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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (16 page)

BOOK: El hombre inquieto
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Wallander se sintió muy aliviado al comprobar la mejoría. Cuando llegó a su despacho y encendió el ordenador pensó que hacía ya cinco días que no recibía noticias de Atkins. Quizás el hombre no tuviese más que contarle ni más fotos que remitirle. Poco antes de las doce del mediodía, cuando Wallander se planteaba si ir a casa a prepararse algo de comer o si almorzar en algún restaurante, llamaron de recepción para anunciarle que tenía visita.

—¿Quién es? —preguntó Wallander—. ¿Y qué quiere?

—Es extranjero —le dijo la recepcionista—. Y yo diría que policía.

Wallander se levantó, fue a recepción y, una vez allí, supo enseguida de quién se trataba. El uniforme no era de policía, sino de la marina norteamericana. En efecto, allí estaba Steven Atkins, con la gorra del uniforme bajo el brazo.

—No era mi intención presentarme sin avisar —se excusó Atkins—. Por desgracia, confundí la hora de llegada a Copenhague. Te he llamado a casa y al móvil, pero respondías, de modo que he venido a la comisaría.

—¡Vaya, qué sorpresa! —respondió Wallander—. Bienvenido. Si no me equivoco, es la primera vez que vienes a Suecia, ¿verdad?

—Así es, pese a que mi buen amigo, el desaparecido Håkan, me invitó mil veces, nunca llegué a emprender el viaje.

Almorzaron en el que según Wallander le aseguró era el mejor restaurante de la ciudad. Atkins era un hombre amable que lo estudiaba todo con suma curiosidad, preguntaba por interés, no por cortesía, y prestaba atención a las respuestas. En un primer momento, a Wallander le resultó difícil imaginarse a Atkins como almirante de un submarino, y menos aún de uno de los más potentes del arma submarina norteamericana, los de propulsión nuclear. Atkins tenía un talante demasiado jovial, aunque Wallander carecía de fundamento para juzgar quién era adecuado como mando de un submarino.

Atkins había llegado a Suecia impulsado por la angustia que le provocaba pensar en el destino de su amigo. A Wallander le conmovió la preocupación de Atkins. Un hombre viejo que añoraba a otro no menos viejo, una amistad a todas luces profunda.

Atkins se alojaba en el Hilton, cerca del aeropuerto de Kastrup. Allí había alquilado un coche con el que se dirigió a Ystad.

—Por supuesto, tengo que recorrer el famoso puente —dijo entre carcajadas.

Wallander envidió su blanca hilera de dientes impecables. Después del almuerzo llamó a la comisaría para avisar de que ya no volvería al trabajo y luego fue indicándole a Atkins el camino a su casa. El norteamericano resultó ser un gran amante de los perros y
Jussi
lo recibió con entusiasmo. Con el animal sujeto con la correa, dieron un largo paseo siguiendo los linderos de los campos y deteniéndose de vez en cuando para admirar el mar y el ondulante paisaje que ofrecía. De repente, Atkins se detuvo, se mordió el labio y, mirando fijamente a Wallander, le preguntó:

—¿Está muerto?

Wallander comprendió enseguida cuál era su intención. Atkins lanzó su pregunta de tal modo que no pudiese protegerse tras una verdad a medias o simplemente tras una evasiva. Quería información clara y concreta. En aquel momento, actuó como el almirante de un submarino al preguntar si habían perdido un buque.

—No lo sabemos. Sólo podemos asegurar con certeza que está desaparecido y que no hay el menor rastro de él.

Atkins lo observó un buen rato, asintió despacio y reanudaron el paseo. Media hora después, ya de vuelta en casa de Wallander, éste preparó café y ambos se sentaron a la mesa de la cocina.

—Me hablaste de vuestra última conversación telefónica —comentó Wallander—. ¿Cómo se puede decir que has llegado a una conclusión si la persona a la que se lo cuentas no tiene ni idea de a qué te refieres?

—Bueno, a veces uno cree que los demás saben lo que pensamos —dijo Atkins—. Quizás Håkan pensaba que yo sabía de qué me hablaba.

—Vosotros habréis mantenido un sinfín de conversaciones, me figuro. ¿Había algún tema recurrente? ¿Alguno que destacara por encima de los demás?

Wallander no había preparado aquellas preguntas, que fueron acudiendo a su mente de forma sencilla y natural.

—Håkan y yo teníamos casi la misma edad —comenzó Atkins—. Ambos hijos de la guerra fría.
The cold war
. Yo contaba veintitrés años cuando los rusos lanzaron el Sputnik. Recuerdo que me aterró la idea de que se nos adelantasen. Håkan me confesó en alguna ocasión que él también sintió algo así, aunque de un modo más inocente, no tan obsesivo. Para él los rusos eran una realidad, pero no tan monstruosa como para mí. En cualquier caso, aquella época nos marcó a los dos. Sé que a Håkan lo indignaba que Suecia se mantuviese fuera de la OTAN. De hecho, para él era indicio de una catastrófica falta de juicio. Según decía, la neutralidad no sólo era un peligro y un error, sino además un acto de hipocresía pura. Estábamos en el mismo bando. Suecia no se hallaba en una especie de tierra de nadie neutral, con independencia de lo que dijesen los políticos desde sus tribunas. Cuando descubrieron a Wennerström, el espía sueco, Håkan me llamó alteradísimo, aún lo recuerdo. Fue en junio de 1963. Yo era segundo a bordo de un submarino que estaba a punto de zarpar rumbo al Pacífico. A Håkan no le indignaba que aquel coronel hubiese cometido traición al servir a los rusos como espía. En realidad ¡estaba encantado! De este modo, el pueblo sueco comprendería por fin lo que estaba sucediendo. Los rusos se infiltraban en todo lo que la Defensa sueca había ido construyendo. Había tránsfugas por doquier y el día que los rusos decidieran atacar sólo la anexión a la OTAN podía salvar a Suecia. ¿Quieres saber si existía algún tema recurrente en nuestras conversaciones? La política era el tema, siempre estaba presente en nuestras charlas. Nos quejábamos del modo en que los políticos reducían nuestras posibilidades de mantener la situación equilibrada frente a los rusos. Soy incapaz de recordar una sola conversación en que no abordásemos reflexiones políticas de algún tipo.

—Y, en tal caso, si la política siempre protagonizaba vuestra charla, ¿a qué conclusión crees que se refería en aquella última ocasión? —quiso saber Wallander—. ¿Hubo alguna otra ocasión en que se mostrara exultante por las conclusiones a que había llegado?

—No que yo recuerde. Claro que nos conocemos desde hace casi cincuenta años y no son pocos los recuerdos que se me han ido borrando en todo ese tiempo.

—¿Cómo os conocisteis?

—Como suele suceder con todos los encuentros importantes, por la más pura y extraña casualidad.

Cuando Atkins empezó a referirle su primer encuentro con Håkan von Enke, había empezado a llover. El norteamericano resultó ser un narrador mucho más interesante que el hombre con el que Wallander tuvo ocasión de hablar en aquella cámara sin ventanas de la sala de fiestas; aunque, bien mirado, tal impresión podía deberse al idioma, observó Wallander para sí. «Siempre pienso que las historias en inglés son más ricas o importantes que las que oigo en mi propia lengua.»

—Pronto hará cincuenta años. En agosto de 1961, para ser exactos —comenzó Atkins con voz queda—. En el último lugar en que uno se imagina que pueden coincidir dos jóvenes oficiales de la marina. Yo había venido a Europa con mi padre, que era coronel del ejército. Él quería enseñarme Berlín, aquel enclave aislado y diminuto en el corazón de la zona de influencia rusa. Recuerdo que volamos desde Hamburgo con la
Pan Am
en un avión lleno de militares; salvo unos cuantos sacerdotes vestidos de negro, apenas si había civiles. Reinaba una gran tensión, pero una vez en nuestro destino no había carros de combate ni del Este ni del Oeste enfrentados y dispuestos a emprender el ataque. Sin embargo, una noche, cerca de Fiedrichstrasse, mi padre y yo nos vimos en medio de una muchedumbre. Enfrente de nosotros, un grupo de soldados de la Alemania Oriental desplegaban un rollo de alambre de espino mientras que otros levantaban una barrera de ladrillo y cemento. A mi lado había un joven más o menos de mi edad, vestido de uniforme. Le pregunté que de dónde era y me respondió que era sueco. En efecto, era Håkan. Así nos conocimos. Allí estábamos los dos, presenciando cómo Berlín quedaba dividida por un muro, cómo al mundo se le amputaba un miembro, por así decirlo. Ulbricht, el caudillo del pelotón de la Alemania Oriental, explicó que se trataba de una medida para «salvaguardar la libertad y poner la primera piedra del florecimiento cada vez mayor del Estado socialista». Sin embargo, el día en que levantaron el muro, nosotros vimos llorar allí mismo a una anciana. Iba pobremente vestida y le afeaba el rostro una cicatriz enorme. Después comentamos que parecía llevar la oreja sujeta bajo el cabello con esparadrapo, pero no estábamos seguros. Ambos nos percatamos, no obstante, y ninguno de los dos lo olvidaría jamás, de que extendió el brazo en una suerte de gesto desvalido hacia quienes alzaban aquella barrera ante sus ojos. Aquella pobre mujer no estaba clavada en una cruz, pero extendió la mano y la extendió
hacia nosotros
. Creo que justo en aquel momento, Håkan y yo comprendimos realmente la magnitud de nuestra misión, la de mantener libre al mundo libre, y de procurar que ningún otro país quedase aislado tras muros carcelarios como aquél. Dos semanas después nos reafirmó en nuestra convicción el hecho de que los rusos reanudasen sus pruebas nucleares. Para entonces yo había regresado a Groton, donde estaba destinado, y Håkan iba en el tren camino de Suecia. Sin embargo, nos dimos la dirección y aquél fue el inicio de una amistad que perdura aún hoy. Håkan tenía entonces veintiocho años y yo acababa de cumplir veintisiete. Cuarenta y siete años es mucho tiempo.

—¿Llegó a visitarte en Estados Unidos?

—Sí, venía a menudo. Vino a verme en quince ocasiones como mínimo, si no más.

Aquella respuesta sorprendió a Wallander. Creía que Håkan von Enke había visitado Estados Unidos en alguna ocasión aislada. ¿Sería por algún comentario de Linda o se trataría de figuraciones suyas? En cualquier caso, ahora sabía que no era cierto.

—Esa cifra supone más o menos una vez cada tres años —calculó Wallander.

—A Håkan le encantaba América.

—¿Solía quedarse por mucho tiempo?

—Rara vez menos de tres semanas. Louise siempre lo acompañaba. Ella y mi mujer se entendían bien y nos encantaba recibirlos.

—Sabes que su hijo, Hans, vive en Copenhague, ¿verdad?

—Sí, he quedado con él esta noche.

—Y me figuro que sabrás que vive con mi hija, ¿no?

—Lo sé, aunque a ella la conoceré en otra ocasión. Hans tiene mucho trabajo ahora y nos veremos en mi hotel, a partir de las diez de la noche. Mañana volaré a Estocolmo para ver a Louise.

La lluvia había cesado. Un avión voló a baja altura hacia el aeropuerto de Sturup e hizo vibrar los cristales de las ventanas a su paso.

—¿Qué crees tú que habrá ocurrido? —quiso saber Wallander—. Lo conocías mejor que yo.

—No lo sé —admitió Atkins—. Me resisto a responder. La duda es algo que va contra mi naturaleza, pero no puedo creer que se haya marchado voluntariamente y haya dejado sumidos en la preocupación y la angustia a su mujer y a su hijo, y ahora, además, a su nieta. Así que supongo que he de sacar la bandera blanca pese a que no me gusta lo más mínimo la idea.

Atkins apuró el café y se levantó. Tenía que regresar a Copenhague. Wallander le explicó cuál era el mejor camino para salir a la carretera principal que lo conduciría a Ystad y a Malmö. Cuando estaba a punto de irse, Atkins sacó una piedrecita del bolsillo y se la dio a Wallander.

—Es un regalo —le explicó—. En una ocasión oí a un viejo indio hablar de una de las tradiciones de su tribu, creo que eran kiowas. Cuando tienen problemas, se guardan una piedra en el bolsillo, mejor si es algo pesada, y ahí la llevan hasta que resuelven sus dificultades. Entonces la dejan y continúan su vida más ligeros y aliviados. Guárdate la piedra en el bolsillo. Y consérvala hasta que sepamos lo que le ha ocurrido a Håkan.

«Ésta es una piedra normal y corriente», se dijo Wallander después de despedir a Atkins, que ya se perdía pendiente abajo. Entonces, un tanto ausente, recordó la piedra que había encontrado sobre el escritorio del apartamento de Grevgatan. Pensó en lo que Atkins le había referido sobre su primer encuentro con Håkan von Enke. Wallander no recordaba nada de aquellos días de agosto de 1961. Aquel año, él cumplió trece, y el único recuerdo vivo que conservaba era el cataclismo hormonal que le sobrevino a aquella edad, que convirtió su vida en una pura ensoñación con las mujeres, ficticias o reales, como únicas protagonistas.

Wallander pertenecía a la generación que se hizo adulta en los años sesenta. Sin embargo, jamás participó activamente en ninguno de los movimientos políticos de la época, jamás intervino en ninguna de las manifestaciones celebradas en Malmö, nunca entendió de verdad qué era la guerra de Vietnam ni se interesó por los movimientos de liberación de países cuya localización geográfica ni siquiera conocía. Linda solía reprocharle a menudo su gran ignorancia. Él solía rechazar la política como un poder superior que controlaba las posibilidades que pudiera tener la policía a la hora de mantener el orden, pero poco más. Cierto que iba a votar cuando había elecciones, pero nunca sabía qué votar hasta el último momento. Su padre, por ejemplo, era socialdemócrata convencido, y ése era el partido al que Wallander confiaba por lo general su voto, aunque no convencido del todo.

El encuentro con Atkins lo llenó de inquietud. Buscó en sus recuerdos un muro de Berlín, pero sin éxito. ¿Acaso su vida había sido tan limitada que los grandes sucesos que lo rodeaban jamás le afectaron verdaderamente? ¿Qué lo indignaba a él? Sí, claro, la idea de los niños que lo pasaban mal en la vida, pero no hasta el punto de haber contribuido activamente para evitarlo. Siempre utilizó su trabajo como argumento para defenderse de tal inoperancia. «Claro, en ese terreno he logrado ayudar a la gente alguna que otra vez quitando de la circulación a los delincuentes. Pero ¿aparte de eso qué?» Sondeó con la mirada los campos, donde nada crecía aún, pero no supo qué responderse.

Aquella noche ordenó un poco su escritorio y colocó unas cuantas piezas de un rompecabezas que Linda le había regalado por su cumpleaños el año anterior. Reproducía un cuadro de Degas. Fue buscando las piezas de forma sistemática y logró completar la parte inferior izquierda del modelo. Todo ello sin dejar de cavilar sobre el destino de Håkan von Enke. Aunque, al mismo tiempo, el objeto de sus reflexiones era más bien su propio destino.

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