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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (63 page)

BOOK: El hombre inquieto
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Por fin arribaron y ambos bajaron a tierra.

40

Avanzaban cautelosos por entre la penumbra de la noche estival. Wallander le susurró a Nordlander, sin más explicaciones, que no debía apartarse de su lado. En cuanto llegaron a la isla, Wallander tuvo la certeza de que Nordlander no conocía el escondite de Håkan von Enke. Nadie era tan habilidoso para ocultar que sabía dónde encontrar lo que buscaba.

Wallander se detuvo al ver luz en una de las ventanas de la cabaña. Y, junto al leve rumor de las olas, también oyó la música procedente de la casa. Le llevó unos segundos comprender que una de las ventanas estaba abierta. Se volvió hacia Nordlander y le preguntó en un susurro:

—¿Te cuesta creer que Louise era espía?

—¿Te extraña que me resulte difícil?

—En absoluto.

—Te entiendo, pero me niego a creer que sea verdad.

—Haces bien —respondió Wallander despacio—. Lo que te he contado es lo que
quieren
que creamos.

Sten Nordlander meneó la cabeza.

—Pues ahora sí que no te entiendo.

—Es muy sencillo. La prueba de que Louise era espía son los documentos hallados en su bolso. Sin embargo, alguien pudo colocarlos allí después. Por otro lado, intentaron encubrir el asesinato haciendo que pareciese un suicidio, que ella misma se quitó la vida. Cuando me vi con Håkan aquí en la isla, me refirió con todo lujo de detalles que, durante muchos años, sospechó que Louise se dedicaba al espionaje. Su historia era sumamente creíble. Sin embargo, al cabo de un tiempo empecé a comprender algo que se me había escapado hasta entonces. Podría decirse que contemplé los sucesos desde una perspectiva contraria, como reflejados en un espejo.

—¿Y qué viste?

—Algo que todo lo ponía del revés. Y al ponerlo del revés lo vi del derecho, por así decirlo. Eso es exactamente lo que me pasó.

—En otras palabras, que a pesar de lo que me has contado, debo sacar la conclusión de que Louise no era espía. Pero ¿qué quieres decirme exactamente?

Wallander no contestó a su pregunta.

—Quiero que te acerques a la cabaña —le dijo—. Y que te quedes allí, escuchando junto a la ventana.

—¿Escuchando qué?

—La charla que pienso mantener con Håkan von Enke.

—Pero ¿a qué viene tanto miramiento y tanto andar de puntillas en la noche?

—Si él supiera que estás aquí, nos arriesgaríamos a que no dijera la verdad.

Sten Nordlander meneó la cabeza pero no añadió una sola palabra, dejó de preguntar y se encaminó a la cabaña, tal y como le había pedido Wallander, quien, por su parte, permaneció inmóvil donde estaba. Esperaba que Von Enke, alertado por sus alarmas, supiese ya que había alguien en la isla. Sin embargo, se trataba de que no se hubiese dado cuenta de que había más de una persona ante la cabaña.

Sten Nordlander llegó a la fachada lateral. De no haber sabido que se encontraba allí, a Wallander no le habría resultado fácil descubrir su presencia. Él seguía esperando, sin moverse. Experimentó una curiosa mezcla de inquietud y de una calma inmensa. «El final de la historia», se dijo. «¿Estaré en lo cierto o habré cometido la mayor equivocación de mi vida?»

Lamentó no haber advertido a Nordlander de que aquello podía llevar un buen rato. Un ave nocturna aleteó de pronto a su lado para desaparecer de inmediato. Wallander aguzó el oído en la oscuridad en busca de algún sonido que le avisara de que Håkan von Enke se le acercaba. Sten Nordlander seguía impasible junto a la cabaña. La música se filtraba por la ventana abierta.

Notó la mano en el hombro y dio un respingo. Se dio la vuelta y se encontró cara a cara con el rostro de Von Enke.

—¿Otra vez por aquí? —preguntó en voz baja—. No acordamos nada parecido. Podría haberte tomado por un intruso. ¿A qué has venido?

—A hablar contigo.

—¿Ha ocurrido algo?

—Muchas cosas. Como seguramente sabrás, fui a Berlín y hablé con tu viejo amigo George Talboth. He de decir que se portó como esperaba de un alto oficial de la CIA.

Wallander se había preparado lo mejor posible. Sabía que no debía exagerar. Tenía que hablar lo bastante alto para que Sten Nordlander lo oyese bien, pero no tanto como para que Håkan von Enke empezara a sospechar.

—Le pareciste un buen hombre.

—Jamás en mi vida he visto un acuario como el suyo.

—Sí, es extraordinario. Sobre todo los trenes que van por los túneles.

Una fuerte ráfaga de viento silbó de pronto a su lado, y todo volvió a quedar en silencio.

—¿Cómo has venido? —le preguntó Von Enke.

—Con el mismo barco.

—¿Tú solo?

—¿Por qué no iba a venir solo?

—Yo suelo desconfiar cuando contestan a mis preguntas con otra pregunta.

Håkan von Enke encendió de improviso una linterna que llevaba pegada al cuerpo y enfocó con ella la cara de Wallander. «Como en un interrogatorio», atinó a pensar. «Con tal de que no la dirija a la casa y vea a Nordlander… Entonces todo estará perdido.» La luz se extinguió.

—Bueno, no tenemos por qué estar aquí fuera.

Wallander siguió a Von Enke, que apagó la radio una vez que estuvieron dentro. Nada había cambiado desde la última visita de Wallander.

Håkan von Enke estaba en guardia. Y Wallander ignoraba si se trataría de una reacción instintiva, si intuía el peligro. O si su actitud se debería sólo a la natural suspicacia provocada por lo inesperado de su visita.

—Por algo habrás venido —insistió Håkan von Enke—. Una visita tan repentina, en plena noche…

—Quería hablar contigo.

—¿Sobre el viaje a Berlín?

—No, no es sobre Berlín.

—Pues ya me dirás.

Wallander confiaba en que Sten Nordlander pudiese oír su conversación desde donde se encontraba agazapado junto a la ventana. ¿Qué pasaría si Von Enke decidía cerrarla? «No tengo tiempo que perder», se dijo Wallander. «He de ir derecho al grano, no puedo esperar más.»

—Bien, ya me dirás —se obstinó Von Enke.

—Se trata de Louise. Y de la verdad sobre ella.

—¿Acaso no la conocemos ya? ¿No hablamos de ello la primera vez que viniste, aquí, en esta misma cabaña?

—Sí, es cierto. Pero no creo que me dijeras la verdad. —Håkan von Enke lo observó tan inexpresivo como siempre—. De repente me invadió la sensación de que algo no encajaba —confesó Wallander—. Era como si me hubiese quedado mirando el aire cuando lo que debía observar era el suelo que pisaba. Me sucedió durante el viaje a Berlín. Me percaté de que George Talboth no sólo respondía a mis preguntas, sino que, además, hacía sus propias indagaciones, de forma discreta y habilidosa, sobre lo que pudiera saber yo. Cuando me di cuenta, tomé conciencia de otra realidad. De algo horrendo, vergonzoso, una traición tan infame, tan llena de desprecio por el ser humano que, al principio, no quise admitirlo. Lo que yo creía, lo que Ytterberg pensaba, lo que tú me explicaste y lo que George Talboth corroboró… no era la verdad. Me habéis usado, me utilizasteis, fui cayendo obediente e ingenuo en todas las trampas que salpicaban el camino. Pero eso me ayudó a descubrir a otra persona.

—¿A quién?

—A la que podemos llamar la verdadera Louise. Ella jamás fue espía. No había en ella falsedad alguna, era lo más auténtico que pueda imaginarse. El día que la conocí me llamó la atención su hermosa sonrisa. Y lo mismo pensé el día que nos vimos en Djursholm. Después me convencí durante mucho tiempo de que utilizaba aquella sonrisa para ocultar su gran secreto. Hasta que comprendí que, como todo lo demás en ella, era una sonrisa auténtica.

—Ya, pero ¿a eso has venido? ¿A hablar de la sonrisa de mi difunta esposa?

Wallander meneó la cabeza con resignación. Aquella situación le resultó de pronto tan desagradable que no sabía cómo enfrentarse a ella. Debería montar en cólera, pero no tenía fuerzas.

—He venido por eso, porque he encontrado la verdad que tanto buscaba: que a Louise jamás se le ocurrió siquiera dedicarse al espionaje contra Suecia. Debí comprenderlo mucho antes, pero me dejé engañar.

—¿Y quién te engañó?

—Yo mismo. Estaba tan seducido como los demás por la idea de que el enemigo siempre viene del Este. Pero el principal artífice del engaño fuiste tú, el verdadero espía.

Aún aquella expresión neutra, observaba Wallander. ¿Cuánto tiempo sabrá mantenerla?

—¿Qué dices? ¿Qué yo soy un espía?

—¡Exacto!

—¿Insinúas que yo he estado trabajando como agente de la Unión Soviética o de Rusia? ¡Tú estás loco!

—Bueno, yo no he mencionado a la Unión Soviética ni a Rusia, sólo he dicho que tú eres espía. Al servicio de Estados Unidos. Y llevas siéndolo muchos años, Håkan. Sólo tú sabes cuántos y cómo empezó todo. También ignoro los motivos que te impulsaron a ello. No es que tú sospecharas de Louise, sino que ella empezó a barruntar que tú trabajabas como agente de los norteamericanos. Y eso fue lo que la condujo a la muerte.

—¡Yo no maté a Louise!

«La primera grieta», constató Wallander. «Su voz empieza a quebrarse. Y él empieza a defenderse.»

—No, no creo que la mataras tú. Seguramente fueron otros. ¿Quizá te ayudó George Talboth? Pero Louise murió para evitar que te descubrieran a ti.

—No puedes demostrar tus absurdas acusaciones.

—Cierto —admitió Wallander—. No puedo. Pero hay quien sí está en disposición de hacerlo. Sé lo suficiente como para que la policía y el Ejército empiecen a considerar lo ocurrido desde otro punto de vista. El espía de cuya existencia tanto tiempo llevan sospechando no es una mujer. Es un hombre que no dudaba en esconderse detrás de su mujer, agenciándose así una tapadera perfecta. Todos buscaban un espía ruso que, además, era mujer. Cuando en realidad deberían haber perseguido a un hombre que espiaba para Estados Unidos. Nadie consideró esa posibilidad, obcecados como estaban en localizar el enemigo en el Este. Así ha sido siempre, la amenaza venía del Este. Nadie quiso ver que también podía cometerse traición a la patria en el sentido contrario, trabajando para Estados Unidos. Y quienes lo advirtieron se sintieron como voces solitarias predicando en el desierto. Naturalmente, podría pensarse que Estados Unidos no tenía problemas para disponer de la información necesaria sobre nuestra defensa, pero no era así. La OTAN y, sobre todo, Estados Unidos precisaban la ayuda que suponía el acceso a información cualificada sobre los dispositivos de la defensa sueca, que a su vez le ofrecerían una imagen clara del despliegue militar ruso.

Wallander guardó silencio. Håkan von Enke lo miró, siempre inexpresivo.

—Te procuraste un escudo perfecto al convertirte en persona
non grata
en la Armada —prosiguió Wallander—. Elevaste estudiadas protestas cuando dejaron ir a los submarinos rusos que violaron las aguas territoriales suecas. Hiciste tantas preguntas que empezaron a verte como a un fanático enemigo de Rusia. Al mismo tiempo, te mostrabas crítico con Estados Unidos cuando convenía. Pero tú sabías, claro está, que los submarinos que entonces transitaban nuestras aguas no eran rusos, sino de la OTAN. Jugaste tus cartas y ganaste la partida. Les ganaste a todos. Salvo, quizás, a tu esposa, que empezó a sospechar que algo fallaba. Ignoro por qué viniste a esconderte aquí. ¿Te lo ordenaron aquellos para quienes trabajas? ¿Era uno de ellos el que fumaba aquella noche junto a la verja de Djursholm el día de tu cumpleaños? ¿Una advertencia, quizás? Esta cabaña estaba reservada como posible escondite para ti desde hacía tiempo. Tú sabías de su existencia por el padre de Eskil Lundberg, que te ayudó complacido, pues tú te encargaste de que recibiese una buena compensación por los destrozos en sus muelles y sus redes. Un hombre que nunca denunció la existencia del equipo de escucha que los americanos quisieron instalar en aguas rusas sin conseguirlo. Me figuro que vendrían a buscarte en un buque si fuese preciso evacuarte, ¿no? Probablemente, no te anunciaron la necesidad de acabar con la vida de Louise. Pero fueron tus amigos, sin duda, quienes la mataron. Y tú sabías cuál sería el precio de tu juego. Nada podías hacer para evitar lo que sucedió. ¿No es así? Lo único que quisiera saber es qué era tan importante que valiese incluso la vida de tu mujer.

Håkan von Enke no apartaba la vista de su mano y tenía un aire distraído, como si lo que Wallander acababa de decir no le incumbiese ni fuese de su interés. «Quizá sea, después de todo y demasiado tarde, tristeza ante el hecho de que la muerte de Louise fuese el precio», pensó Wallander.

—Yo nunca quise que ella muriera —dijo Von Enke al fin, sin apartar la vista de la mano.

—¿Y qué pensaste cuando lo supiste?

Håkan von Enke respondió con frialdad, casi con acritud.

—Estuve a punto de quitarme la vida, pero me lo impidió el recuerdo de mi nieta. Ahora ya no sé…

Guardaron silencio unos minutos. Wallander pensó que Sten Nordlander no debería tardar en aparecer, pero aún le quedaba una pregunta.

—¿Cómo lo hacías?

—¿El qué?

—Me refiero a cómo recababas la información secreta. Quiero saber cómo te convertiste en espía.

—Es una larga historia.

—Disponemos de tiempo. Y tampoco tienes por qué ofrecerme un relato exhaustivo, sólo lo suficiente para que yo lo comprenda.

Håkan von Enke se retrepó en la silla y cerró los ojos. De pronto, Wallander tomó conciencia de que tenía ante sí a un anciano.

—Todo empezó hace muchos años —comenzó Von Enke, aún con los ojos cerrados—. Los norteamericanos se pusieron en contacto conmigo ya a principios de los años sesenta. No tardaron en convencerme de la importancia de que Estados Unidos y la OTAN tuviesen acceso a información para nuestra propia defensa, nosotros jamás seríamos capaces de defendernos solos sin la mediación de Estados Unidos, estábamos perdidos de antemano.

—¿Quiénes se pusieron en contacto contigo?

—Tú recordarás sin duda cómo era todo entonces. Había un grupo de personas, jóvenes, sobre todo, que se dedicaban en exclusiva a oponerse a la guerra de Estados Unidos en Vietnam. Sin embargo, la mayoría de nosotros sabíamos que necesitábamos el apoyo de Estados Unidos para resistir el día en que todo estallase en Europa. Aquellos ingenuos románticos de izquierdas despertaban mi indignación. Y quería hacer algo. Me metí en aquello con los ojos abiertos, consciente de lo que hacía, motivado por mi ideología, podría decirse. Y la situación actual es idéntica. Sin Estados Unidos, el mundo estaría abandonado a fuerzas que sólo desean arrebatarle a Europa todo el poder. ¿Cuáles crees que son las aspiraciones de China? ¿Y qué harán los rusos el día que hayan puesto orden en sus problemas internos?

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