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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (56 page)

BOOK: El hombre inquieto
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Regresó cruzando el largo puente, se detuvo en la autovía en el restaurante Fars Hatt y continuó derecho a casa.

Salió del coche y, súbitamente, se le ensombreció la memoria. Allí estaba, con las llaves en la mano. El capó caliente todavía. Una vez más, cayó presa del pánico. «¿Dónde había estado?»
Jussi
empezó a ladrar y a saltar al otro lado de la valla. Wallander miró al animal al tiempo que hacía un esfuerzo sobrehumano por recordar. Miraba las llaves y el coche como si pudieran darle una respuesta. Tardó diez minutos en disipar la laguna, en traer a la memoria de lo que acababa de hacer. Estaba empapado en sudor. «Esto va a peor», constató. «Tengo que averiguar qué me está pasando.»

Sacó las cartas del buzón y se sentó a la mesa del jardín. Aún estaba sobrecogido por la falta de memoria que se había adueñado de él una vez más. Al cabo de un rato, después de darle de comer a
Jussi
, descubrió que, entre los diarios que había sacado del buzón, había una carta. En el sobre no figuraban ni el nombre ni la dirección del remitente. Y Wallander no reconoció la letra.

Cuando lo abrió, vio que era una carta manuscrita, de Håkan von Enke.

35

La carta tenía matasellos de Norrköping y decía así:

«Hay un hombre en Berlín llamado George Talboth. Es estadounidense y ha trabajado en la embajada en Estocolmo. Habla muy bien el sueco y se lo considera experto en las relaciones entre Escandinavia y la Unión Soviética, hoy Rusia. Yo lo conocí a finales de los años sesenta, cuando llegó a Estocolmo, pues acompañó al entonces agregado de defensa Hutchinson a diversas recepciones y visitas, entre otras, a Berga. Nos caímos bien, tanto él como su mujer jugaban al bridge y empezamos a vernos con frecuencia. Poco a poco, comprendí que estaba vinculado a la CIA. No obstante, jamás intentó sonsacarme confidencias que no podía hacerle. Allá por 1974, quizás algo más tarde, a su esposa Marilyn le diagnosticaron un cáncer que acabó con su vida poco después. Para George aquello fue una catástrofe. Él y su mujer tenían una relación mejor si cabe que Louise y yo. De modo que empezó a visitarme con creciente frecuencia, casi cada domingo y a menudo también durante la semana. En 1979 se trasladó a Bonn y permaneció en aquel país después de la jubilación, pero en Berlín. Naturalmente, es posible que aún preste servicios a su país "bajo cuerda", por así decirlo. En cualquier caso, yo no tengo noticia de ello.

»Hablé con él por teléfono en diciembre. Aunque ya ha cumplido setenta y dos años, es un hombre intelectualmente activo. Y, según él afirma, la guerra fría es una realidad que aún hoy persiste. Cuando el imperio soviético se vino abajo, se produjo una revolución tan decisiva en muchos aspectos como la de 1917. Sin embargo, a decir de George, no fue más que un retroceso transitorio, un debilitamiento pasajero. Y piensa que, en la actualidad, se confirma su opinión en Rusia, que crece sin cesar y que le impondrá a su entorno condiciones cada vez más exigentes. Me he permitido escribirle unas líneas y pedirle que se ponga en contacto contigo. Si alguien puede ayudarte a buscar una explicación a la muerte de Louise, esa persona es George Talboth. Espero que no te tomes a mal que, de este modo, intente contribuir a lo que yo considero unos honrados esfuerzos por tu parte.

»Un respetuoso saludo,

»Håkan von Enke.»

Wallander dejó la carta en la mesa de la cocina. Desde luego, era muy positivo que Håkan von Enke hubiese querido transmitirle el nombre de un contacto, pero a él no le gustaba lo más mínimo aquella carta. Volvió a experimentar la sensación de que había algo que no lograba ver. La leyó una vez más, muy despacio, como si fuese caminando por un campo de minas. «Las cartas había que interpretarlas», le decía Rydberg. Uno debe saber lo que hace, en especial si la carta puede ser importante para la investigación de un crimen. Pero ¿qué podía interpretarse allí? Decía lo que decía. Wallander se fue al ordenador y tecleó en Google el nombre de George Talboth. Obtuvo varios resultados, pero ninguno encajaba. Para terminar de irritarse, seguramente, tecleó la sigla CIA. Ante su asombro, obtuvo la dirección de un instituto culinario. Aparte, claro está, de la verdadera CIA.

Dejó el ordenador y fue a medirse el índice de glucosa que, en esta ocasión, fue de 10,2, es decir, menos satisfactorio que la vez anterior. Demasiado alto. No había sido riguroso ni con las pastillas de Metformin ni con las inyecciones de insulina. Tras echar un vistazo al frigorífico constató que, dentro de unos días, tendría que reponer el arsenal de medicamentos.

Cada día tomaba no menos de siete pastillas diferentes, para la diabetes, para la tensión y para el colesterol. A él no le gustaba lo más mínimo, lo sentía como una derrota. Muchos de sus colegas no tomaban una sola pastilla, o al menos eso decían ellos. Rydberg desdeñaba todos los preparados de la farmacia. Ni siquiera tomaba analgésicos para el dolor de cabeza, pese a que lo sufría con frecuencia. «A diario me lleno el cuerpo de un montón de sustancias químicas de las que, en realidad, no sé nada», se dijo. «Creo en mis médicos y las compañías farmacéuticas, sin cuestionar sus prescripciones.»

Ni siquiera a Linda le había hablado de todos los frascos de pastillas. Su hija tampoco sabía que ya había empezado a inyectarse insulina. Aunque mirase en su frigorífico, él había tomado la precaución de esconder las cajas de inyecciones detrás de unos tarros de salsa picante de mango, pues sabía que ella ni la tocaría.

Leyó la carta varias veces más sin descubrir ninguna segunda intención más allá de lo que allí decía. Håkan von Enke no le había enviado ningún mensaje oculto.

Hacia las siete llegó Olofsson, su vecino más próximo, a hacerle una inesperada visita. Era un hombre corpulento y desdentado que más parecía un jugador de hockey que un labriego escaniano. Y fue a verlo para preguntar por el pequeño terreno de labranza propiedad de Wallander, que éste tenía en barbecho, por si podía plantearse la posibilidad de arrendárselo. Para el año próximo tenía intención de regalarle a su nieta un pony por su cumpleaños, y necesitaba un pequeño prado para el animal. Naturalmente, Wallander aceptó, pero se negó a cobrar nada por ello, pues ellos se hacían cargo de
Jussi
cada vez que él se ausentaba. Olofsson era hombre muy hablador y Wallander no tardó en comprender que no se marcharía sin que lo hubiese invitado a café. Hablaron de todo un poco, de terneros fugados de sus granjas… Olofsson sintió curiosidad y comenzó a hacerle preguntas sobre distintos crímenes sobre los que había leído en el diario
Ystads Allehanda
. Eran cerca de las diez cuando el vecino levantó por fin su robusto cuerpo de la silla y se encaminó hacia su tractor. Se estrecharon la mano para sellar el acuerdo sobre el prado. Wallander se sentía agotado cuando entró en casa. La carta de Håkan von Enke seguía sobre la mesa. Empezó a leerla una vez más, pero lo dejó hacia la mitad, convencido de que buscaba en vano algo que no existía.

Aquella noche soñó con su padre. Lo vio fuera, en el pequeño terreno cuya explotación le había cedido a Olofsson, dándole palmaditas a su caballete como si de un caballo se tratase.

Acababa de levantarse, poco antes de las siete de la mañana, cuando sonó el teléfono. Pensó que sólo Linda podía llamarlo tan temprano ahora que estaba de vacaciones. Tomó el auricular.

—¿Knut Wallander? —preguntó una voz desconocida.

Era una voz de hombre. Pese a que su sueco era impecable, Wallander detectó un leve acento.

—Supongo que usted es George Talboth —dijo Wallander—. Esperaba su llamada.

—Propongo que nos tuteemos. Yo soy George y tú eres Knut.

—No, no es Knut, sino Kurt.

—Sí, Kurt, Kurt Wallander. Lo siento, mezclo algunos nombres. ¿Cuándo llegas?

Wallander quedó perplejo ante tal pregunta. ¿Qué le habría dicho Von Enke a Talboth en su carta?

—La verdad, no tenía pensado ir a Berlín. Hasta ayer, a través de una carta, no supe de tu existencia.

—Håkan me dijo que seguramente estarías dispuesto a venir.

—¿Y por qué no puedes venir tú a Escania?

—No tengo permiso de conducir. Y el avión y el tren me matan de aburrimiento.

«Un norteamericano que no tiene permiso de conducir debe de ser un personaje singular», se dijo Wallander.

—Quizá pueda ayudarte —prosiguió George Talboth—. Yo conocía a Louise. Tan bien como a Håkan. Además, ella se llevaba muy bien con Marilyn, mi mujer. Solían quedar para tomar el té y Marilyn me contaba siempre de qué habían estado hablando.

—Ajá. ¿Y de qué hablaban?

—El tema principal de conversación de Louise era la política. A Marilyn no le interesaba mucho, pero la escuchaba.

Wallander frunció el entrecejo. ¿No le había dicho Hans exactamente lo contrario? ¿No le aseguró que su madre nunca hablaba de política, salvo de forma fugaz, en alguna conversación con su marido? De repente la idea de ir a Berlín para hablar con George Talboth le resultó atractiva, pues no había estado en la ciudad desde el hundimiento de la Alemania Oriental. Sin embargo, estuvo en Berlín Oriental en dos ocasiones con Linda, durante su época de fijación por el teatro y cediendo a su insistente deseo de ir al Berliner Ensemble. Aún recordaba con malestar cómo los policías de la RDA aporrearon a media noche la puerta del compartimento del coche-cama para pedirles los pasaportes. En ambas ocasiones, Linda y él se alojaron en un hotel de la Alexanderplatz. Wallander siempre se sintió a disgusto allí.

—Bueno, yo podría ir a verte en mi coche —cedió Wallander al fin.

—Puede alojarte en mi casa. Tengo un apartamento en Shöneberg. ¿Cuándo vienes?

—¿Cuándo te va bien?

—Soy viudo, me amoldo a lo que más te convenga.

—¿Pasado mañana?

—Te daré mi número de teléfono. Llámame cuando estés cerca de Berlín y te guiaré para que cruces la ciudad. ¿Qué te gusta más, la carne o el pescado?

—Las dos cosas.

—¿Y el vino?

—Tinto.

—Bien, pues ya sé cuanto necesitaba saber. ¿Tienes un bolígrafo?

Wallander anotó el número en el margen de la carta de Håkan von Enke.

—Bueno, bienvenido —le dijo George Talboth—. Si no me equivoco, tu hija está casada con el joven Hans von Enke, ¿no es así?

—Bueno, no exactamente. Tienen una hija, Klara, pero aún no se han casado.

—Ah, pues trae una fotografía de tu nieta.

Wallander se despidió. Tenía fotos de Klara aquí y allá por toda la casa. Cogió dos que había en la cocina, fijadas con alfileres, y las dejó sobre la mesa, junto al pasaporte. Desayunó mientras consultaba el atlas para calcular la distancia entre Berlín y el puerto de Sassnitz. Llamó a la naviera de transbordadores de Trelleborg, donde lo informaron de los horarios, que anotó mientras pensaba con fruición en el atractivo viaje que tenía por delante. «Vaya, este verano lo recordaré por el mucho ir y venir en coche», se dijo. «Exactamente igual que cuando Linda era pequeña y nos íbamos de vacaciones a Dinamarca, o a Gotland y, en una ocasión, incluso llegamos a Hammarfest, en el norte de Noruega.»

El 23 de julio se sentó al volante y tomó la carretera de la costa rumbo a Trelleborg, el transbordador y el continente. A Linda le dijo que pensaba tomarse unos días de vacaciones en Berlín. Ella no sospechó ni preguntó nada, pero sí le confesó que lo envidiaba por ello. Wallander vio en las noticias que sufrían una oleada de calor en Berlín, al igual que en toda Centroeuropa.

Decidió no ir directo a Berlín. Dejaría la autopista a mitad de camino y se alojaría en algún hotel modesto, pues no tenía prisa. Comió en el transbordador, compartió mesa con un camionero bastante hablador que le contó que iba a Dresde con varias toneladas de comida para perros.

—O sea, que los perros alemanes se alimentan de comida sueca. ¿Y eso por qué? —le preguntó Wallander.

—Pues sí, yo también me lo pregunto. Bueno, supongo que es consecuencia de lo que se llama mercado libre, ¿no?

Wallander salió a cubierta. Pensó que eran muchas las personas que optaban por trabajar a bordo de un barco. Al igual que Håkan von Enke, aunque él pasó largos períodos de su vida bajo la superficie. «¿Qué moverá a una persona a convertirse en comandante de un submarino?», se preguntó. «Pero claro, mucha gente se preguntará por qué nadie decide ser policía. Desde luego, mi padre era una de ellas.» Una vez en Sassnitz, se dirigió a un aparcamiento, se cambió de camisa y se puso un pantalón corto y unas sandalias. Por un instante, la idea de poder quedarse donde quisiera, de alojarse donde se le antojara y de comer lo que le apeteciera lo llenó de felicidad. «Esto es la libertad», constató sonriendo ante lo patético de su idea. «Un policía bastante mayor se da a la fuga, huyendo de sí mismo.»

Condujo hasta llegar a Oranienburg, a las afueras de Berlín, cuando decidió detenerse a pasar la noche. Estuvo buscando un hotel adecuado y eligió por fin el Kronhof, en el cinturón de la ciudad. El recepcionista era un señor mayor con abundante bigote. Al ver que Wallander era sueco, el hombre le explicó que en más de una ocasión había pensado comprarse una casita en alguna zona de Suecia cercana a los bosques. ¿No tendría el señor Wallander la amabilidad de proponerle alguna región adecuada?

—Småland —respondió Wallander—. En sus bosques hay montones de casas vacías a la espera de un nuevo propietario.

El recepcionista le asignó una habitación que hacía esquina, en la tercera planta. Era muy espaciosa y decorada con demasiados muebles oscuros y recios, pero a Wallander no le disgustó. Estaba en la última planta, nadie lo despertaría con sus pasos durante la noche. Se puso unos pantalones largos y deambuló por la ciudad durante un par de horas, se tomó un café, entró a curiosear en un anticuario y regresó al Kronhof. Eran las cinco y tenía hambre, pero decidió aguardar un poco. Se tumbó en la cama con el crucigrama del periódico y, tan sólo después de unas cuantas palabras, se quedó dormido. Cuando se despertó, eran las siete y media. Bajó al restaurante y se sentó a una mesa que había en un rincón. No había muchos clientes en el comedor, pues aún era temprano. Una camarera que le recordó a Fanny Klarström le entregó la carta. Se tomó un
Wienerschnitzel
, que acompañó con vino. Iban llegando los huéspedes, la mayoría de los cuales parecían conocerse. Wallander pidió una crema de chocolate de postre, pese a que sabía que no debería tomar tanto azúcar. Se tomó otra copa de vino y empezó a notar la embriaguez. «Bueno, ahora, al menos, no llevo ninguna arma que pueda dejar olvidada», se dijo. «Aquí no tendré que vérmelas con un Martinsson colérico por la mañana.»

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