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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (30 page)

BOOK: El hombre inquieto
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Cuando volvió media hora más tarde, ya se preparaban para partir. Mona estaba sentada en el coche, que conduciría Hans, el único que sólo se había tomado una copa de vino.

—Una lástima que haya terminado así —se lamentó Linda—. Ha sido una cena muy agradable, pero he comprendido que la afición de Mona por el alcohol siempre conducirá a este tipo de incidentes.

—O sea, que yo tenía razón, ¿no?

—Si te hace ilusión que lo admita… Quizá no debería haberla invitado. En cualquier caso, ahora sabemos que necesita atención especializada. Y pensar que hasta ahora no me había dado cuenta de que mi madre se está matando con tanta borrachera.

Linda le acarició la mejilla y se abrazaron.

—Yo no habría sobrevivido sin ti —confesó Wallander.

—Pronto llegará el día en que Klara pueda quedarse aquí contigo. Dentro de un año más o menos. El tiempo pasa volando.

Wallander los despidió y se puso a recoger los restos y los platos sucios. Luego hizo algo que sólo ocurría una o dos veces al año: sacó un cigarro puro y se sentó a fumárselo en el jardín.

Ya empezaba a refrescar y los pensamientos vagaban libres por su mente. Se acordó de sus antiguos compañeros de clase, los del colegio de Limhamn. ¿Cómo se habrían desarrollado sus vidas? Algún aniversario celebraron hacía unos años, pero él no se molestó siquiera en plantearse asistir. Y ahora lo lamentaba, pues tal encuentro, ver cómo eran sus vidas, le habría ofrecido otra perspectiva sobre la suya propia. Dejó el cigarro y rebuscó en un cajón hasta hallar una vieja foto de 1962, su último año en el colegio. Recordaba las caras, y también casi todos los nombres. Una niña que se llamaba Sive, tímida entre los tímidos, un genio de las matemáticas. Él estaba en la segunda fila, el penúltimo por la izquierda, con el cabello cortado al cepillo y una leve sonrisa. Llevaba una camisa de franela debajo de un jersey gris.

«Y ahora tenemos sesenta años», se dijo. «Nuestras vidas se deslizan despacio hacia el tramo final. Y eso es algo que difícilmente puede cambiarse.»

Permaneció en el jardín hasta cerca de las dos de la madrugada. Durante unos minutos, le llegaron los acordes de una melodía, quizás el vals de Calle Schewen, aunque no estaba seguro. Después se fue a la cama y durmió hasta bien entrada la mañana. Continuó repasando los libros de la biblioteca tumbado en la cama hasta que, de repente, se sentó de golpe. En efecto, había encontrado unas fotografías en blanco y negro que figuraban en un libro sobre los submarinos estadounidenses y su continuo competir con los equivalentes rusos durante la guerra fría.

Se quedó mirando una de las fotos, con el corazón acelerado. No cabía la menor duda: la imagen representaba exactamente aquel objeto que él se había llevado a casa desde Bokö. Saltó de la cama y sacó el gran cilindro que tenía escondido detrás de una estantería en la que guardaba zapatos viejos.

Con la ayuda de un diccionario de inglés se aseguró de que no había malinterpretado nada de lo que se decía en el capítulo donde aparecía la foto. Trataba sobre James Bradley, jefe del arma submarina estadounidense a principios de la década de 1970. Tenía fama de pasarse las noches sentado en su despacho del Pentágono, ingeniando nuevos métodos gracias a los cuales medir sus fuerzas con los rusos. Una noche en que el gigantesco edificio estaba casi desierto, a excepción de los vigilantes de seguridad que transitaban permanentemente por los pasillos, se le ocurrió una idea. Una osadía tal que comprendió que debía acudir directo a Henri Kissinger, el consejero de seguridad del presidente Nixon. Por aquella época circulaba la leyenda de que Kissinger rara vez escuchaba más de cinco minutos y bajo ningún concepto más de veinte a nadie que tuviese algo que comunicarle. Bradley estuvo hablando más de cuarenta y cinco minutos. Cuando volvió al Pentágono, lo hizo con el convencimiento de que recibiría el dinero y el equipamiento necesarios. Kissinger no le había prometido nada, pero Bradley vio la fascinación que había despertado en él.

Pronto se tomó la decisión: para aquella misión supersecreta se usaría el submarino Halibut, que se contaba entre los de mayor envergadura de los existentes en la flota del arma submarina estadounidense. Wallander quedó estupefacto al leer el peso, las dimensiones, el armamento y la cantidad de oficiales y el resto de la dotación del sumergible. En principio, podía estar fuera en misión militar el año entero y sólo necesitaba emerger de vez en cuando para reponer aire fresco y provisiones. En la operación de llenar la despensa no tenían por qué invertir más de una hora en mar abierto. Sin embargo, si querían que llevase a cabo aquella misión con éxito, debían remodelarlo. Debían equipar el submarino con una cámara de presión para los buzos que llevarían a cabo la parte más arriesgada de la misión, en las profundidades marinas.

En el fondo, la idea de Bradley era muy sencilla. A fin de posibilitar la comunicación entre las bases de tierra firme y los submarinos con armamento nuclear que partían de la base de Petropávlovsk en la península de Kamchatka, los rusos habían tendido un cable a través del mar de Ojotsk. El plan de Bradley consistía, ni más ni menos, que en instalar en él un equipo de escucha.

Sin embargo, existía un gran problema: el mar de Ojotsk tenía más de seiscientos mil kilómetros cuadrados. ¿Cómo conseguirían localizar el lugar donde habían tendido el cable? La solución resultó ser tan increíblemente sencilla como la idea misma.

Una noche, en el despacho del Pentágono, Bradley evocó los veranos de su niñez a orillas del río Mississippi. Aquel recuerdo infantil resolvió su problema de un plumazo. A orillas del río se alzaban cada cierta distancia unos letreros con la leyenda: «Prohibido atracar. Hay cables submarinos.» Excepción hecha de la ciudad de Vladivostok, el este de Rusia era un puro desierto, es decir, no había muchos lugares donde elegir para tender un cable submarino. Y en la Unión Soviética también había letreros.

El Halibut zarpó y efectuó la inmersión en el Océano Pacífico. Tras una aventurada travesía durante la que estableció contacto de sonar con varios submarinos rusos, logró abrirse paso hasta territorio ruso. Se produjo entonces uno de los momentos más arriesgados de la operación: aquel en que los buzos debían adentrarse en alguno de los estrechos formados por las islas Kuriles. Sólo gracias al hecho de que el Halibut iba provisto del más avanzado sistema existente para la detección de líneas de minas y de contactos de sonar, cumplieron con éxito la misión. Tras un período de tiempo relativamente breve, encontraron el cable. A partir de ahí, sólo quedaba la parte más complicada de la operación: ¿cómo conseguirían conectar el sistema de escucha con el cable sin que los rusos se percatasen de ello? Tras varios intentos fallidos lograron montar la escucha de modo que en el submarino podían oír lo que los rusos les decían a sus comandantes desde tierra y viceversa. Como agradecimiento por su aportación, Bradley tuvo el honor de ser recibido por el presidente Nixon, que lo felicitó personalmente por el gran éxito de la empresa.

Wallander salió al jardín y se acomodó en una de las sillas. Soplaba un viento helado, pero en la esquina, junto a la fachada de la casa encontró un rincón al socaire. Había soltado a
Jussi
, que se perdió por la parte trasera. Tras aquella lectura se planteaba una serie de preguntas, pocas y bien sencillas. ¿Cómo fue a parar un cilindro de aquellas características a un cobertizo sueco? ¿Qué relación existía entre dicho cilindro y el matrimonio Von Enke? «Esto tiene más envergadura de lo que yo imaginaba», se dijo. «Tras esas desapariciones se oculta algo que no tengo medios para comprender. A partir de ahora necesitaré ayuda.»

Vaciló unos minutos, no demasiados. Luego se dirigió al teléfono y llamó a Sten Nordlander. Como de costumbre, había poca cobertura, pero lograron comunicarse pese a todo.

—¿Dónde estás? —quiso saber Wallander.

—En la bahía de Gävle. Viento débil del sudoeste, nubosidad leve, en otras palabras, una maravilla. ¿Y tú?

—En casa. Tienes que venir. He encontrado algo que debes ver. Toma un avión.

—O sea, que es importante, ¿no?

—Estoy tan seguro como se puede estar. De un modo u otro, guarda relación con la desaparición de Håkan.

—Confieso que has suscitado mi curiosidad.

—Naturalmente, existe el riesgo de que me equivoque pero, en ese caso, estarás de nuevo a bordo de tu barco mañana por la mañana. Yo pagaré los billetes.

—No es necesario, pero no cuentes conmigo hasta esta noche, aún me queda un buen trecho hasta Gävle.

—Iré a buscarte, si me dices a qué hora llegas.

Ya habían dado las seis cuando Sten Nordlander volvió a llamar. Estaba en el aeropuerto de Arlanda y saldría rumbo a Malmö una hora más tarde. Wallander se preparó para ir a buscarlo. Dejó a
Jussi
dentro de la casa, convencido de que sabría mantener a raya a posibles intrusos.

El avión aterrizó a la hora anunciada. Y allí estaba Wallander cuando Sten Nordlander cruzó las silenciosas puertas automáticas. Y juntos se dirigieron a casa de Wallander, para echarle un vistazo al extraño cilindro de acero que los aguardaba.

19

Sten Nordlander reconoció enseguida el cilindro que Wallander tenía en la mesa de la cocina. Claro que nunca había visto ninguno de verdad, pero sí habían llegado a sus manos tanto dibujos como planos y fotografías, con lo que se había forjado una clara idea de qué era lo que contemplaba en aquellos momentos.

No ocultó su perplejidad. Wallander decidió que ya no había razón para seguir jugando al gato y al ratón con su invitado. Al fin y al cabo, si Nordlander había sido el mejor amigo de Håkan von Enke mientras estuvo con vida, también debería serlo ahora si llegaban al triste extremo de comprobar que estaba muerto. Wallander sirvió café y le refirió a su huésped todo lo relativo a cómo había ido a parar a sus manos aquel cilindro. No omitió ningún detalle, comenzó por la fotografía de los dos hombres junto al pesquero y no terminó hasta que le contó cómo había identificado qué era aquel objeto de acero que rescató de las tinieblas en el cobertizo de Bokö.

—No sé qué opinarás tú —dijo Wallander al terminar—, ni si te parecerá que el viaje desde Gävle ha merecido la pena.

—Desde luego que sí —aseguró Sten Nordlander—. Y estoy tan desconcertado como tú. No se trata de ninguna imitación. Y hasta creo poder ponerlo en un contexto.

Eran más de las once. Sten Nordlander no aceptó la oferta de Wallander de tomar una cena en regla y se contentó con té y biscotes. Wallander tuvo que rebuscar entre todos los paquetes medio vacíos de su despensa hasta dar con uno de biscotes de avena, la mayor parte de cuyo contenido se había convertido en migas.

—Resulta muy tentador seguir hablando ahora —admitió Nordlander—. Pero mi médico me tiene prohibido trasnochar, con o sin bebidas excitantes, de modo que tendremos que continuar mañana. Pero, antes de que me vaya a dormir, permíteme que hojee el libro en el que encontraste la fotografía.

El día siguiente amaneció caluroso y sin viento. Un ave de rapiña planeaba suspendida sobre una cuneta. Jussi la observaba fascinado e inmóvil. Wallander se había levantado a las cinco de la mañana, presa de gran impaciencia por oír la opinión de Sten Nordlander.

El invitado salió de su dormitorio a las siete y media y, muy complacido, se puso a contemplar el jardín y las vistas.

—Según el mito, Escania es una tierra llana y bastante muerta —observó—. Pero lo que aquí veo es algo muy distinto, esta tierra es como un mar de fondo en calma… ¿Se puede decir así? Y más allá, el mar, ¿no?

—Yo suelo pensar en los mismos términos —confesó Wallander—. A mí me asusta la oscuridad de un denso bosque. Este paisaje abierto impide esconderse. Y eso está bien. Quizá todos necesitamos escondernos alguna vez, pero hay quien lo hace con demasiada frecuencia.

Sten Nordlander observó a Wallander pensativo.

—¿Acaso has pensado, como yo, que Håkan y Louise se mantienen ocultos por razones que desconocemos?

—Bueno, contemplar esa posibilidad forma parte del procedimiento rutinario en la búsqueda de personas desaparecidas.

Después del desayuno, Sten Nordlander propuso que dieran un paseo.

—Tengo que hacer algo de ejercicio por la mañana. De lo contrario, me cuesta hacer la digestión.

Jussi
se perdió como un borrón negro corriendo hacia los sotos salpicados de depresiones del terreno inundadas de agua, que tantas cosas interesantes le brindaban a su olfato canino.

—Hubo momentos, a principios de la década de 1970, en que estuvimos convencidos de que el poder militar de los rusos era tan arrollador como parecía —comenzó Sten Nordlander—. Los desfiles de octubre representaban la verdad, ése era su aspecto, mientras miles de expertos veían las imágenes televisivas de los carros de combate que circulaban ante el Kremlin haciéndose la más importante de todas las preguntas: ¿qué es lo que no nos dejan ver? Eso fue entonces, cuando la guerra fría aún iba completamente en serio, por así decirlo, años antes de que se descubriera el pastel.

Se detuvieron ante una acequia. Uno de los tablones del puentecillo se había partido y Wallander buscó una tabla que no estuviera demasiado podrida y la puso para que pudieran pasar al otro lado.

—«Se descubrió el pastel» —repitió Wallander—. Era lo que solía decir mi viejo colega Rydberg, cuando una línea de búsqueda resultaba totalmente falsa.

—En este caso, lo que se descubrió fue que la defensa soviética no era tan poderosa como creíamos. Una certeza terrible que fue madurando despacio en las mentes de quienes componían el rompecabezas con todas las porciones de información que lograban reunir a través de espías, de aviones U-2 o gracias a las imágenes de televisión, sin ir más lejos. La defensa rusa estaba de capa caída en todos los aspectos y, en muchos casos, era simplemente una cáscara, lograda pero vacía. No quisiera que me malinterpretaras ni inducirte a pensar que no existía un riesgo real y contundente de amenaza de armamento nuclear. Claro que existía. Pero, del mismo modo en que se corrompía la economía junto con la inútil burocracia y un partido que ya no creía en lo que hacía, también la defensa estaba en decadencia. Y, como es natural, aquello daba mucho que pensar a los dirigentes militares del Pentágono y la OTAN y, por supuesto, también a Suecia. ¿Qué implicaría que se desvelase que el oso ruso no era, en el fondo, más que un hurón belicoso?

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