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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (6 page)

BOOK: El hombre inquieto
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Cuando por fin se levantó y continuó andando hacia el despacho del comisario, se había pasado unos veinte minutos sentado en el retrete. «Si Martinsson lo ha llamado para decirle que ya iba, creerán que me he fugado», se dijo. «Pero tan mal no estoy.»

Después de precederle dos mujeres en el puesto, Lennart Mattson asumió el cargo de comisario el año anterior. Era joven, apenas contaba cuarenta años, y su escalada en la esfera administrativa de la policía, de donde ahora se reclutaba a la mayoría de los jefes, había sido meteórica. Como la mayoría de los policías en activo, Wallander consideraba que ese tipo de reclutamiento no redundaría en beneficio de la capacidad de la policía para ejecutar su trabajo. Esto, unido al hecho de que Mattson fuese de Estocolmo y no parase de quejarse de que le costaba comprender el dialecto de Escania, no facilitaba las cosas. Wallander sabía que algunos de sus colegas se esforzaban por pronunciar de un modo incomprensible cuando trataban con Mattson, pero Wallander no participaba de ese tipo de demostraciones malintencionadas. Había decidido mantenerse en su sitio y no mezclarse en lo que Mattson tuviese entre manos, siempre y cuando él no se entrometiese demasiado en el trabajo policial puro y duro. Puesto que también Mattson parecía respetarlo a él, el inspector no había tenido hasta el momento ningún problema con su nuevo jefe. Sin embargo, empezaba a pensar que esa situación había pasado a la historia.

La puerta del despacho de Mattson estaba entreabierta. Wallander dio unos golpecitos y entró al oír la voz clara, casi chillona de su jefe. Ambos se sentaron en el tresillo estampado que, con no poco esfuerzo, habían metido a presión en el despacho. Mattson había desarrollado la técnica de no ser él quien iniciase la conversación, mientras fuese posible, incluso cuando él mismo convocaba la reunión. Corría el rumor de que un asesor de la Dirección General de Policía estuvo sentado con él sin decir palabra durante media hora. Transcurrido ese plazo, el asesor se levantó y, sin haber cruzado una palabra con Mattson, tomó el vuelo de regreso a Estocolmo.

Wallander pensó fugazmente que no podía retar a Mattson guardando silencio, pero se sentía cada vez más mareado y con ganas de salir y respirar un poco de aire fresco.

—No tengo ninguna explicación para lo ocurrido —comenzó—. Comprendo que es del todo inexcusable y que debes adoptar las medidas oportunas.

Mattson parecía haber preparado las preguntas, pues las formuló sin dilación.

—¿Había ocurrido antes?

—¿Qué me dejara el arma olvidada en un bar? ¡Por supuesto que no!

—¿Tienes problemas con el alcohol?

Wallander frunció el entrecejo al oír la pregunta. ¿De dónde se había sacado aquello?

—Soy mesurado —aseguró Wallander—. Cuando era joven, bebía bastante los fines de semana, pero eso se acabó.

—Y aun así, saliste a beber un día laborable.

—A beber no, fui a cenar.

—Una botella de vino, varias copas y un coñac con el café, ¿no?

—Si ya lo sabes, ¿para qué preguntas? Pero yo a eso no lo llamo beber. Creo que en este país ninguna persona sensata se dedica a algo así. Beber…, eso es cuando tomas aguardiente o vodka, cuando lo haces para emborracharte y sólo eso.

Mattson reflexionó un instante antes de formular la siguiente pregunta. A Wallander lo irritaba el tono chillón de su voz y se preguntó si aquel hombre tenía la menor idea de las dolorosas experiencias que el trabajo policial sobre el terreno podía acarrear.

—Hace unos veinte años, tus colegas te detuvieron por conducir borracho. Entonces acallaron el incidente y no hubo consecuencias. Por lo tanto comprenderás que me pregunte si no tienes un problema de dependencia del alcohol, que quizás intentes ocultar, y que ahora te ha acarreado consecuencias tan desafortunadas.

Wallander recordaba el suceso a la perfección. Había estado cenando con Mona en Malmö. Fue después de la separación, cuando él aún se figuraba que podría convencerla de que volviese a su lado. La cena terminó en disputa y luego vio cómo la recogía un hombre al que él no conocía. Los enardecidos celos lo obnubilaron de tal modo que perdió la razón y regresó a Ystad, pese a que debería haberse quedado en un hotel o haber dormido en el coche. A la entrada de la ciudad, lo detuvo una patrulla nocturna. Lo llevaron a casa, aparcaron su coche y no pasó nada más. Uno de los policías que lo detuvieron entonces había muerto, el otro estaba jubilado. Aun así, seguían circulando los rumores. A Wallander le extrañaba muchísimo.

—No lo niego, pero eso sucedió, como tú bien dices, hace más de veinte años. Y te aseguro que no tengo ningún problema con el alcohol. En cuanto a por qué salí una noche entre semana, no veo que pueda interesarle a nadie más que a mí.

—Pues yo he de tomar medidas. Y como tienes vacaciones acumuladas y en estos momentos no estás al cargo de ninguna investigación de envergadura, propongo que te tomes una semana de vacaciones. Por supuesto, se iniciará una investigación interna. Por ahora no puedo decirte más.

Wallander se levantó. Mattson permaneció sentado.

—¿Tienes algo más que añadir? —preguntó el jefe.

—No —respondió Wallander—. Haré lo que sugieres. Me tomo unas vacaciones y me voy a casa.

—Estaría bien que dejaras la pistola aquí.

—Aunque no lo creas, no soy idiota —respondió Wallander.

Wallander se fue derecho a la oficina a buscar la cazadora. Luego abandonó la comisaría pasando por la cochera y se marchó a casa. Después de las correrías de la noche anterior, se le ocurrió que tal vez le quedasen aún restos de alcohol en la sangre pero, puesto que las cosas no podían ponerse peor de lo que ya estaban, siguió conduciendo hasta llegar a casa. El viento del nordeste soplaba cada vez más fuerte. Wallander se estremeció de frío al ir del coche hasta la casa.
Jussi
empezó a saltar en su pequeño recinto, pero Wallander no tenía ganas ni de pensar en sacarlo a dar un paseo. Se quitó la ropa, se acostó y logró conciliar el sueño. Cuando se despertó, habían dado las doce. Se quedó muy quieto, con los ojos abiertos, escuchando el azote del viento contra la casa.

La sensación de que algo no iba bien lo corroía de nuevo. Una súbita sombra se había cernido sobre su existencia. ¿Cómo es que ni siquiera echó en falta el arma cuando se despertó por la mañana? Parecía que otra persona hubiese estado actuando en su lugar y luego le hubiese bloqueado la memoria para que él no supiese lo ocurrido.

Se levantó, se vistió e intentó comer algo pese a que aún se sentía mareado. Lo tentó la idea de servirse una copa de vino, pero se reprimió. Estaba fregando los platos cuando llamó Linda.

—Voy para allá —le dijo—. Sólo quería asegurarme de que estabas en casa.

Linda colgó antes que él hubiese pronunciado una palabra. Veinte minutos más tarde llegó a la casa de su padre, con el bebé dormido en brazos. Linda se sentó enfrente de su padre, en el sofá de piel marrón que Wallander compró el año que se mudaron a Ystad. La pequeña dormía en el sillón de al lado. Kurt quiso hacer algún comentario sobre el bebé, pero Linda meneó la cabeza dando a entender que ya lo harían después, ahora había otros temas más importantes que abordar.

—Ya me han contado lo sucedido —comenzó sin preámbulo—. Pero me da la impresión de que no sé nada.

—¿Fue Martinsson quien te llamó?

—Sí, después de hablar contigo. Estaba afectadísimo.

—No tanto como yo —observó Wallander.

—Cuéntame lo que no sé.

—Si has venido para someterme a interrogatorio, ya puedes irte.

—Sólo quiero saber lo que pasó. Tú eres la última persona de la que me esperaría que metiera la pata de semejante manera.

—No ha muerto nadie —protestó Wallander—. Ni siquiera ha habido heridos. Además, cualquiera puede meter la pata. He vivido lo suficiente como para verlo.

Luego se lo contó todo, desde la sensación de desasosiego que lo impulsó a salir de casa, hasta que no sabía por qué llevaba el arma encima. Cuando concluyó, Linda guardó silencio unos minutos.

—Te creo —declaró al fin—. Lo que acabas de contarme se reduce a una cosa, una única circunstancia en tu vida: estás demasiado solo. De repente pierdes el control y no tienes a nadie cerca que te serene, que te impida salir corriendo. Pero hay algo de lo que aún no estoy segura.

—¿El qué?

—¿Me lo has contado todo o te has guardado algo?

Wallander sopesó brevemente si hablarle de esa extraña sensación de llevar dentro una sombra que se desplomaba como en caída libre. Pero negó sin decir nada, pues no había nada que añadir.

—¿Qué crees que pasará? —le preguntó Linda—. No recuerdo cuál es el procedimiento cuando nosotros nos pasamos.

—Habrá una investigación interna. Ignoro qué sucederá después.

—¿Existe el riesgo de que te hagan dimitir?

—Supongo que soy demasiado viejo para que me despidan. Además, lo que he hecho tampoco es tan grave. Puede que exijan que me retire.

—¿Y no estaría bien?

Cuando Linda hizo la pregunta, Wallander estaba comiéndose una manzana, la agarró y, con gran violencia, la estrelló contra la pared.

—¿No acabas de decir que mi problema es la soledad? —rugió—. ¿Y cómo te crees que me sentiré si me obligan a prejubilarme? Entonces ya no tendré ninguna responsabilidad.

El bebé se despertó con los gritos de Wallander.

—Lo siento —se disculpó al inspector.

—Estás asustado —le dijo ella—. Y lo comprendo. Yo también lo estaría. Pero no creo que nadie deba pedir perdón por sus temores.

Linda se quedó allí hasta la noche, le preparó la cena y no hablaron más del asunto. A la hora de partir, Kurt Wallander la acompañó al coche entre ráfagas de viento frías y desapacibles.

—¿Podrás apañártelas? —le preguntó Linda.

—Yo siempre sobrevivo, pero me alegro de que preguntes.

Al día siguiente, Lennart Mattson llamó a Wallander, quería verlo aquel mismo día. En la reunión le presentaron al investigador de asuntos internos, un colega de Malmö que había venido para interrogarlo.

—Cuanto te vaya bien —le dijo el investigador, un hombre llamado Holmgren que tenía la misma edad que Wallander.

—Ahora mismo —respondió el inspector—. ¿Para qué esperar?

Se encerraron en una de las salas de reuniones más pequeñas de la comisaría. Wallander se esforzaba por ser preciso, por no exculparse y por no repetir lo sucedido. Holmgren tomaba nota y, de vez en cuando, le pedía a Wallander que retrocediese, que repitiese una respuesta, para continuar después con las preguntas. Wallander pensó que si hubiesen invertido los papeles, el interrogatorio habría discurrido igual. Al cabo de poco más de una hora terminó la sesión. Holmgren dejó el bolígrafo y observó a Wallander, pero no como se observa a un delincuente que acaba de confesar, sino como a alguien que se ha metido en un lío. Parecía que estuviese a punto de darle el pésame.

—No efectuaste ningún disparo —comenzó Holmgren—. Olvidaste el arma reglamentaria en un restaurante y, además, en estado de embriaguez. Es muy grave, de eso no cabe duda, pero en realidad no has cometido ningún acto delictivo. Nadie salió herido, no has aceptado sobornos, no has molestado a nadie.

—O sea, que no me van a despedir.

—Qué va. Pero no soy yo quien lo decide.

—Pero ¿tú qué dirías?

—No quiero hacer elucubraciones. Tendrás que esperar y ver.

Holmgren recogió sus papeles y los colocó con sumo cuidado en el maletín. De repente, se detuvo.

—Ni que decir tiene que esto no debería trascender a los medios de comunicación —señaló—. Este tipo de cosas van a peor cuando no podemos llevarlas con discreción y mantenerlas dentro del Cuerpo.

—Yo creo que irá bien —dijo Wallander—. Si no ha trascendido hasta ahora, es señal de no se ha filtrado ninguna información.

Pero Wallander se equivocaba. De hecho, aquel mismo día, alguien llamó a su puerta. Wallander, que estaban descansando, se acercó a abrir convencido de que sería su vecino que venía a pedirle o a comentarle algo. Nada más abrir la puerta un fotógrafo le disparó un flash en la cara. A su lado había una periodista que dijo llamarse Lisa Halbing y que lucía una sonrisa que a Wallander le pareció del todo artificial.

—¿Podemos hablar? —preguntó la reportera sin más miramiento.

—¿Sobre qué? —inquirió Wallander, con un incipiente dolor de estómago.

—¿Y tú qué crees?

—Yo no creo nada.

El fotógrafo disparó una serie de fotografías. El primer impulso de Wallander fue atizarle un puñetazo, pero, lógicamente, no lo hizo. En cambio, sí le exigió al fotógrafo que prometiera no tomar ninguna fotografía de él en su casa, pues era una propiedad privada. Tanto el fotógrafo como Lisa Halbing prometieron respetar su deseo, de modo que Wallander los dejó entrar y los invitó a sentarse a la mesa de la cocina. Les ofreció café y los restos de un bizcocho que, hacía unos días, le regaló una de sus vecinas, todas ellas fanáticas de la repostería.

—¿De qué periódico? —preguntó Wallander una vez servido el café—. Ya se me olvidaba preguntaros.

—Yo debería haberlo dicho —admitió Lisa Halbing, que iba muy maquillada y ocultaba sus kilos de más bajo una camisa amplia que llevaba por fuera del pantalón. Rondaba la treintena y se parecía un poco a Linda, aunque ella nunca se habría maquillado tanto—. Trabajo para varios diarios —continuó Halbing—. Si tengo una buena historia, elijo el periódico que mejor pague.

—O sea, que ahora yo soy una buena historia, ¿no?

—En una escala del uno al diez te daría quizás un cuatro, no más.

—¿Qué me habrías dado si le hubiese disparado al camarero del restaurante?

—En ese caso habría sido un diez rotundo, un suelto magnífico con titulares bien visibles en negro.

—¿Cómo te enteraste de esto?

El fotógrafo tamborileaba sobre la cámara, aunque seguía ateniéndose a su promesa. Y Lisa Halbing no dejaba de exhibir su fría sonrisa.

—Comprenderás que no pienso responder a esa pregunta.

—Por supuesto. Entiendo que fue el camarero quien te dio el soplo.

—Pues no, pero no pienso seguir contestando.

Más adelante, Wallander llegaría a pensar que tuvo que ser alguno de sus colegas quien divulgó la historia de la pistola. Pudo haber sido cualquiera, hasta el propio Lennart Mattson. O, ¿por qué no?, el mismo investigador de Malmö. ¿Cuánto habría cobrado? Durante su dilatada experiencia, las filtraciones de información siempre fueron un problema. Sin embargo, él nunca las sufrió, ni se puso jamás en contacto con ningún periodista, ni había oído que ninguno de sus colegas lo hubiese hecho. Pero ¿qué sabía él, en realidad? Con total certeza no sabía nada.

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