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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (9 page)

BOOK: El hombre inquieto
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Aquella mañana fue como todas las demás, con una sola excepción: Håkan von Enke no volvió a casa. Louise sabía muy bien cuál era su recorrido, pues antes ella solía acompañarlo, pero lo dejó cuando ya no era capaz de seguir su ritmo. Al ver que no llegaba a casa a la hora de costumbre, se preocupó. Él estaba en buena forma física, pero a pesar de todo ya tenía una edad respetable y podía haberle pasado algo. Un repentino ataque de apoplejía, una embolia. De modo que se lanzó en su búsqueda en cuanto comprobó que había roto su promesa de llevar siempre el móvil encima. En efecto, se lo había dejado en el escritorio. A las once estaba de vuelta en casa, después de haber hecho el recorrido de su esposo, temiendo en todo momento hallarlo muerto por el camino. Pero no lo encontró, no estaba en ninguna parte. Cuando llegó a casa, llamó a los dos o tres amigos a los que su marido habría podido ir a visitar. Tras comprobar que ninguno lo había visto tuvo la certeza de que algo le había sucedido después. Eran más o menos las doce cuando llamó al despacho de Hans en Copenhague. Pese a lo nerviosa que estaba su madre y a que deseaba denunciar la desaparición a la policía de inmediato, Hans intentó calmarla. Decidieron aguardar aún unas horas pese a la resistencia de ella.

Inmediatamente después de la conversación con su madre, Hans llamó a Linda, por mediación de la cual se enteró Wallander de lo que había ocurrido aquella mañana. El inspector estaba intentando enseñarle a
Jussi
a quedarse quieto mientras él le limpiaba las patas. Gracias a que un entrenador de perros conocido suyo y residente en Skurup le había dado las oportunas instrucciones, sabía cómo hacerlo. Cuando sonó el teléfono, Wallander estaba a punto de desistir, pues creía que
Jussi
era incapaz de aprender a comportarse de forma distinta. Linda le refirió lo preocupada que estaba su suegra y le pidió consejo.

—Tú eres policía —le respondió Wallander—. Ya sabes lo que se hace habitualmente. La mayoría de los desaparecidos vuelven por sí mismos.

—Él lleva años sin modificar sus hábitos. Comprendo que Louise se haya puesto nerviosa. No está histérica.

—Aguarda hasta esta noche —le aconsejó Wallander—. Seguro que vuelve.

Wallander estaba convencido de que Håkan von Enke entraría por la puerta de su casa en cualquier momento y les ofrecería una explicación de lo más lógica del porqué de su ausencia. Wallander sentía más curiosidad que preocupación por el desenlace. Pero Håkan von Enke no volvió, ni aquella noche ni tampoco la siguiente. El día 11 de abril a última hora de la noche, Louise denunció la desaparición de su marido. Louise recorrió en un coche de la policía el laberíntico entramado de senderos de Lilljansskogen, sin hallar rastro de él. Al día siguiente llegó su hijo de Copenhague. Y entonces Wallander empezó a comprender que, seguramente, habría ocurrido algo.

En aquel momento, Wallander aún no se había incorporado a su puesto. La investigación interna se prolongaba. Además, a principios de febrero se cayó sobre el hielo del camino de acceso a su casa y se fracturó la muñeca izquierda. No sólo resbaló, también se enganchó con la correa de
Jussi
, que no paraba de morderla y de tirar de ella y tampoco lograba ponerse de pie. Le escayolaron la muñeca y le dieron la baja por enfermedad. Durante aquel período solía perder la paciencia y tener frecuentes accesos de mal humor, que sufrían tanto él mismo como
Jussi
y, por supuesto, Linda. De ahí que ella hubiese evitado verlo más de lo estrictamente necesario. Según ella, Wallander se parecía cada vez más a su propio padre, malhumorado, susceptible, impaciente. Él se daba cuenta, muy a disgusto, de que Linda tenía razón. Wallander no quería llegar a ser como su padre, podría soportar cualquier cosa menos eso. No quería convertirse en un viejo que se repetía, ya fuese en los cuadros que pintaba o en sus opiniones sobre un mundo que cada vez le resultaba más incomprensible. Durante aquella época, Wallander se paseaba por su casa como si de una jaula se tratase, como un oso encerrado incapaz de afrontar la realidad de que tenía sesenta años y, por tanto, iba inexorablemente camino de la vejez. Podría vivir diez o veinte años más, pero no quería experimentar la vejez avanzando en su persona. La juventud era un lejano recuerdo y la edad madura pertenecía al pasado. Se hallaba entre bastidores para salir a escena y comenzar el tercer y último acto en que todo quedaría aclarado, los héroes elogiados, y los malos, vencidos. Él luchaba en la medida de sus fuerzas por no desempeñar el papel más trágico. En realidad, lo que él quería era despedirse de los escenarios con una sonrisa.

Lo que más le preocupaba era la pérdida de memoria. Escribía una lista cuando iba a Simrishamn o a Ystad para hacer la compra, pero cuando llegaba a la tienda, se daba cuenta de que se la había olvidado en casa. Y entonces se preguntaba si de verdad habría escrito la lista. No lo recordaba. Un día en que estaba más preocupado de lo normal por su creciente mala memoria pidió cita con un médico de Malmö que anunciaba sus servicios como especialista en «molestias del envejecimiento». Aún tenía la muñeca escayolada y, además, sufría un fuerte resfriado. La doctora, que se llamaba Margareta Bengtsson, lo recibió en una vieja casa situada en el centro de Malmö. Según la parcial opinión de Wallander, era demasiado joven para poder comprender, ni siquiera de forma somera, las miserias de la edad. Y estuvo a punto de darse media vuelta en la puerta misma. Sin embargo, no lo hizo, sino que entró dócilmente, se sentó en un sillón negro de piel y le habló de su falta de memoria.

—¿Cree que tengo Alzheimer? —le preguntó cuando la visita tocaba a su fin.

Margareta Bengtsson sonrió, no condescendiente, sino con amable naturalidad.

—No —le dijo—. No lo creo. Aunque nadie sabe lo que aguarda a la vuelta de la esquina.

«A la vuelta de la esquina», pensó Wallander mientras afrontaba el gélido viento camino del coche, aparcado, precisamente, a la vuelta de la esquina. Y allí, bajo el limpiaparabrisas, lo esperaba una multa. Wallander la arrojó al interior del coche sin mirar siquiera el importe y se marchó a casa.

Había un coche aparcado ante su casa, pero no le resultaba familiar. Cuando salió del suyo, Wallander vio a Martisson aguardándole ante la entrada mientras le daba a
Jussi
palmaditas en el lomo por entre los postes de la valla.

—Ya me iba —confesó el colega—. Te he dejado una nota en la puerta.

—¿Vienes como mensajero?

—No aguantaba más sin saber cómo estás.

Los dos colegas entraron en la casa. Martinsson se puso a leer los lomos de los libros que Wallander tenía en su biblioteca, que con los años había alcanzado un tamaño considerable. Se sentaron a la mesa de la cocina a tomarse un café. Wallander no dijo nada sobre su viaje a Malmö ni de su visita al médico. Martinsson señaló la mano escayolada.

—Me la quitan la semana que viene —explicó Wallander—. ¿Qué dice la gente?

—¿De tu mano?

—De mí. Del arma y el restaurante.

—Lennart Mattson es un hombre taciturno como pocos. Ignoro qué está pasando. Pero has de saber que cuentas con nuestro apoyo.

—Eso es mentira. Tú seguro que me apoyas, pero de algún sitio tuvo que filtrarse la información. Y en la comisaría hay mucha gente a la que no le caigo en gracia.

Martinsson se encogió de hombros.

—Bueno, así son las cosas. No tiene remedio. ¿Yo a quién le caigo en gracia?

Estuvieron charlando un rato. Wallander cayó se dio cuenta entonces de que Martinsson era él último que quedaba del equipo que existía cuando él llegó a Ystad.

Martinsson parecía apurado y Wallander se preguntó si estaría enfermo.

—No, enfermo no —respondió Martinsson—. Pero sí persuadido de que ya es historia. Me refiero a mi etapa como policía.

—¿Tú también te has dejado la pistola olvidada en un restaurante?

—No puedo más.

Para perplejidad de Wallander, su colega empezó a llorar. Allí estaba, como un niño indefenso con su taza de café en la mano y las lágrimas rodándole por las mejillas. Wallander no sabía qué hacer. A lo largo de los años había sido testigo del abatimiento de Martinsson en muchas ocasiones, pero jamás lo había visto venirse abajo como en aquel momento. Decidió aguardar a que se serenase. Sonó el teléfono, pero lo desconectó.

Martinsson recobró la calma y se enjugó las lágrimas.

—¡Qué espectáculo! —se lamentó—. Perdona.

—¿Qué te perdone? ¿Por qué? Aquel que es capaz de llorar en presencia de otra persona demuestra, en mi opinión, tener un valor que a mí, por desgracia, me falta.

Martinsson le refirió su existencial marcha a través del desierto. Cada vez con más frecuencia se cuestionaba su aportación como policía. No porque no estuviese satisfecho con el resultado de su trabajo, pero sí con el papel de la Policía en la Suecia actual. La distancia entre las expectativas de los ciudadanos y las actuaciones de la Policía se acrecentaba a diario. Ahora había llegado a un punto en que cada noche se convertía en una espera insomne de la llegada de un nuevo día del que nada sabía, salvo que sería una tortura.

—Lo dejaré para el verano —anunció—. Me puse en contacto con una empresa de Malmö. Son asesores de seguridad para inmuebles privados y pequeñas empresas. Puedo trabajar para ellos, y además un salario que es bastante más alto que el que percibo hoy.

Wallander recordó el día, hacía ya muchos años en que Martinsson dijo haber tomado la misma decisión. En aquella ocasión, Wallander logró convencerlo para que se quedase. De eso debía de hacer quince años como mínimo. En esta ocasión, en cambio, se le antojaba imposible persuadirlo. Su propia situación en la vida tampoco le permitía ver su futuro profesional como algo especialmente atractivo. Aunque, por supuesto, no se le ocurriría convertirse en asesor de seguridad.

—Creo que te comprendo —confesó al fin—. Y opino que haces bien. Cambia mientras aún seas lo bastante joven para ello.

—Cumpliré cincuenta dentro de unos años —le advirtió Martinsson—. ¿Se es joven a esa edad?

—Yo tengo sesenta —respondió Wallander—. Y a esa edad uno ya ha pasado ha pasado definitivamente la esclusa de acceso a donde no caben más que quienes van a seguir envejeciendo.

Martinsson se quedó un rato más y le habló del trabajo que lo esperaba en Malmö. Wallander comprendió que pretendía demostrarle que aún tenía algo con lo que ilusionarse, que no había perdido del todo el entusiasmo. Wallander lo acompañó al coche.

—¿Sabes algo de Mattson? —le preguntó Martinsson prudentemente.

—Existen cuatro posibilidades entre las que puede elegir el fiscal —explicó Wallander—. Una «conversación admonitoria». A mí no me aplicarán esa medida. Sería poner en ridículo a todo el Cuerpo de Policía. Un hombre de sesenta años expuesto, como un niño díscolo, a una reprimenda del comisario regional o de cualquier otro jefe.

—Pero ¿se ha mencionado en algún momento? Porque, en ese caso, me parece un despropósito.

—Pueden optar por darme un toque de atención —prosiguió Wallander—. O por una reducción de salario. Y, el último hito del camino sería el despido. Sospecho que me aplicarán la reducción de salario.

Se despidieron junto al coche. Martinsson desapareció en una nube de polvo de nieve. Wallander volvió a entrar en casa, hojeó el calendario y comprobó que ya había transcurrido más de un mes desde la aciaga noche en que olvidó el arma donde no debía.

Después de que le quitasen la escayola siguió de baja. En la visita que hizo al ortopeda el 10 de abril, el especialista del hospital de Ystad descubrió que el hueso de la muñeca no se había soldado debidamente. Por un pavoroso instante, Wallander creyó que la mano se le quebraría otra vez, pero el médico lo tranquilizó asegurándole que existían ciertas medidas. No obstante, le advirtió de la importancia de no utilizar la mano, de ahí que no pudiese volver al trabajo de todos modos.

Tras la visita al ortopeda, Wallander se quedó en la ciudad. En el teatro de Ystad representaban aquella noche una obra de un dramaturgo norteamericano actual. Wallander tenía la entrada de Linda, que no podía asistir porque estaba muy resfriada. De adolescente, su hija soñó durante un tiempo con ser actriz, pero luego se le pasó. Ahora se alegraba, porque sabía que no tenía el menor talento para la escena. Wallander no detectó la menor decepción en su voz el día que ella se lo confesó.

Tan sólo diez minutos después del inicio de la representación, Wallander empezó a mirar el reloj. La obra lo aburría. Unos actores relativamente buenos se paseaban por una sala dejando sus réplicas aquí y allá, sobre una estantería, una mesa o el alféizar de una ventana. La obra, que trataba de una familia en vías de deconstrucción a causa de la tensión contenida, de conflictos sin resolver, mentiras y sueños manoseados, era incapaz de suscitar su interés. Cuando por fin llegó el intermedio, Wallander tomó su chaqueta y se marchó. Se había alegrado mucho de ir al teatro y ahora se sentía desalentado. ¿Sería fallo suyo? ¿O acaso la obra era tan aburrida como a él le parecía?

Tenía el coche aparcado en la estación de tren. Después de cruzar la vía atajó por un empinado sendero hacia la parte trasera del edificio de la estación, pintada de rojo. De repente recibió un fuerte empujón en la espalda y cayó boca arriba. Dos hombres jóvenes, de dieciocho o diecinueve años, se plantaron ante él. Uno llevaba una sudadera con la capucha puesta, el otro una cazadora de piel. El chico de la sudadera sostenía un cuchillo en la mano. «Un cuchillo de cocina», acertó a pensar Wallander antes de que el chico de la cazadora le encajase un tremendo puñetazo en la cara. Le reventó el labio, que empezó a sangrar. Un nuevo derechazo le aterrizó en la frente. El muchacho era fuerte y lo golpeaba con virulencia, como si estuviera fuera de sí. Luego empezó a tirarle a de la ropa Wallander y a exigirle entre dientes que le diese la cartera y el móvil. Wallander alzó una mano para protegerse, sin dejar de vigilar el cuchillo. De pronto se dio cuenta de que los muchachos estaban más asustados que él y que no tenía que preocuparse de la temblorosa mano que sostenía el cuchillo. Tomó impulso y le asestó una patada al chico del cuchillo. Erró el golpe, pero pudo agarrarle la mano y le retorció la muñeca. El cuchillo salió volando. Al mismo tiempo, sintió un violento golpe en la nuca y volvió a caer. Fue una agresión tan brutal que no podía levantarse. Se quedó de rodillas, sintiendo el frío que atravesaba las empapadas perneras del pantalón y pensó que no tardarían en apuñalarlo. Pero nada sucedió. Cuando alzó la vista, los dos jóvenes habían desaparecido. Se tanteó la nuca con la mano y se la notó pegajosa. Se incorporó muy despacio, se le nubló la vista y se agarró a la valla que rodeaba la estación. Respiró hondo varias veces y, unos minutos después, continuó hasta el coche. Los chicos no estaban. La nuca le sangraba, pero no tanto como para que no pudiera curarse la herida él mismo cuando llegase a casa. Apenas si había sufrido una leve conmoción cerebral.

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