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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (31 page)

BOOK: El hombre inquieto
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—Que la amenaza del fin del mundo disminuiría, me figuro.

Sten Nordlander parecía impaciente al responder.

—Los militares nunca se han destacado por ser proclives a la filosofía. Son gente práctica. Cada general o almirante competente lleva dentro un buen ingeniero. El fin del mundo no era la cuestión más urgente. ¿Tú cuál dirías que era?

—¿Los gastos de defensa?

—Exacto. ¿Por qué iba a seguir armándose el mundo occidental, cuando su principal enemigo no suponía ningún peligro? Y un enemigo de la misma categoría no se encuentra tan fácilmente. Por supuesto, después de la Unión Soviética le tocaba el turno a China y, en cierto modo, a la India, pero en aquella época China era aún un país subdesarrollado desde el punto de vista militar. En realidad su defensa se basaba de forma exclusiva en el hecho de contar con un número en apariencia infinito de soldados a los que lanzar al combate en un momento dado. Sin embargo, esa capacidad no era motivo suficiente para que Occidente continuase desarrollando un armamento cada vez más sofisticado cuyo objetivo era, sencillamente, medirse con el soviético. En otras palabras, de repente se planteaba un problema gravísimo. De modo que no resultaba adecuado en absoluto hablar de todo aquello que se sabía ni desvelar el hecho de que el gigante ruso padecía una molesta cojera. Se trataba, pues, de que nunca se descubriese el pastel.

Habían llegado a una pequeña colina desde la que se atisbaba el mar. Wallander y Linda aunaron sus esfuerzos el año anterior y consiguieron trasladar hasta allí un viejo banco que encontraron en una subasta y que compraron por una suma insignificante. Y allí se sentaron los dos hombres. Wallander llamó a
Jussi
, que se acercó muy en contra de su voluntad.

—Estamos hablando de algo que sucedió cuando la Unión Soviética aún era un enemigo más que real —prosiguió Sten Nordlander—. Los suecos estábamos seguros de que jamás los venceríamos, no sólo en el hockey sobre hielo. Teníamos la convicción más absoluta de que el enemigo vendría, como de costumbre, del Este, y de que debíamos estar muy atentos a lo que hacían en el Báltico. Fue entonces, a finales de la década de 1960, cuando empezó a propagarse el rumor.

Sten Nordlander miró a su alrededor, como si temiera que hubiese alguien escuchando. Se oía el ronroneo de una cosechadora en marcha cerca de la carretera principal, que conducía a Simrishamn. De vez en cuando, también llegaba hasta la colina el lejano rumor del tráfico.

—Sabíamos que los rusos tenían su gran base naval militar en Leningrado. Además, contaban con una serie de bases más o menos secretas en los países bálticos y en Alemania Oriental. Suecia no era el único país que dinamitaba montañas para construir bases, otro tanto hicieron los alemanes, ya en época de Hitler, y los rusos continuaron con ello, cuando sustituyeron la cruz nazi por la bandera roja. Empezó a correr el rumor de que en las profundidades del Báltico, entre Leningrado y los países bálticos, existía un cable a través del cual se gestionaba prácticamente toda la transmisión relevante de señales. Por aquel entonces, empezó a considerarse más seguro instalar cables propios en lugar de arriesgarse a que algún explorador aéreo captase las señales en el espacio. No hemos de olvidar que, en aquello, Suecia estuvo más que implicada. A principios de 1950, derribaron un avión espía sueco y, en la actualidad, nadie duda de que se captaran las transmisiones rusas.

—Pero ¿dices que lo del cable era un rumor?

—Se dice que lo instalaron a principios de 1960, cuando los rusos aún se creían capaces de medir sus fuerzas con las de Estados Unidos e incluso superarlos. No olvides nuestra perplejidad al ver que el Sputnik que sondeaba el espacio no había sido enviado por Estados Unidos. La creencia de los rusos tenía cierto fundamento. Hubo una época en la que estuvieron a punto de alcanzar a Estados Unidos. Ahora podríamos decir con cierto cinismo que debieron atacar entonces. Si hubieran querido provocar una guerra y el fin del mundo al que antes aludías. En cualquier caso, se cree que fue un tránsfuga de los servicios secretos de Alemania Oriental, un ex general que abandonó la carrera militar cargado de condecoraciones y que, un buen día, le tomó el gusto a la dulce vida londinense, quien le reveló a su homólogo inglés la existencia del cable. Los ingleses les vendieron cara la noticia a sus amigos estadounidenses, que siempre andaban con el puño preparado. El problema era que los submarinos americanos verdaderamente modernos no podían pasar el estrecho de Öresund sin que los rusos los descubrieran en el acto. De ahí que tuviesen que recurrir a métodos de búsqueda mucho menos llamativos, como minisubmarinos, entre otros recursos. Pero, como quiera que fuese, carecían de la información exacta. ¿Dónde estaba el cable? ¿En medio del Báltico o habrían elegido quizás el camino más corto desde el Golfo de Finlandia hasta los países bálticos? Cabía la posibilidad de que los rusos hubiesen sido más astutos aún y lo hubiesen instalado cerca de Gotland, donde nadie creería que se hallaba. Pero siguieron buscando y la idea era, cómo no, instalar un cilindro gemelo del que ya habían colocado en Kamchatka.

—¿Te refieres al que tengo en la mesa de mi cocina?

—Si es ése, claro. Nadie ha dicho que no haya más.

—Ya, bueno… Todo esto es muy extraño. El imperio ruso ha dejado de existir. Los estados bálticos vuelven a ser libres, la Alemania Oriental y la Occidental se han unido. Un sistema de escucha como ése debería ir a parar a un museo sobre la guerra fría, ¿no crees?

—Sí, así debería ser, pero yo no me siento capaz de responder a esa pregunta. Sólo puedo explicarte qué es el objeto que tienes en tu poder.

Continuaron el paseo. Ya de vuelta en el jardín, Wallander le formuló la más pertinente de todas las preguntas:

—¿A qué nos conduce todo esto, por lo que al caso de Håkan y Louise se refiere?

—Lo ignoro. Creo que lo vuelve todo más extraño aún. ¿Qué piensas hacer con el cilindro?

—Ponerme en contacto con la policía judicial de Estocolmo. Bien mirado, son ellos los que llevan la investigación. Lo que a partir de ahí hagan con los servicios secretos y con los militares no es asunto mío.

A las once de la mañana, Wallander llevó a Sten Nordlander al aeropuerto de Sturup, ante cuya fachada amarillenta se despidieron. Una vez más, y una vez más en vano, Wallander intentó correr con los gastos del viaje, pero Sten Nordlander se negó de plano.

—Quiero saber qué pasa con el cilindro. No olvides que Håkan era mi mejor amigo. Pienso en él a diario. Y también en Louise.

Dicho esto, cogió del suelo su bolsa de viaje y se marchó. Wallander se sentó en el coche y regresó a casa.

Una vez allí, se sintió exhausto y se preguntó si no estaría cayendo enfermo otra vez. Decidió que una ducha le sentaría bien.

Lo último que recordaba era el trabajo que le costó correr la cortina de plástico de la bañera.

Se despertó en la habitación de un hospital, con Linda al pie de la cama. En el anverso de la mano, sujeto con un apósito, tenía inyectado un tubito de plástico a través del cual le administraban un líquido por vía intravenosa. No tenía la menor idea de por qué se encontraba allí.

—¿Qué ha pasado?

Linda le explicó lo sucedido con tal objetividad que se diría que lo estaba leyendo directamente de un informe policial. Sus palabras no suscitaron en Wallander ningún recuerdo, sólo llenaron el vacío que su mente albergaba. Al parecer, Linda lo llamó hacia las seis de la tarde, pero él no respondió. A partir de ahí siguió intentándolo de vez en cuando hasta las diez de la noche. Para entonces estaba tan preocupada que dejó a Klara con Hans, que, para variar, estaba en casa, tomó el coche y se dirigió a Löderup. Lo halló en la bañera, mojado y desvanecido, de modo que llamó a una ambulancia y, sin perder un segundo, informó de la situación al médico que se encargaría de él. El personal hospitalario no tardó en comprender que había sufrido un ataque de hipoglucemia: el nivel de azúcar en sangre era tan bajo que había perdido la conciencia.

—Recuerdo que tenía hambre —explicó despacio una vez que Linda lo puso al corriente—. Pero no comí nada.

—Podías haber muerto —advirtió Linda.

Wallander vio que estaba a punto de llorar. Si Linda no hubiese ido a su casa, si no hubiera presentido que algo no iba bien, habría podido fallecer allí mismo, en la bañera. Una especie de temblor le atravesó el cuerpo. Su vida bien podría haber terminado así, desnudo y en el suelo de baldosas del baño.

—No te cuidas, papá —le riñó ella—. Y un día habrás sobrepasado el límite. Te exijo que permitas que Klara tenga a su abuelo por lo menos durante quince años más. Después podrás hacer con tu vida lo que quieras.

—Ya, bueno…, la verdad es que no entiendo cómo pudo ocurrir. No es la primera vez que me baja el índice de azúcar.

—De eso tendrás que hablar con el médico. Yo me refiero a otra cosa: a tu obligación de seguir con vida.

Wallander asintió sin decir nada, le costaba pronunciar cada palabra y se sintió invadido de un curioso y persistente cansancio.

—¿Qué me están poniendo en el suero? —preguntó.

—No lo sé.

—¿Cuánto he de quedarme aquí?

—Tampoco lo sé.

Linda se levantó. Wallander se dio cuenta de lo cansada que estaba y, en su nublada conciencia, comprendió que quizá llevase muchas horas a su lado.

—Bueno, anda, vete a casa, ya estoy bien.

—Sí, por esta vez te has librado —respondió Linda.

Se inclinó y lo miró a los ojos.

—Tengo un recado de Klara. Dice que a ella también le parece estupendo que te hayas librado de ésta.

Wallander se quedó solo en la habitación. Cerró los ojos, quería dormir. Y, ante todo, quería despertarse con la sensación de que no era culpable de lo sucedido.

Sin embargo, aquel mismo día, algo más tarde, el médico de Wallander, que en realidad estaba de vacaciones pero que, aun así, fue a verlo al hospital, le confirmó que ya no podría seguir descuidando el asunto de su nivel de azúcar, que debía mantener siempre bajo control. Wallander llevaba cerca de veinte años como paciente del doctor Hansen, de modo que no tenía la menor posibilidad de engatusarlo con excusas de ningún tipo, pues sabía que era hombre terco y nada dado a los sentimentalismos. El doctor Hansén repetía una y otra vez que Wallander podía seguir en su tónica y no tomarse en serio su enfermedad, pero que la próxima vez que ocurriese algo parecido, le acarrearía unas consecuencias para las que, en realidad, era demasiado joven.

—Tengo sesenta años —respondió Wallander—. ¿Acaso no se es viejo a esa edad?

—Sí, hace dos generaciones, pero no en la actualidad. El cuerpo envejece y contra eso no se puede hacer nada, pero vivimos quince o veinte años más que antes.

—¿Qué pasará ahora?

—Permanecerás en el hospital hasta mañana, hasta que mis colegas comprueben que los niveles de azúcar en la sangre se han restablecido y que no sufrirás secuelas. Después podrás irte a casa y reanudar tu vida de pecado.

—Vamos, ¡si yo no peco nada!

El doctor Hansén era unos años mayor que Wallander y había estado casado hasta seis veces. En Ystad todo el mundo comentaba que se veía obligado a trabajar durante las vacaciones de verano en hospitales noruegos de la remota región de Finnmark, adonde nadie iba a menos que fuese absolutamente necesario, sólo para pagar la pensión de sus ex esposas.

—¿No será eso lo que necesitas? Una pizca de saludable actividad pecaminosa? ¿Desmelenarte un poco?

Después, cuando ya el doctor Hansén se había marchado, tomó conciencia de lo cerca que había estado de morir. Por un instante, sintió un pánico, un miedo a la muerte mucho más intenso que nunca, al menos fuera del ejercicio de su profesión. Lo cierto era que existía el miedo del policía y el miedo del ser humano.

Rememoró una vez más el instante en que, siendo aún un joven policía de seguridad ciudadana en Malmö, resultó gravemente herido de arma blanca. En aquella ocasión, la inmensa y definitiva oscuridad estuvo a un suspiro. Ahora la muerte había vuelto a exhalarle su aliento en la nuca y, en esta ocasión, él mismo había abierto la puerta que habría podido conducirlo al fin. Aquella noche, en el hospital, Wallander tomó una serie de decisiones que, según sospechaba, jamás lograría mantener. Dichas decisiones guardaban relación con sus hábitos de alimentación, la práctica de ejercicio, el interés por nuevos pasatiempos y con emprender una renovada lucha contra la soledad. Ante todo pensaba disfrutar de verdad sus vacaciones, no trabajar, no lanzarse a la búsqueda de los suegros desaparecidos de Linda. Estar libre, descansar, dormir bien, dar largos paseos por la playa, jugar con Klara.

Y allí tumbado en la cama del hospital trazó un plan. Durante los próximos cinco años recorrería a pie toda la costa de Escania, desde la loma de Hallandsåsen hasta la frontera con Blekinge. En el mismo instante en que se le ocurrió dudó de que fuese a hacerlo realidad pero permitirse alimentar ese sueño lo aliviaba, aunque no fuese más que para dejarlo desdibujarse poco a poco hasta desaparecer. Hacía unos años, durante una cena en casa de Martinsson, tuvo ocasión de conversar con un profesor de instituto ya jubilado que le habló de su caminata hasta Santiago de Compostela, el clásico camino de los peregrinos. Wallander pensó entonces abordar él mismo aquella empresa, aunque dividida en varias etapas distribuidas en cinco años, por ejemplo. Incluso empezó a entrenar con una mochila llena de piedras; pero, naturalmente, comenzó con demasiado ímpetu y se ganó una fascitis plantar en el pie izquierdo. Ahí terminó su peregrinación, antes incluso de haberla comenzado. Ya había sanado de la fascitis gracias a, entre otros remedios, una serie de dolorosas inyecciones de cortisona que le administraron directamente en el talón. Pero quizás unos paseos bien planificados por las playas de Escania quedarían dentro de los límites de lo posible.

Al día siguiente le dieron el alta y se marchó a casa. Fue a buscar a
Jussi
que, una vez más, había quedado a cargo del vecino, y rechazó la oferta de Linda de ir a su casa a prepararle algo de comer, pues, se dijo a sí mismo, debía tomar las riendas de la situación sin su ayuda. Si estaba solo, le explicó a Linda, solo tendría que arreglarse. Ahora, para empezar, debía tomarse en serio el no malgastar sus vacaciones.

Antes de irse a la cama aquella noche le escribió un largo mensaje de correo electrónico a Ytterberg. No mencionó su enfermedad, pero sí le dijo que necesitaba tomarse unos días libres, pues había trabajado en exceso y pensaba desconectar por completo del caso de Håkan y Louise. «Por primera vez en mi vida, he tomado conciencia de mis limitaciones en cuanto a mi edad y mi fortaleza», declaró al final de su misiva. «Nunca me había ocurrido con anterioridad. Ya no tengo cuarenta años y creo que debo reconciliarme con la idea de que el tiempo pasado nunca volverá. Creo que comparto esa ilusión con la mayoría de las personas: que, pese a todo, fuera posible bañarse dos veces en el mismo río.»

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