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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (54 page)

BOOK: El hombre inquieto
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—¿No hay nada extraño en su historial?

—No. En sus años de cadete ganó varios premios en competiciones deportivas en Escandinavia. Buen tirador, buena forma física, ganó varias carreras campo a traviesa… En fin, si es que eso puede considerarse digno de mención.

—¿Qué tenemos sobre su mujer?

Los gruesos dedos de Asta volvieron a volar sobre el teclado y le sobrevino un nuevo ataque de tos, pero ella no se detuvo hasta que no apareció en la pantalla una fotografía de Louise. Wallander calculó que tendría treinta y cinco, quizá cuarenta años. Sonreía, llevaba permanente y un collar de perlas. Wallander estudió el texto. Tampoco allí había nada sorprendente o llamativo, a primera vista. Asta Hagberg abrió una nueva página. Wallander descubrió que la madre de Louise era de Kiev. «En 1905, Angela Stefanóvich se casó con el exportador de carbón sueco Hjalmar Sundblad. Se trasladó a Suecia y adquirió la ciudadanía. Louise es la menor de los cuatro hijos que tuvo con Hjalmar Sundblad.»

—Como ves, todo normal —observó Asta.

—Sí, salvo que tiene antecedentes rusos directos…

—Bueno, hoy diríamos ucranianos. La mayoría de los suecos tienen raíces en algún lugar lejos de nuestras fronteras. Somos un pueblo de fineses, alemanes, rusos, franceses… El tatarabuelo de Sölve era de Escocia, mi abuela tenía sangre turca. ¿Y tú?

—Mis antepasados eran labradores de Småland.

—Pero ¿tú has investigado tus orígenes en serio?

—No.

—Pues el día que lo hagas quizás encuentres algo inesperado. Siempre es emocionante, aunque no siempre es agradable. Yo tengo un buen amigo que es sacerdote de la Iglesia Sueca. Cuando se jubiló, decidió buscar las raíces de su familia. Y encontró nada menos que a dos parientes lejanos que, en el plazo de cincuenta años, habían muerto ejecutados. Uno a principios del siglo XVII. El otro había cometido un robo con asesinato y fue degollado. Su nieto se enroló en uno de los muchos ejércitos alemanes que circulaban por Europa a mediados del siglo XVII. Lo colgaron por desertor. A partir de aquel descubrimiento, el buen pastor dejó de investigar sus ancestros. Claro, es comprensible.

Asta se levantó de la silla con no poco esfuerzo y le hizo un gesto para que la siguiera a una habitación contigua. Las paredes estaban cubiertas de archivos llenos de documentos. Asta abrió uno de los cajones y sacó una caja con varias carpetas.

—Uno nunca sabe qué se puede encontrar —dijo mientras hojeaba el contenido.

Sacó una de las carpetas y la dejó sobre la mesa. Estaba llena de fotografías. Wallander no tenía claro que la mujer buscase algo concreto o si más bien miraba al azar. Asta se detuvo ante una de las instantáneas en blanco y negro y la sostuvo a la luz.

—Tenía el vago recuerdo de haberla visto. No carece de interés, mira.

Se la entregó a Wallander, que se asombró al ver el motivo. En efecto, se trataba de un hombre alto y enjuto, con traje y pajarita impecables, alegre sonrisa: Stig Wennerström. Sostenía en la mano una copa y centraba su atención en Håkan von Enke, precisamente.

—¿Cuándo se tomó esta foto?

—La fecha está en el reverso. Sölve era muy exhaustivo a la hora de indicar esos datos.

Wallander leyó un texto escrito a máquina en una nota pegada a la foto. «Octubre de 1959, delegación de la marina sueca de visita en Washington, recepción del agregado de defensa Wennerström.» Wallander intentó verle un significado a aquella información. De haber sido Louise von Enke quien apareciese en la fotografía, habría podido imaginar un contexto, pero a ella no se la veía. Al fondo de la imagen sólo había hombres y una camarera vestida de blanco. Sólo que era negra.

—¿Solían acompañarlos sus esposas? —quiso saber Wallander.

—Sólo cuando viajaban los altos mandos militares. Por lo general, Stig Wennerström acudía con su esposa a viajes y recepciones, pero en aquella ocasión, Håkan von Enke estaba aún lejos de la cima y seguramente, viajaba solo. Si lo acompañó Louise, él pagó el viaje de su bolsillo. Y, desde luego, ella no participó en la recepción del agregado de defensa sueco.

—Me habría gustado saber con exactitud qué pasó.

Asta Hagberg sufrió un nuevo ataque de tos. Wallander se colocó junto a la ventana y la abrió ligeramente. Lo atormentaba el olor a perfume.

—Me llevará un rato —dijo Asta cuando se le pasó la tos—. Tengo que buscar. Pero, claro, Sölve guardó los detalles, tanto de este viaje como de todos los realizados por delegaciones militares suecas.

Wallander volvió al sofá del
Kungsholm
. Oyó a Asta tararear una melodía mientras, en otra habitación, buscaba la lista de quienes habían viajado a Estados Unidos a finales de los años cincuenta. Le llevó cerca de cuarenta minutos, durante los cuales Wallander esperó cada vez más impaciente, hasta que con un destello de triunfo en la mirada, la mujer volvió blandiendo un papel.

—La señora Von Enke estuvo en ese viaje —declaró—. Su nombre figura entre los «acompañantes», seguido de una serie de abreviaturas que sin duda significan que Defensa no pagó su viaje. Si es importante, puedo averiguar a qué responden esas abreviaturas.

Wallander estaba leyendo el documento. La delegación se componía de ocho personas, bajo el mando del capitán de fragata Karlén. Entre los demás «acompañantes» se encontraban Louise von Enke y Märta Auren, la esposa del teniente coronel Karl-Axel Auren.

—¿Podría hacerse una copia de esto? —preguntó Wallander.

—Pues, no sé lo que «se puede» hacer, pero yo tengo una fotocopiadora en el sótano. ¿Cuántas quieres?

—Una.

—Suelo cobrar dos coronas por cada una.

Asta salió de la habitación. Wallander empezó a darle vueltas a la información leída. Estuvieron en Washington ocho días. Pero ¿era posible?, se preguntaba. «¿Ya entonces? Cierto que a finales de los años cincuenta la guerra fría estaba entrando en su fase más dura. Fue una época en que los americanos veían espías rusos en todos los rincones. ¿Ocurrió algo en aquel viaje?»

Asta Hagberg regresó con la fotocopia y Wallander dejó dos coronas en la mesa.

—Bueno, quizá no haya sido de tanta ayuda como esperabas, ¿no?

—La búsqueda de desaparecidos suele ser un trabajo lento y dificultoso, hay que ir paso a paso.

Asta Hagberg lo acompañó a la salida. Una vez fuera, Wallander inspiró aliviado el aire de la calle, libre de perfumes.

—Llámame cuando quieras —se ofreció Asta—. Si puedo serte útil, aquí me tienes.

Wallander asintió, le dio las gracias y se alejó de su jardín. Ya al volante y a punto de abandonar Limhamn, decidió de pronto visitar otro lugar. A menudo había pensado ir a comprobar si el recuerdo que él dejó pronto haría cincuenta años aún seguía allí. Aparcó el coche junto al cementerio. Caminó hasta el rincón izquierdo del muro y se agachó. ¿Qué tendría entonces, diez u once años? No lo recordaba, pero era lo bastante mayor como para haber descubierto uno de los grandes secretos de la vida. Que él era como era, no era intercambiable, sino un ser humano con identidad propia. Aquel conocimiento le sugirió una gran tentación. Dejaría su huella en un lugar del que jamás desaparecería. Eligió como lugar sagrado el bajo muro del cementerio, rematado por una valla de hierro. Y allí se encaminó una noche de otoño con un martillo y un tornillo muy grueso escondidos bajo la ropa. Limhamn estaba desierta. Había localizado el sitio exacto con anterioridad; la piedra del muro era, justo por el rincón izquierdo, especialmente lisa. Y, mientras lo calaba la fría lluvia otoñal, grabó sus iniciales: «KW».

Enseguida las distinguió. El grabado se había desdibujado y resultaba difícil de leer después de tantos años, pero talló y grabó tan a fondo en la piedra, que su marca aún seguía allí. «Un día, vendré aquí con Klara», se dijo. «Y le hablaré del día en que decidí cambiar el mundo, aunque no fuese más que grabando mis iniciales en un muro de piedra».

Entró en el cementerio y se sentó en un banco, a la sombra de un árbol. Cerró los ojos y creyó oír su propia voz infantil resonando en su cabeza, tal y como sonaba antes de la pubertad y de que le sobreviniese todo aquello que pertenecía al mundo adulto. «Tal vez sea aquí donde debería mandar que me enterrasen cuando llegue el día», pensó. «Sería volver al punto de partida, buscar el descanso justo en esta tierra. La inscripción la tengo ya.»

Abandonó el cementerio y se sentó en el coche. Antes de poner el motor en marcha, pensó en su encuentro con Asta Hagberg. ¿Qué le había proporcionado?

La respuesta era muy sencilla. No había avanzado un solo paso. Louise seguía siendo un personaje tan desconocido como antes. La esposa de un oficial, ausente de todas las fotografías.

Sin embargo, la inquietud que había sentido desde que vio a Håkan von Enke en su isla aún persistía.

«No lo veo», constató para sí. «Hay algo que debería haber descubierto ya, pero no lo veo. No doy con lo que podría ayudarme a comprender lo que ha sucedido realmente».

34

Wallander volvió a casa. Podía soportar que la visita a Asta Hagberg no hubiese dado frutos, pero el dolor por la muerte de Baiba lo tenía abatido. El recuerdo de su repentina visita y de su no menos súbita muerte iba y venía como el oleaje. Y es que no podía evitarlo: en la muerte de Baiba veía la suya propia.

Cuando dejó el coche, soltó a
Jussi
y lo dejó correr libremente antes de servirse un gran vodka que apuró de un trago, de pie junto al fregadero. Volvió a llenar el vaso y se lo llevó al dormitorio. Echó las cortinas de las dos ventanas, se desnudó y se tumbó en la cama sin deshacer, con el vaso haciendo equilibrio sobre su vientre temblón. «Puedo intentar dar un paso más», resolvió. «Si tampoco me ayuda a avanzar en el caso, lo abandonaré del todo, lo dejaré ir. Le diré a Håkan que pienso hablar con Linda y con Hans y contarles dónde se encuentra. Si esto lo lleva a seguir huyendo y a buscar otra guarida donde esconderse, será asunto suyo. Hablaré con Ytterberg, con Nordlander y, desde luego, con Atkins. Y después dejaré de considerar este caso como asunto mío pues, en realidad, nunca lo ha sido. Pronto habrá pasado el verano, he destrozado mis vacaciones y volveré a preguntarme dónde ha ido a parar el tiempo.»

Apuró el contenido del vaso y sintió el calor y esa agradable sensación de embriaguez que empezaba a embargarlo. «Un paso más», repitió para sí. «¿Cuál será?» Dejó el vaso vacío en la mesilla de noche y no tardó en dormirse. Cuando se despertó una hora más tarde, ya sabía qué hacer. Durante el sueño, su cerebro había formulado una respuesta. Lo veía con total claridad. Era lo único que en ese momento importaba. ¿Quién, si no Hans, podía proporcionarle información? Era un joven inteligente, quizá no demasiado sensible, pero la gente siempre sabe más de lo que cree sobre los sucesos, por observaciones que han hecho de forma inconsciente.

Reunió la ropa sucia y puso una lavadora. Luego salió a llamar a
Jussi
. Oyó un ladrido a lo lejos, desde uno de los campos recién cultivados de los vecinos.
Jussi
, que apareció como un rayo, se había revolcado en algo que apestaba. Wallander lo metió en el recinto vallado, sacó la manguera y lo regó hasta dejarlo limpio.
Jussi
lo miraba suplicante moviendo el rabo.

—Olías fatal —le dijo Wallander—. No puedo dejarte entrar en casa apestando así.

Fue a sentarse a la mesa de la cocina. Anotó las preguntas más importantes que le vinieron a la cabeza y buscó el número de teléfono del trabajo de Hans en Copenhague. Se impacientó al oír que estaría ocupado todo el día con una serie de reuniones importantes y le dijo a la joven de recepción que le avisara de que, en el plazo de una hora, debía llamar al inspector Kurt Wallander, de la comisaría de Ystad. Y así lo hizo, justo cuando Wallander acababa de abrir la lavadora y comprobar que había olvidado poner detergente. No se molestó en ocultar su irritación.

—¿Qué vas a hacer mañana?

—Trabajar. ¿Por qué estás tan enfadado?

—No, por nada. ¿Cuándo podrás hacerme un hueco?

—Tendrá que ser por la noche. Mañana tengo reuniones todo el día.

—Pues cámbialas. Estaré en Copenhague hacia las dos. Me bastará con una hora. Ni más, ni menos.

—¿Ha pasado algo?

—Sí, siempre están pasando cosas. Si fuera importante, te lo habría adelantado, naturalmente. Sólo quiero que me respondas a una serie de preguntas. Algunas ya te las hice, otras son nuevas.

—Pues… te agradecería que esperases hasta la noche. Los mercados financieros presentan un comportamiento muy inestable y no dejan de producirse movimientos inesperados.

—Llegaré a las dos —repitió Wallander inflexible—. Podemos tomar café.

Colgó y puso en marcha la lavadora otra vez, después de haber puesto una cantidad exagerada de detergente. Se dijo que era muy infantil por su parte pagar sus olvidos con la lavadora.

Luego salió a cortar el césped, retiró la hojarasca de los senderos de gravilla y se tumbó en el balancín a leer una biografía de Verdi, que él mismo se había regalado por Navidad. Cuando sacó la colada vio que, entre la ropa blanca, había un pañuelo de color rojo que lo había teñido todo, de modo que, por tercera vez, puso una vez más la lavadora con la misma ropa. Después se sentó en el borde de la cama y se pinchó para medirse la glucosa, otra de las tareas que a veces olvidaba. Sin embargo, estaba en un 8,1, aceptable aunque a duras penas. Mientras la lavadora hacía su trabajo, se tumbó en el sofá para escuchar una nueva grabación de
Rigoletto
. Pensó en Baiba, se le llenaron los ojos de lágrimas y la recordó como era cuando estaba viva. Pero Baiba se había ido para siempre. Cuando terminó
Rigoletto
, descongeló un gratén de pescado que había sacado del congelador y tomó agua con la cena. Miró indeciso una botella de vino que había en el poyete de la cocina, pero no llegó a abrirla. El vodka que había bebido hacía un rato era suficiente. Ya por la noche, vio en la tele
Con faldas y a lo loco
, una de las películas favoritas de Mona y de él y con la que aún era capaz de reírse, pese a haberla visto tantas veces.

Por sorprendente que pudiera parecerle, aquella noche durmió bien.

Estaba desayunando cuando lo llamó Linda. Wallander tenía la ventana abierta, hacía un día hermoso y soleado, y se había sentado desnudo a la mesa de la cocina.

—¿Qué te dijo Ytterberg de que Håkan te hubiese llamado?

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