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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (58 page)

BOOK: El hombre inquieto
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Se sentaron en el balcón, pues hacía una cálida tarde estival. Talboth había puesto sobre la mesa agua helada y un par de vasos. Wallander pensó que no existía razón alguna para no ir derecho al grano. Su primera pregunta era obvia.

—¿Qué pensaste al saber que Louise había desaparecido?

Talboth no apartaba sus ojos claros de Wallander.

—Pues, digamos que no me sorprendí tanto.

—¿Por qué no?

Talboth se encogió de hombros.

—No voy a contarte lo que ya sabes. Las sospechas cada vez más insufribles de Håkan, quizá debamos decir su certeza de estar casado con una traidora a la patria. ¿Se dice así? Mi sueco no siempre es del todo correcto.

—Sí, así se dice —confirmó Wallander—. Quienes se dedican al espionaje son, por lo general, traidores a su patria. Cuando no te dedicas a algo más específico, como al espionaje industrial.

—Håkan se marchó porque no lo soportaba más —prosiguió Talboth—. Se escondió porque necesitaba tiempo para pensar. Cuando Louise desapareció, él ya estaba resuelto. Pensaba entregarle al servicio de inteligencia militar las pruebas de que disponía. Todo debía desarrollarse según el protocolo. No pensaba librarse ni proteger a sus colegas. Desde luego, sabía perfectamente que también a Hans le afectaría, pero era inevitable. Al final se convirtió para él en una cuestión de honor. Cuando Louise desapareció, se quedó perplejo. Se asustó más aún. Después de diversas conversaciones telefónicas que mantuve con él, empecé a preocuparme. Parecía sufrir manía persecutoria. Su única explicación de que Louise se hubiese marchado era que, de algún modo, había adivinado lo que pensaba hacer. Tenía miedo de que ella averiguase dónde se encontraba. Y si no ella, alguno de sus jefes del servicio de inteligencia ruso. Håkan estaba convencido de que Louise había sido y aún era tan importante que no dudarían en matarlo a él para conservarla. Incluso aunque a estas alturas Louise era tan mayor que le resultaría imposible continuar trabajando como espía, seguía siendo importante que no se la descubriera. Lógicamente, los rusos no querían que se supiese lo que ellos sabían. Ni lo que ignoraban.

—¿Qué pensaste cuando se dijo que se había suicidado?

—En ningún momento di crédito a esa hipótesis, para mí era obvio que había sido asesinada.

—¿Por qué?

—Respondo con una pregunta. ¿Por qué iba a suicidarse?

—Bueno, quizá sufría remordimientos, quizá comprendió la tortura que su actitud había supuesto para su marido. Puede haber mil razones plausibles. En mi trabajo como policía, he visto muchos ejemplos de personas que se han quitado la vida por motivos mucho menos serios.

Talboth sopesó un instante las palabras de Wallander.

—Sí, claro, podría ser. Veo que no tienes una imagen completa de Louise. Yo la conocía. Aunque era una mujer que ocultaba buena parte de su identidad, yo llegué a conocerla. Y no era de las que se suicidan.

—Pero ¿por qué lo crees así?

—Hay gente que, sencillamente, no se quitaría nunca la vida. Así de sencillo.

Wallander meneó la cabeza.

—Pues mi experiencia es otra —insistió—. Yo he aprendido que todo el mundo, en determinadas circunstancias extremas, es capaz de quitarse la vida.

—Ya, bueno, no pienso contradecirte, puedes pensar lo que gustes de lo que acabo de decirte sobre Louise. Estoy convencido de que tu experiencia policial es importante, pero quizá no deba despreciarse la experiencia que uno atesora durante una larga vida en activo como agente del servicio de inteligencia estadounidense.

—Bien, ahora sabemos que fue asesinada. Y también que llevaba en el bolso una serie de documentos secretos.

Talboth iba a beber agua. Frunció el entrecejo y dejó el vaso sin haber bebido. De repente, Wallander creyó percibir otro tipo de alerta en su tono de voz.

—Ajá. Eso no lo sabía yo. ¿Llevaba material secreto que ahora está en poder de la policía?

—Bueno, en realidad, no debías saberlo. Y no debería habértelo contado, pero lo hago por Håkan y doy por sentado que quedará entre nosotros.

—No diré nada. Eso también se aprende en el servicio secreto. El día que uno se jubila, no puede quedar ni rastro de nada. Debes limpiar la memoria igual que, en otros trabajos, limpias taquilla y escritorio.

—¿Qué dirías si te revelara que, con toda probabilidad, Louise fue asesinada según métodos utilizados en la antigua Alemania Oriental? Métodos destinados a encubrir ejecuciones haciendo que parecieran suicidios.

Talboth asintió despacio. Una vez más, se llevó el vaso de agua a la boca y, en esta ocasión, sí bebió.

—Es algo que también sucede en la CIA —aseguró—. Naturalmente, nosotros también nos hemos visto obligados bastante a menudo a liquidar gente de modo que pareciese un suicidio.

A Wallander no le extrañaba la renuencia de Talboth a hablar de aquello que no guardaba relación directa con Håkan y Louise von Enke, pero estaba decidido a ir tan lejos como fuera posible con sus indagaciones.

—En fin, podemos dar por sentado que Louise fue asesinada —observó.

—¿Cabe la posibilidad de que la liquidara el servicio de inteligencia sueco?

—No, en Suecia las cosas no funcionan así. Por otro lado, nada indica que fuera descubierta. Es decir, no tenemos ni asesino ni un móvil razonable.

Talboth desplazó la silla de mimbre en la que estaba sentado, de modo que quedase a la sombra. Guardó silencio un momento, mordiéndose el labio inferior.

—Casi podría creerse que se trata de un drama de celos —sugirió al fin.

Se incorporó en la silla con renovado interés.

—Trabajar en Suecia nunca fue lo mismo que estar destinado detrás del telón, mientras existió —prosiguió—. Aquel que era descubierto moría ejecutado casi invariablemente. Al menos, si no era un agente tan importante como para poder ser canjeado. Los espías pueden perder la agudeza cuando llevan mucho tiempo en activo, siempre expuestos a que se desvele su identidad. Demasiada presión. De ahí que los espías se ataquen unos a otros, la violencia se ejerce hacia adentro. Cuando el éxito de uno crece de forma desmesurada y nace la envidia y la competitividad viene a sustituir al espíritu de colaboración y de lealtad. En el caso de Louise, no es impensable que así sucediera, por una razón muy concreta.

Ahora le tocó a Wallander trasladar la silla para quedar a la sombra. Se inclinó para alcanzar el vaso de agua. El hielo se había derretido ya.

—Como Håkan ya te ha contado, llevan mucho tiempo circulando rumores sobre un espía sueco —dijo Talboth—. La CIA lo sabe desde hace años. Cuando yo trabajaba en la embajada de Estocolmo, invertíamos gran cantidad de recursos en esa cuestión. El hecho de que alguien vendiese secretos militares a los rusos constituía un problema para nosotros y para la OTAN. Suecia contaba con una industria bélica puntera en innovaciones técnicas. Teníamos negociaciones periódicas con nuestros colegas suecos acerca de lo delicado de la situación, pero también con colegas británicos, franceses y noruegos. Nos enfrentábamos a un agente de extraordinaria habilidad. Por otro lado, sabíamos que debía existir un intermediario, un
proveedor
, por parte sueca. Alguien que suministraba la información al agente que, a su vez, se la hacía llegar a los rusos. Nos sorprendía no encontrar nunca el menor rastro. O, mejor dicho, que nuestros colegas suecos no hallasen jamás una pista. Los suecos tenían una lista de veinte nombres, todos de oficiales de distintas fuerzas del ejército. Pero los investigadores suecos nunca llegaron a averiguar algo importante. Y nosotros no pudimos ayudarles. Era como si estuviésemos cazando un fantasma. A algún listillo se le ocurrió llamar al sujeto que buscábamos
Diana
, como la novia de
El fantasma
. A mí me pareció ridículo. Ante todo, porque entonces no había ningún indicio que permitiese pensar que hubiese una mujer implicada. Sin embargo, el tiempo demostraría que el símil de aquel idiota fue inconsciente, pero afortunado. En fin, ésa fue la situación hasta marzo de 1987. Hasta el 8 de marzo, para ser exactos. Aquel día ocurrió algo que cambió de un plumazo la situación, hizo que varios oficiales del servicio secreto sueco quedaran fuera de combate y nos obligó a los demás a pensar en otro sentido. No creo que Håkan te hablara de eso, ¿verdad?

—No.

—Pues todo empezó cerca de Amsterdam, en el gran aeropuerto de Schipool, una mañana, muy temprano. Había un hombre ante la puerta de la oficina de la policía aeroportuaria. Vestía un traje holgado, camisa blanca y corbata. Llevaba en la mano una maleta pequeña, un abrigo en el brazo y un sombrero en la otra mano. Por su aspecto, debía de parecer venido de otra época, quizá procedente de una película en blanco y negro con lúgubre música de fondo. Habló con un policía que, en realidad, era demasiado joven para aquella tarea. Pero había gripe y lo habían destinado allí para cubrir una baja, así que ahora se veía frente a un hombre que, en un pésimo inglés, buscaba asilo político en los Países Bajos. Le mostró un pasaporte ruso según el cual el individuo se llamaba Oleg Linde. Un nombre poco ruso, podría pensarse, pero era el que rezaba en el documento. Tenía cuarenta años, el pelo ralo y una cicatriz en la aleta de la nariz. El joven policía, que jamás se había visto cara a cara con un refugiado del Este en busca de asilo político, fue a buscar a un colega de más edad y experiencia, que se quedó al cargo del asunto. Antes de que el policía, que si no recuerdo mal se llamaba Geert, empezase a preguntar, Oleg Linde le contó su historia. He leído los informes tantas veces, que creo que conozco lo esencial casi de memoria. Era comandante del KGB, de la unidad especial de espionaje occidental, y buscaba asilo político porque no deseaba seguir participando en la tarea de mantener unido el imperio soviético, que ya empezaba a derrumbarse. Aquellas fueron sus primeras palabras. Luego pasó a utilizar el cebo que tenía preparado, el hecho de conocer a muchos de los espías soviéticos que trabajaban en Occidente. Sobre todo, a muchos agentes especialmente hábiles que tenían su base de operaciones en los Países Bajos. A partir de ahí, los agentes del servicio secreto se hicieron cargo de él. Lo condujeron a un apartamento situado en La Haya, muy próximo al edificio del Tribunal Internacional, por irónico que pueda parecer. Y allí lo
descompusieron
, según la expresión utilizada por los colegas neerlandeses. No tardaron mucho en comprobar que Oleg Linde era auténtico. Mantuvieron secreta su identidad, pero empezaron a comunicarles a sus colegas de todo el mundo que disponían de una magnífica pieza, un verdadero
objeto de anticuario
. ¿Deseaban conocerlo? ¿Ir a estudiar la pieza con detenimiento? Llegaron informes de Moscú según los cuales el KGB estaba en plena efervescencia y la gente corría de un lado a otro, asustada como hormigas en cuyo hormiguero alguien hubiese andado removiendo. Oleg Linde era uno de los elementos que, sencillamente, no podían perder. Y ahora había desaparecido sin haber dejado el menor rastro. Y en Moscú temían lo peor. Supieron que se hallaba en los Países Bajos cuando se dispersó la red de agentes soviéticos allí destacada. Oleg Linde había comenzado
sus grandes ventas
, como suele decirse en nuestro gremio. Y no era caro, precisamente. Sólo pedía un nuevo nombre y otra identidad. Por lo que yo sé, se fue a vivir a la isla de Mauricio y se instaló en una ciudad que lleva el maravilloso nombre de Pamplemusse, donde se ganaba la vida como carpintero. Al parecer, el bueno de Oleg Linde era ebanista, antes de llegar al KGB. Bueno, de esa parte de la historia no estoy muy seguro, la verdad.

—¿Y a qué se dedica ahora?

—Duerme el sueño eterno. Murió en 2006, de cáncer. En Mauricio encontró a una joven con la que se casó y que le dio varios hijos, aunque de ellos no sé nada. Su historia me recuerda, por cierto, a la de otro agente tránsfuga conocido con el apodo de
Boris
.

—Sí, he oído hablar de él —afirmó Wallander—. En aquellos años debió de haber una avalancha de tránsfugas rusos.

Talboth se levantó y entró en el apartamento. Por la calle pasaron varios coches de bomberos con las sirenas a toda marcha. Al cabo de unos minutos, Talboth volvió con la jarra de agua llena.

—Él fue quien nos proporcionó la información de que el espía que tanto tiempo llevábamos buscando en Suecia era una mujer. No pudo facilitarnos su nombre, pues sus contactos en el KGB eran unos agentes independientes de los oficiales. Era la práctica habitual con los espías especialmente valiosos. Pero Boris estaba seguro de que se trataba de una mujer, que no trabajaba ni en la defensa ni en la industria bélica. Lo que significaba que contaba con uno o varios proveedores que se encargaban de proporcionarle la suculenta información que ella, a su vez, les vendía a otros. Nunca se supo si se convirtió en espía por ideología o si se debía a cuestiones puramente económicas. Los servicios secretos suelen preferir a los espías que lo hacen por negocio, pues las implicaciones ideológicas suelen complicarlo todo. En aquellos que tienen convicciones no puede confiarse del todo, solemos decir. El nuestro es un sector donde reina el cinismo y, para que funcione, debe serlo. Y siempre repetimos, como un mantra, que seguramente no hacemos del mundo un lugar mejor, pero tampoco peor. Justificamos nuestra existencia aduciendo que mantenemos una especie de equilibrio del terror, lo cual es probable que sea cierto.

Talboth removió los cubitos de la jarra con una cuchara.

—Las guerras del futuro… —dijo pensativo—. Estallarán por bienes básicos, como el agua. Nuestros soldados morirán por un charco de agua.

Casi apesadumbrado, se llenó el vaso, poniendo sumo cuidado en no derramar una gota. Wallander aguardaba a que continuase.

—Jamás la encontramos —prosiguió Talboth—. Les prestamos a los suecos toda la ayuda a nuestro alcance, pero jamás la identificamos, ni la descubrimos ni la atrapamos. Y empezamos a pensar que quizá fuese sólo una invención. Sin embargo, los rusos siempre acababan sabiendo cosas que no deberían saber. Si Bofors creaba alguna mejora técnica para un sistema de armamento, los rusos no tardaban en estar al corriente. Distribuimos una cantidad infinita de trampas, pero jamás cayó en ellas nadie.

—¿Y Louise?

—Ella quedaba fuera de toda sospecha, naturalmente. ¿Quién tenía motivo para sospechar de ella? Una profesora de idiomas a la que le encantaba el salto de natación.

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