—Es mi nieta, le encanta atender el teléfono. Hoy me la he traído a la oficina.

—No es mi intención molestarte, pero quería hacerte una pregunta.

—No, si no molestas. Pero dime, ¿tú no estabas de vacaciones, igual que yo? Quizá no te entendí bien.

—Sí, estoy de vacaciones.

—Ya, bueno, ¿qué querías? No tengo nada que arroje nueva luz sobre la muerte de Louise von Enke, la verdad. Aún seguimos a la espera del informe forense.

Wallander recordó de pronto el detalle del agua para las pastillas.

—Verás, en realidad, tengo dos preguntas. La primera es muy sencilla: si es cierto que ingirió tantas pastillas, debió de beber algo para tragárselas, ¿no?

—Sí, junto al cadáver hallaron una botella de agua mineral de litro medio vacía. ¿No te lo dije?

—Seguramente, pero quizá no te escuché con la suficiente atención.

—¿Era agua Ramlösa?

—No, creo que era Loka, pero no estoy seguro. ¿Es importante?

—No, en absoluto. En fin, luego está el asunto de los zapatos.

—Sí, estaban junto al cuerpo de Louise, cuidadosamente colocados.

—¿Podrías describirlos?

—Marrones, tacón bajo y nuevos, diría yo.

—¿Sería razonable pensar que los hubiese llevado puestos para llegar hasta aquel lugar?

—Pues, los zapatos que vimos allí no eran precisamente unos zapatos de baile, desde luego.

—Pero eran nuevos, ¿no?

—Sí, eso me pareció.

—De acuerdo, pues ya no tengo más preguntas.

—Te llamaré en cuanto el forense se haya pronunciado, pero ten en cuenta que, al ser verano, la cosa va algo lenta.

—¡Ah, por cierto! ¿Tenéis idea de cómo llegó a Värmdö?

—No —admitió Ytterberg—. Aún no lo hemos averiguado.

—Bueno, era sólo curiosidad. Gracias otra vez.

Y allí quedó Wallander, sentado en el mudo apartamento con el auricular en la mano, agarrándose a él como si fuese lo último que le quedase en esta vida.
Zapatos marrones, nuevos. En absoluto unos zapatos de baile
. Muy despacio y sin dejar de darle vueltas al asunto, fue devolviendo los zapatos al armario.

Al día siguiente salió para Ystad muy temprano. Aquella misma tarde fue a los grandes almacenes a devolver las tijeras de podar y le dijo al dependiente que no servían. En contra de lo que era habitual en él, en esta ocasión se enojó bastante, de modo que uno de los jefes lo oyó y, puesto que sabía quién era, le entregaron a cambio un modelo más sofisticado por el mismo precio.

Cuando llegó a casa, vio que Ytterberg lo había llamado. Wallander marcó su número.

—Me diste que pensar —confesó Ytterberg—. No pude por menos de ir a ver esos zapatos otra vez. Tal y como te dije, están prácticamente sin usar.

—No tendrías que haberte molestado por satisfacer mi curiosidad.

—En realidad no llamo por los zapatos —prosiguió Ytterberg impasible—. Verás, ya que estaba revisando sus cosas, volví a mirar también en el bolso. Y entonces descubrí que tenía una especie de bolsillo interno, casi como un compartimento secreto. Y en él encontré algo muy interesante.

Wallander contuvo la respiración.

—Papeles —continuó Ytterberg—. Documentos. En ruso. Y además, material en microfilm. No sé qué contiene, pero me resultó lo bastante llamativo como para llamar a nuestros colegas de la secreta.

A Wallander le costaba comprender el alcance de lo que acababa de oír.

—¿Significa eso que Louise andaba por ahí con material secreto?

—No lo sabemos. Pero un microfilm es un microfilm, y los compartimentos secretos son secretos. Y el ruso es el ruso. Sólo quería que lo supieras. Puede que sea mejor que nos reservemos la información, por el momento. Hasta que sepamos de qué se trata realmente. Te llamo cuando tenga algo más.

Wallander salió al jardín y se sentó después de despedirse. Había vuelto el calor y aquélla prometía ser una hermosa noche de verano. Él, en cambió, empezó a sentir frío.

TERCERA PARTE

El sueño de la Bella Durmiente

21

Wallander no tenía intención de cumplir su promesa y resolvió hablar de inmediato con Linda y con Hans. Ante el dilema de elegir entre respetar a su familia o a los servicios secretos suecos, no dudaba ni un segundo. Les referiría, palabra por palabra, la información obtenida sobre Louise. Era su deber para con ellos.

Tras la conversación con Ytterberg, Wallander permaneció un buen rato sentado. Su primera reacción fue que había algo que no encajaba. Era una idea absurda. ¿Cómo iba a ser agente rusa Louise von Enke? Por más que la policía hubiese encontrado en su bolso documentos comprometidos en un bolsillo secreto, él era incapaz de creer que fuese verdad.

Por otro lado, ¿por qué iba a llamarlo Ytterberg para contarle una mentira? Después de sus breves encuentros, Wallander había empezado a confiar en él y tenía el convencimiento de que no lo habría llamado de no estar completamente seguro de la veracidad de la información.

Wallander supo enseguida qué debía hacer. En nada beneficiaría a Louise que se empecinase en protegerla negando los hechos, de modo que debía tomarse en serio la versión de Ytterberg. Con independencia de cuál fuera la explicación posterior, nunca implicaría que la relación de hechos ofrecida por Ytterberg fuese falsa, sino que las conclusiones serían, o deberían ser, distintas.

Se sentó al volante y se dirigió a casa de Linda y Hans. Habían dejado el cochecito de Klara a la sombra de un árbol, mientras ellos se balanceaban sentados en la hamaca con sendas tazas de café en la mano.

Wallander se sentó en una de las sillas del jardín y les transmitió puntualmente la información recibida. Tanto Hans como Linda reaccionaron con incredulidad. Mientras Wallander hablaba, acudió a su mente el nombre de Wennerström, el coronel de aviación que, cerca de cincuenta años atrás, vendió buena parte de los secretos de la defensa sueca. Sin embargo, vincular a Louise von Enke con aquel hombre que durante tantos años se dedicó al espionaje con tanta avaricia como osadía se le antojaba absurdo.

—No dudo de lo que me contó Ytterberg —concluyó—. Como tampoco pongo en duda que ha de existir una explicación plausible para que esos documentos se hallasen en su bolso.

Linda meneó la cabeza, miró a su marido y luego a su padre a los ojos.

—¿Es verdad todo eso?

—Comprenderás que no habría venido aquí para contarte algo que no fuese una reproducción exacta de lo que acaban de transmitirme a mí.

—No te enfades, es lógico que preguntemos.

—No, si no me enfado, pero me permito rehusar preguntas superfluas.

Tanto Linda como su padre intuyeron que estaban a punto de protagonizar una discusión absurda y lograron contenerse. Hans, en cambio, no pareció percatarse de nada. Wallander se volvió hacia él y vio el abatimiento que ensombrecía su rostro.

—¿Te sugiere algo lo que acabas de oír? —preguntó con cierta prudencia—. Al fin y al cabo, de nosotros tres, tú eres el que mejor la conocía.

—Nada de nada. Acabo de enterarme de que tengo una hermana y ahora esto. Me da la sensación de que mis padres se están volviendo unos extraños para mí. Como si los viera a través de unos prismáticos colocados del revés y se fuesen alejando cada vez más hasta desparecer.

—¿No te trae a la mente ningún recuerdo, ninguna imagen lejana, unas palabras pronunciadas en algún momento, alguna visita?

—No, nada en absoluto. Lo único que siento es un dolor terrible.

Linda le tomó la mano y Wallander se levantó y se acercó al cochecito que seguía bajo el manzano. Un abejorro zumbaba en torno a la mosquitera. Wallander la levantó despacio y sin hacer ruido y observó a la pequeña durmiente. Enseguida evocó la imagen de Linda también en su cochecito, la angustia permanente de Mona y su propia felicidad al saberse padre. Al cabo de un rato volvió a sentarse.

—Está dormida.

—Mona me ha contado que yo solía llorar por las noches.

—Puedes estar segura de que sí. Era yo quien solía levantarme para aplacar tu llanto.

—Pues eso no es lo que ella cuenta.

—Ya, bueno, a ella nunca le ha interesado mucho la verdad. Cree recordar cosas que, en realidad, tiene más que olvidadas. Era yo quien se paseaba contigo por las noches mientras ella dormía. En ocasiones me iba a trabajar sin haber dormido más de dos horas.

—Klara casi nunca nos despierta por las noches.

—Pues es una bendición. Te aseguro que pasé más de una noche horrible, contigo llorando a lágrima viva.

—¿Y tú eras el que me consolaba?

—Desde luego, aunque a veces me ponía tapones en los oídos, pero sí, a mí me tocaba pasearte en brazos, y lo demás es falso, por mucho que diga Mona.

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