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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (59 page)

BOOK: El hombre inquieto
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Talboth se disculpó diciendo que debía ir a vigilar su acuario. Wallander se quedó en el balcón. Empezó a anotar algo de lo que le había dicho Talboth, pero no necesitaba plasmarlo en el papel, pues sabía que lo recordaría de todos modos. Entró en su habitación y se tumbó en la cama, con los brazos cruzados bajo la cabeza. Cuando despertó, comprobó que se había pasado dos horas durmiendo. Se levantó como un rayo, como si se hubiese quedado dormido y llegase tarde. Talboth estaba fumando en el balcón. Wallander volvió a sentarse.

—Creo que estabas soñando —declaró Talboth—. Al menos gritabas en sueños.

—Sí, a veces tengo unos sueños muy intensos —dijo Wallander—. Va por temporadas.

—Pues yo tengo suerte, nunca recuerdo lo que he soñado. La verdad es que me alegro.

Fueron dando un paseo hasta el restaurante italiano del que Talboth le había hablado. Bebieron vino con la comida y hablaron de mil temas, salvo de Louise von Enke. Después de la cena, Talboth insistió en que probasen varias clases de grapa antes de, con la misma resolución, insistir en pagar la nota. Wallander se sentía algo ebrio cuando salieron de
Il Travatore
. Talboth encendió un cigarrillo y volvió la cara para echar el humo.

—O sea, que ya hace muchos años que Oleg Linde habló de la espía sueca. A mí me parece ilógico que siga en activo —observó Wallander.

—Si aún lo está —puntualizó Talboth—. No olvides lo que hablamos en el balcón.

—Ya… si el espionaje continúa, ella quedaría limpia —concretó Wallander.

—No necesariamente. Alguien podría haber tomado el relevo. En este mundo no existen las explicaciones sencillas y la verdad muy bien puede ser lo contrario de lo que uno cree.

Caminaba despacio calle arriba. Talboth encendió otro cigarrillo.

—Y el intermediario —dijo Wallander—. El que tú llamabas «el proveedor». ¿Hay tan pocos datos sobre él como sobre la espía?

—Jamás fue descubierto.

—Lo que significa, claro está, que podría ser una mujer.

Talboth meneó la cabeza.

—No es habitual que una mujer goce de tanta influencia en el Ministerio de Defensa o en la industria bélica. Creo que podría apostar mi escuálida pensión a que es un hombre.

Aquella noche hacía bochorno. Wallander sentía un incipiente dolor de cabeza.

—¿Hay algún detalle de mi relato que te haya sorprendido especialmente? —preguntó Talboth un tanto ausente, casi como para que no muriese la conversación.

—No.

—¿Y has sacado tú alguna conclusión que no encaje con lo que te he dicho?

—No, que yo recuerde.

—¿Qué dicen los policías que investigan la muerte de Louise?

—No tienen pistas. No hay sospechoso, ni tampoco un móvil evidente. Salvo los microfilmes hallados en el bolsillo secreto de su bolso.

—Bueno, ésa es la prueba de que ella era la espía, ¿no? Tal vez fallase algo en el momento de la entrega del material, ¿no crees?

—Sí, bueno, es una explicación razonable. Y supongo que la policía trabaja con esa hipótesis, pero ¿cuál pudo ser el fallo? ¿Quién la esperaba? ¿Y por qué ha sucedido ahora, precisamente?

Talboth se detuvo y pisó la colilla.

—Bueno, pese a todo, es un gran paso —opinó—. Ahora está demostrado y pueden concentrar la investigación en la persona de Louise. Lo más probable es que terminen encontrando al intermediario.

Continuaron caminando y se detuvieron ante el portal. Talboth marcó el código en el portero automático.

—Necesito respirar un poco de aire puro —dijo Wallander—. Soy un empedernido aficionado a los paseos nocturnos, así que continuaré caminando un rato.

Talboth asintió, le dijo cuál era el código y se marchó. Wallander vio cómo se cerraba la puerta y echó a andar por la calle desierta. De nuevo lo invadió la sensación de que algo no encajaba. La misma sensación que había experimentado cuando dejó la isla después de haber pasado la noche con Håkan von Enke. Pensó en lo que le dijo Talboth sobre la verdad que, en ese mundo, solía ser contraria a lo que uno esperaba. «A veces hay que poner la realidad al revés para que esté al derecho.»

Wallander se detuvo, se dio la vuelta. La calle seguía desierta. Se oían unos acordes procedentes de una ventana abierta. Un éxito alemán. Entendió las palabras
leben, eben
y
neben
. Continuó hasta llegar a una plaza donde unos jóvenes se besaban en un banco.

«Me dan ganas de gritar aquí mismo: "No comprendo nada de lo que está pasando". Sí, podría decirlo a gritos. Lo único de lo que estoy totalmente seguro es de que hay algo que se me escapa en toda esta historia. Un detalle que se resiste a ser descubierto. Al menos a mí se me resiste. ¿Me estoy acercando a la solución o me encuentro cada vez más lejos de ella? No consigo aclarármelo.» Presa de un creciente cansancio, paseó un rato por la plaza. Cuando volvió al apartamento, le dio la impresión de que Talboth se había retirado a dormir. La puerta del balcón estaba cerrada. Wallander se desvistió y no tardó en dormirse.

Los caballos empezaron a correr de nuevo en sus sueños. Sin embargo, cuando se despertó por la mañana, ya no los recordaba.

37

En un primer momento, al abrir los ojos, Wallander no sabía dónde se encontraba. Echó un vistazo a su reloj. Eran las seis. Se quedó un rato en la cama. A través de la pared creyó oír el susurro de las máquinas que regulaban la oxigenación del agua del gran acuario. En cambio los trenes no se oían. En aquellos túneles tan bien aislados llevaban una existencia muda. «Como los topos», se dijo. «Pero también como las personas que se infiltran en los pasillos donde se toman decisiones secretas, resoluciones que luego roban y transmiten a quienes no deberían conocerlas.»

Se levantó de la cama apremiado por una repentina urgencia de marcharse. Ni se molestó en ducharse, se vistió y salió al soleado apartamento. La puerta del balcón estaba abierta, las tenues cortinas aleteaban movidas por la brisa. Talboth estaba sentado con un cigarrillo en la mano y una taza de café en la mesa. Se volvió despacio hacia Wallander. Era como si lo hubiese oído acercarse antes de que llegase a la puerta. Le sonrió. De pronto, Wallander cayó en la cuenta de que desconfiaba de aquella sonrisa.

—Espero que hayas dormido bien.

—Sí, era una buena cama —respondió Wallander—. Y la habitación silenciosa y oscura. Pero ha llegado la hora de irme.

—¿Quieres decir que no piensas dedicarle a Berlín un solo día? Podría enseñarte muchas cosas.

—Me habría gustado quedarme, pero creo que será mejor que vuelva a casa.

—Ya, me imagino que el perro no podrá estar solo mucho tiempo.

«¿Y cómo sabe que tengo un perro?», se preguntó Wallander. «Yo no se lo he contado.» Tuvo la vaga sensación de que Talboth se dio cuenta de que había hablado de más.

—Exacto —confirmó Wallander—. Así es. No puedo abusar tanto de la disponibilidad de mis vecinos para cuidar de
Jussi
. Llevo todo el verano ausentándome. Además, está mi nieta, a la que quiero ver tanto como pueda.

—Me alegro de que Louise pudiera conocerla antes de morir —dijo Talboth—. Los hijos están bien, pero con los nietos vivimos un mayor sentido de plenitud. Si los hijos son el reflejo del sentido de nuestra existencia, los nietos constituyen su confirmación. ¿Trajiste alguna foto?

Wallander le mostró las dos fotos que había elegido para llevarse.

—¡Qué niña más bonita! —exclamó Talboth poniéndose de pie—. Bueno, en cualquier caso, desayunarás antes de irte, ¿no?

—Sólo un café —aceptó Wallander—. No suelo comer recién levantado.

Talboth meneó la cabeza, como preocupado, pero volvió al balcón con el café solo, tal y como siempre lo tomaba Wallander.

—He estado dándole vueltas a algo que dijiste ayer… —comentó Wallander.

—Sí, seguro que dije muchas cosas que te dieron que pensar.

—Dijiste que, en ocasiones, había que buscar las explicaciones en sentido opuesto al que uno seguía. ¿Te referías a algo en concreto o se trataba de un principio general?

Talboth reflexionó un instante.

—Pues, la verdad, no recuerdo haberlo dicho —respondió Talboth—. Pero supongo que quería decir en general.

Wallander asintió. No creía una sola palabra de lo que le decía Talboth. Aquellas palabras tenían un significado muy concreto, sólo que él no había logrado captarlo. Talboth parecía presa de un extraño desasosiego, no tan relajado o sereno como el día anterior.

—Me gustaría tomar una foto de los dos. Voy por mi cámara. La verdad es que no tengo libro de huéspedes, pero suelo hacer una foto de mis visitas.

Volvió con una cámara que colocó sobre el respaldo de un sillón, pulsó el botón de modo automático y se colocó junto a Wallander. Hecha la foto, tomó la cámara y fotografió a Wallander solo, antes de despedirse.

Wallander ya estaba con la cazadora en una mano y las llaves del coche en la otra.

—¿Sabrás salir de la ciudad? —preguntó Talboth.

—Mi sentido de la orientación no es muy bueno, pero tarde o temprano daré con el camino. Además, la red de carreteras y calles de las ciudades alemanas está diseñada con una lógica que supera cualquier otra cosa.

Se dieron un apretón de manos. Wallander bajó a la calle y saludó desde allí a Talboth, que lo miraba apoyado en la barandilla del balcón. Al salir del portal, tomó nota de que el nombre de Talboth no figuraba en el tablón de los inquilinos. En su lugar se leía «USG Enterprises». Wallander memorizó el nombre antes de partir.

Tal y como temía, le llevó varias horas encontrar la salida. Cuando por fin se vio en la autovía se dio cuenta, demasiado tarde, de que se había saltado una salida y de que iba camino de la frontera con Polonia. Después de muchos rodeos, logró dar la vuelta y encontró por fin la carretera que lo conduciría hacia el norte. Cuando dejó atrás Oranienburg, se estremeció al recordar el episodio del hotel.

El trayecto de regreso no presentó el menor inconveniente. Aquella noche, Linda fue a verlo. Klara estaba resfriada y Hans se había quedado con ella. Al día siguiente saldría para Nueva York.

Se sentaron fuera, pues hacía buena temperatura. Linda aceptó un té.

—¿Qué tal van sus negocios? —quiso saber Wallander mientras se balanceaban despacio sentados en el columpio.

—No lo sé —confesó Linda—. Pero a veces me pregunto qué está sucediendo. Antes llegaba a casa y me hablaba de todos los negocios tan rentables que había cerrado durante el día. Ahora, en cambio, no dice nada.

Unos gansos salvajes sobrevolaron en perfecta formación sus cabezas. Ambos observaron en silencio a las aves, que se perdían rumbo al sur.

—¿Aves migratorias tan pronto? —se extrañó Linda—. ¿No es algo prematuro?

—Puede que estén practicando despegues y formaciones —aventuró Wallander.

Linda se echó a reír.

—Esa respuesta es típica del abuelo. ¿Sabes que cada día te pareces más a él?

Wallander rechazó su afirmación con un gesto.

—Los dos sabemos que tenía sentido del humor, pero vamos, que él podía ser mucho más malvado de lo que yo me permito a mí mismo.

—Yo creo que no era malvado —sostuvo Linda—. Creo que tenía miedo.

—¿De qué?

—Pues, quizás a hacerse viejo. A morir. Y sospecho que lo escondía tras su irritabilidad, seguramente fingida las más de las veces.

Wallander no respondió, pero se preguntó si sería a eso a lo que se refería Linda al asegurar que cada vez se parecía más a su padre: a que también él empezaba a manifestar su miedo a morir.

—Mañana, tú y yo iremos a ver a Mona —anunció Linda de improviso.

—¿Y eso por qué?

—Porque es mi madre y tú y yo somos sus parientes más próximos.

—¿Y dónde está ese psicópata encargado de supermercado que tiene por marido? ¿Acaso no puede ir él a visitarla?

—Pero, hombre, ¿no comprendes que eso se acabó?

—Ah, pues no lo sabía. De todos modos, me niego a ir.

—¿Por qué?

—No quiero tener nada más que ver con ella. Ahora que Baiba ha muerto, le perdono aún menos lo que dijo de ella.

—Pero… la gente celosa dice tonterías dictadas por los celos. Mona me contó las cosas que tú eras capaz de decir cuando estabas celoso.

—Pero Mona miente.

—No siempre.

—Bueno, yo no pienso ir. No quiero.

—Pero yo sí quiero. Y, sobre todo, creo que mamá quiere. No puedes borrarla sin más.

Wallander no añadió una sola palabra, no tenía sentido seguir protestando. Si no hacía lo que quería Linda, su ira convertiría sus vidas en un prolongado e insoportable infierno. Y nada más lejos de su deseo.

—Ni siquiera sé dónde está la clínica —dijo al cabo.

—Mañana lo verás. Será una sorpresa.

Aquella noche, un frente frío fue adueñándose de Escania. Cuando, minutos después de las ocho de la mañana, Linda y Wallander emprendieron el viaje rumbo al este, empezó a llover y a soplar el viento. Wallander estaba aterido. Había dormido mal aquella noche y estaba cansado y de mal humor cuando Linda fue a buscarlo. Linda lo mandó adentro y le dijo que se cambiara aquellos pantalones raídos que llevaba.

—No debes ponerte un traje para ir a verla, pero tampoco tienes por qué parecer un mendigo.

Tomaron el desvío hacia el viejo palacio de Glimmngehus. Linda lo miró de reojo.

—¿Te acuerdas?

—Por supuesto que sí.

—Tenemos tiempo de sobra, podemos pararnos un momento.

Entró en el aparcamiento que había junto a los altos muros del palacio. Salieron del coche y cruzaron el puente levadizo hasta los jardines.

—Es de los recuerdos más remotos que conservo —dijo Linda—. El día que me trajiste aquí. Estuviste a punto de matarme de miedo con todas aquellas historias de fantasmas que me contaste. ¿Cuántos años tendría yo?

—La primera vez que vinimos habrías cumplido cuatro, pero entonces no te conté historias de miedo. Yo creo que eso fue cuando tenías siete. Quizás el verano antes de que empezases el primer curso en la escuela.

—Recuerdo que estaba tan orgullosa de ti —confesó—. Mi padre, tan grande y tan imponente. Aún puedo evocar aquellos instantes en que me sentía completamente segura y feliz de vivir.

—Sí, yo sentía justo lo mismo —respondió Wallander—. Yo diría que fueron los mejores años, cuando tú eras pequeña.

—¿En qué va quedándose la vida? —preguntó Linda—. ¿Tú te lo preguntas, ahora que tienes sesenta años?

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