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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El hombre que se esfumó (23 page)

BOOK: El hombre que se esfumó
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Pasó un minuto. Dos. Tres. El hombre volvió a mirar el reloj de pulsera. Probablemente una mera acción refleja y estaba claro que eso le fastidiaba.

Volvió a hacerlo pasados dos minutos, pero trató de disimular su maniobra pasándose el dorso de la mano izquierda sobre la cara y mirando de reojo su muñeca. En algún lugar abajo, en la calle, la puerta de un coche se cerró de golpe.

Abrió la boca para decir algo. Sólo le salió una palabra.

—Si...

Luego se arrepintió, dio dos pasos rápidos hacia el teléfono y dijo:

—Perdón. Tengo que llamar a alguien.

Martin Beck asintió y miró insistentemente hacia el teléfono: 018. El prefijo de Uppsala. Todo encajaba. Seis cifras. Contestación al tercer timbrazo.

—¡Buenos días! Soy Åke. ¿Se ha marchado ya Ann-Louise...? ¿Sí? ¿Cuándo?

Martin Beck creyó oír una voz de mujer que decía: «Hace un cuarto de hora».

—¡Vale, gracias! Adiós.

Gunnarsson colgó, miró el reloj y dijo con ligero tono de voz:

—Bueno, ¿nos vamos ahora?

Nadie replicó. Pasaron diez minutos largos. Luego Martin Beck dijo:

—Siéntese.

El hombre obedeció con mucha vacilación. Aunque parecía esforzarse para permanecer quieto, el sillón de mimbre no dejaba de crujir. Cuando volvió a mirar su reloj, Martin Beck vio que las manos le temblaban.

Kollberg bostezó, de una manera demasiado estudiada o quizá por nerviosismo. Era difícil determinar porqué. Dos minutos más tarde, el hombre llamado Gunnarsson le preguntó:

—¿A qué estamos esperando?

Por primera vez hubo un asomo de incertidumbre también en su voz.

Martin Beck lo miró. No dijo nada. Se preguntó qué ocurriría si el hombre al otro lado de la mesa se daba cuenta de repente de que el silencio era tan penoso para ellos como para él. Eso probablemente no le sería de mucha ayuda.

En cierto modo ahora estaban todos en el mismo barco.

Gunnarsson miró otra vez su reloj, cogió un bolígrafo que estaba sobre el escritorio y enseguida lo volvió a dejar exactamente en el mismo sitio.

Martín Beck dirigió la mirada a la fotografía y luego echó un vistazo a su reloj. Habían pasado veinte minutos desde la llamada telefónica. En el peor de los casos, tenían menos de media hora a su disposición.

Miró de nuevo a Gunnarsson y se descubrió pensando en las cosas que habían tenido en común: la enorme cama que chirriaba. Las vistas. Los barcos. La llave de la habitación. El calor húmedo del río.

Miró su reloj, esta vez sin ocultarlo. Algo en ello pareció irritar profundamente al otro, tal vez por llamar la atención sobre el hecho de que tenían un interés común.

Martin Beck y Kollberg se miraron el uno al otro por primera vez en más de media hora. Si tenía razón, el fin debería estar muy cerca.

El desenlace se produjo treinta segundos más tarde. Gunnarsson contempló primero a uno y luego a otro y dijo con voz clara:

—Está bien, ¿qué quieren saber?

Nadie contestó.

—Sí, tienen razón, claro, fui yo.

—¿Qué es lo que sucedió?

—No quiero hablar de eso —contestó el hombre con voz ronca.

Ahora miraba terca y fijamente la mesa. Kollberg le observaba frunciendo el ceño, luego echó una mirada a Martin Beck y le hizo una señal con la cabeza.

Martin Beck aspiró profundamente.

—Debe comprender que al final lo descubriremos todo —dijo—. Hay testigos que pueden identificarle. Encontraremos al taxista que lo trajo aquí aquella noche. Recordará si usted estaba solo o no. Su coche y piso serán examinados por expertos. La casa quemada de Hagalund también. Si ha habido un cadáver allí, quedarán restos suficientes de él. Eso no importa ahora. Fuera lo que fuese lo que le ocurrió a Alf Matsson y esté donde esté, le encontraremos. No va a ser capaz de ocultar gran cosa. Desde luego, nada importante.

Gunnarsson le miró a los ojos y le dijo:

—En ese caso, no comprendo a qué viene todo esto.

Martin Beck supo que recordaría esa observación durante años, quizá durante el resto de su vida.

Fue Kollberg quien salvó la situación, diciendo asépticamente:

—Es nuestro deber comunicarle a usted que es sospechoso de homicidio o posiblemente asesinato.

—Naturalmente tiene usted derecho a que se le asigne un abogado, para que esté presente durante los interrogatorios.

—Alf vino conmigo en el taxi. Sabía que yo tenía una botella de güisqui en casa e insistió en que nos la bebiéramos.

—¿Y?

—Ya habíamos bebido mucho. Nos peleamos.

Calló y luego se encogió de hombros.

—Preferiría no hablar de eso.

—¿Por qué se pelearon? —preguntó Kollberg.

—Me... puso furioso.

—¿Por qué?

En sus ojos azules tuvo lugar un cambio rápido. Descontrolado y cualquier cosa menos ofensivo.

—Se comportó como... Bueno, dijo ciertas cosas. Sobre mi novia. Un momento, puedo explicar cómo empezó. Si usted mira en el cajón superior derecho... encontrará unas fotografías.

Martin Beck abrió el cajón y halló las fotografías. Las sostuvo entre las yemas de sus dedos cuidadosamente. Habían sido tomadas en una playa. Y eran justamente el tipo de imágenes que dos enamorados se hacen cuando están solos en una playa. Las hojeó rápidamente, casi sin fijarse en ellas. La de abajo estaba rota y deteriorada. La mujer de los ojos claros sonreía al fotógrafo.

—Yo había ido al cuarto de baño. Cuando volví, él estaba aquí de pie revolviendo en mis cajones. Había encontrado... esas fotos. Trató de guardarse una en el bolsillo. Yo ya estaba enfadado con él, pero entonces me puse... furioso.

El hombre hizo una breve pausa y luego añadió en tono de lamento:

—Lo siento. Por desgracia no puedo recordar estos detalles con mucha claridad.

Martin Beck asintió.

—Le quité la fotografía, aunque él se resistió. Entonces empezó a gritar obscenidades sobre, sí, sobre Ann-Louise. Claro que yo sabía que eran mentiras pero no pude soportar oírlo. Hablaba en voz muy alta, casi gritando. Creo que temí que los vecinos se despertaran.

El hombre volvió a bajar los ojos. Se observó las manos y siguió:

—Bueno, eso no tenía mucha importancia. Pero quizá influyó. No sé. Tengo que intentar recordar...

—Olvide esos detalles de momento —dijo Kollberg—. ¿Qué sucedió?

Gunnarsson contemplaba sus manos insistentemente.

—Lo estrangulé —confesó muy tranquilo.

Martin Beck esperó diez segundos. Luego se pasó el dedo índice por la nariz y preguntó:

—¿Y después?

—De repente me sentí completamente sobrio, o al menos pensé que lo estaba. Él yacía en el suelo. Muerto. Serían las dos. Por supuesto, debí llamar a la policía pero entonces no me pareció tan sencillo.

Reflexionó un momento.

—¿Para qué? Todo se habría echado a perder.

Martin Beck asintió y miró su reloj. Por alguna razón, esto parecía meter prisa al hombre.

—Bueno, me quedé aquí sentado un cuarto de hora aproximadamente, pensando qué hacer. Me negaba a aceptar que la situación fuese desesperada. Todo lo que había ocurrido era tan... sorprendente. Parecía tan absurdo. En realidad no pude darme cuenta de que yo, de repente... bueno, ya hablaremos de eso después.

—Usted sabía que Matsson iba a ir a Budapest —dijo Kollberg.

—Sí, claro. Llevaba encima el pasaporte y los billetes. Sólo tenía que ir a su casa y recoger su maleta. Creo que fueron sus gafas las que me dieron la idea.

Se le habían caído al suelo. Eran especiales, en cierto modo cambiaban su aspecto. Entonces me vino a la cabeza la casa aquella. Antes de mudarme había estado sentado en el balcón viendo a los bomberos hacer prácticas, cómo le prendían fuego y luego lo extinguían. Todos los lunes. Tampoco miraban muy detenidamente antes de prenderle fuego. Sabía que muy pronto quemarían lo poco que quedaba. Sin duda resulta más barato que derribar las casas del modo ordinario.

Gunnarsson lanzó una rápida y desesperada mirada a Martin Beck y se apresuró a decir:

—Entonces le quité su pasaporte, los billetes, las llaves del coche y las de su piso. Luego...

Se estremeció pero se recobró enseguida.

—Luego lo bajé hasta el coche. Esto fue la parte más difícil pero... Bueno, iba a decir que tuve suerte. Fui con el coche hasta Hagalund.

—¿Hasta el viejo caserón?

—Sí, allí todo estaba muerto. Subí... a Affe hasta el ático. Fue difícil porque parte de las escaleras casi habían desaparecido. Y allí lo dejé tras una pared suelta, bajo un montón de escombros, para que nadie le encontrara. De todos modos estaba muerto. Así que no tenía mucha importancia. Pensé.

Martin Beck miró su reloj con inquietud.

—Siga —dijo.

—Comenzaba a clarear. Fui a Fleminggatan, recogí su maleta que ya estaba hecha y la metí en el coche de Affe. Luego volví aquí, limpié todo un poco y tomé sus gafas y su abrigo, que aún colgaba en el vestíbulo. Regresé casi enseguida. No me atreví a quedarme y esperar. Así que cogí su coche, fui hasta Arlanda y aparqué allí.

El hombre miró suplicante a Martin Beck y siguió:

—Todo fue sobre ruedas. Me puse las gafas pero el abrigo era demasiado pequeño. Lo llevé al brazo y pasé el control de pasaportes. No recuerdo mucho del viaje pero todo resultó muy fácil.

—¿Cómo pensaba salir de allí?

—Sólo sabía que de alguna forma tendría que ser. Pensé que lo mejor sería tomar el tren hasta la frontera austriaca y tratar de cruzarla ilegalmente. Llevaba mi propio pasaporte en el bolsillo y podía regresar a Suecia desde Viena con él. Ya había estado allí, así que sabía que no me sellarían la salida. Pero tuve suerte de nuevo. Al menos eso creí.

Martin Beck asintió.

—El alojamiento escaseaba y a Affe le habían reservado habitación en dos hoteles diferentes. La primera noche en uno, que no me acuerdo cómo se llamaba.

—El Ifjuság.

—Sí, quizás. Allí se alojaba un grupo de personas que hablaban francés. Creí entender que habían llegado antes, aquel mismo día. Parecían estudiantes y varios de ellos llevaban barba. Cuando entregué el pasaporte de Affe, de Matsson, el conserje estaba distribuyendo otros en los casilleros. De personas ya registradas. Me quedé un momento en el vestíbulo y cuando el conserje se alejó un instante tuve la oportunidad de apoderarme de uno de aquellos pasaportes.

Sólo tuve que mirar tres de ellos hasta hallar uno que me pareció conveniente. Era belga. De un individuo llamado Roederer o algo así. El nombre me recordó una marca de champán.

Martin Beck miró disimuladamente su reloj.

—¿Y a la mañana siguiente?

—Entonces me devolvieron el pasaporte de Affe, el de Matsson y me fui a otro hotel. Grande y elegante. Se llamaba Duna. Entregué el pasaporte de Affe en el mostrador de recepción y dejé su maleta en la habitación. No me quedé más de media hora. Luego me marché. Había conseguido un plano de la ciudad y pude localizar la estación. Por el camino me di cuenta de que aún tenía la llave de la habitación en mi bolsillo. Era grande y un estorbo, así que la arrojé ante una comisaría de policía frente a la que pasé. Me pareció buena idea.

—No especialmente —comentó Kollberg.

Gunnarsson forzó una sonrisa apagada.

—Llegué a tiempo para coger el expreso de Viena, que tardó sólo cuatro horas. Primero me quité las gafas de Affe, claro, y enrollé el abrigo. En la frontera utilicé el pasaporte belga y todo volvió a salir bien. El tren iba atestado y el funcionario de pasaportes tenía prisa. Por cierto, era una chica. En Viena un taxi me llevó desde Ostbahnhof directamente al aeropuerto y subí a bordo del avión de la tarde para Estocolmo.

—¿Qué hizo usted con el pasaporte de Roederer? —preguntó Martin Beck.

—Lo rompí y arrojé los pedacitos en un retrete de Ostbahnhof. Las gafas también. Aplasté los cristales y rompí la montura.

—¿Y el abrigo?

—Lo colgué de un gancho en la cafetería de la estación.

—¿Y por la noche ya estaba de vuelta aquí?

—Sí, fui a la redacción y entregué un par de artículos que había escrito antes.

Reinó el silencio en la habitación. Por último, Martin Beck preguntó:

—¿Probó usted la cama?

—¿Dónde?

—En el Duna.

—Sí, chirriaba.

Gunnarsson volvió a mirarse las manos. Luego dijo con voz apagada:

—Estaba en una situación muy difícil. No sólo por mí mismo.

Miró rápido a la fotografía.

—Si no hubiera ocurrido nada... imprevisto me habría casado el domingo. Dentro de una semana. Y...

—¿Y?

—Realmente fue un accidente. Usted puede comprender...

—Sí —respondió Martin Beck.

Kollberg apenas se había movido en la última hora. Ahora de repente se encogió de hombros y exclamó con irritación:

—Está bien. ¡Vamos!

El hombre que había matado a Alf Matsson gimoteó de repente.

—Sí, claro —musitó con voz espesa—. Lo siento.

Se levantó rápido y se dirigió al cuarto de baño. Ninguno de los otros dos se movió pero Martin Beck observó con cara de poca felicidad la puerta cerrada.

Kollberg siguió su mirada y dijo:

—No hay nada ahí con lo que pueda hacerse daño. Incluso he quitado el vaso del cepillo de dientes.

—Había una caja de somníferos sobre la mesita de noche. Por lo menos veinticinco.

Kollberg entró en el dormitorio y volvió.

—Han desaparecido —anunció.

Se quedó mirando la puerta del cuarto de baño.

—¿Debemos...?

—No —contestó Martin Beck—. Esperaremos.

No necesitaron esperar más de treinta segundos. Åke Gunnarsson salió espontáneamente. Sonrió débilmente y preguntó:

—¿Podemos irnos ya?

Nadie le contestó: Kollberg entró en el cuarto de baño, se subió en la taza del retrete, alzó la tapa de la cisterna, metió la mano y sacó la caja de píldoras, vacía. Leyó la etiqueta mientras regresaba hacia el despacho.

—Vesparax —dijo—. Son peligrosas.

Luego miró a Gunnarsson y dijo con voz inquieta:

—Eso era una tontería, ¿no cree? Ahora tendremos que llevarlo al hospital. Le pondrán un babero que le llegará hasta los pies y le meterán un tubo de goma por la garganta. Mañana no podrá comer ni hablar.

Martin Beck llamó por teléfono pidiendo un coche patrulla.

Bajaron rápidamente las escaleras, impulsados todos por el mismo deseo de salir de allí cuanto antes. El coche patrulla ya estaba esperando.

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