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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El hombre que se esfumó (3 page)

BOOK: El hombre que se esfumó
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Tras desayunar, Martin Beck bajó al cobertizo y empezó a colgar y limpiar las redes. Era un trabajo que ponía a prueba su paciencia. Decidió que, en el futuro, debía encomendar al hijo la tarea de proporcionar pescado a la familia.

Casi había terminado con la última red cuando oyó a sus espaldas el sonido de una lancha motora. Un pequeño barco de pesca dobló la punta y se dirigió hacia él. Reconoció enseguida al hombre que iba en el barco. Era Nygren, propietario de un pequeño astillero en la isla cercana y su vecino más próximo.

Como en la isla de Beck no había agua potable, tenían que ir a buscarla a la suya. Nygren, además, tenía teléfono.

Nygren paró el motor y gritó:

—¡Teléfono! ¡Señor Beck, quieren que llame cuanto antes! ¡He apuntado el número en un trozo de papel!

—¿No ha dicho quién era? —preguntó Martin Beck, aunque ya se lo imaginaba.

—También lo he apuntado en el bloc. Ahora tengo que ir a Skärholmen, Elsa está recolectando fresas pero la puerta de la cocina está abierta.

Nygren encendió de nuevo el motor y, de pie en la popa, puso rumbo hacia la bahía. Antes de desaparecer tras la punta, alzó la mano en ademán de adiós.

Martin Beck se lo quedó mirando durante un rato. Luego bajó hacia el embarcadero, soltó la barca y empezó a remar hacia el astillero de Nygren.

Mientras remaba pensó: «¡Maldito Kollberg! ¡Justo cuando estaba a punto de olvidar su existencia!».

En el bloc de notas que había debajo del teléfono en la cocina de Nygren, éste había escrito de modo casi ilegible: Hammar 54 10 60.

Martin Beck marcó el número y hasta que no le dieron comunicación, no empezó a sentir alarma.

—Hammar al habla —contestó Hammar.

—Bueno, ¿qué ha ocurrido?

—Lo siento mucho, Martin, pero he de pedirte que vengas cuanto antes. Puede que tengas que sacrificar el resto de tus vacaciones. Bueno, retrasarlas.

Hammar guardó silencio durante unos segundos. Luego añadió: —Si quieres.

—¿El resto de mis vacaciones? Pero si no he disfrutado ni un día de ellas.

—Lo siento muchísimo, Martin, pero no te lo pediría si no fuera necesario. ¿Puedes venir hoy?

—¿Hoy? ¿Qué ha sucedido?

—Si puedes venir hoy, genial. Es importante, de verdad. Te diré más cuando estés aquí.

—Sale un barco dentro de una hora —dijo mirando hacia el sol reluciente de la bahía a través de la ventana, manchada de restos de moscas—. ¿Qué es eso tan importante? ¿No pueden Kollberg o Melander...?

—No, tienes que encargarte tú. Parece que alguien ha desaparecido.

3

Cuando Martin Beck abrió la puerta del despacho del jefe era la una menos diez. Había estado de vacaciones exactamente veinticuatro horas.

El inspector jefe Hammar era un hombre robusto, de cuello de toro y espeso cabello gris. Estaba sentado en su sillón giratorio, completamente inmóvil, con los brazos apoyados sobre su mesa de trabajo, absorto en lo que lenguas maliciosas decían era su ocupación favorita: no hacer nada.

—¡Vaya! ¡Ahora llegas! —dijo con acritud—. En el último momento. Debes estar en Asuntos Exteriores dentro de media hora.

—¿En el Ministerio de Asuntos Exteriores?

—Eso es. Tienes que ver a este hombre.

Hammar le entregó una tarjeta de visita, sujetándola por una esquina, entre el pulgar y el índice, como si fuera una hoja de lechuga con una oruga. Martin Beck leyó el nombre. No le dijo nada.

—Es una persona de las altas esferas —explicó Hammar—. Al parecer, muy próximo al ministro. Hizo una breve pausa, y luego añadió: —Yo tampoco he oído hablar de este tipo.

Hammar tenía cincuenta y nueve años, y era policía desde 1927. No le gustaban los políticos.

—No pareces estar tan enfadado como deberías —dijo.

Martin Beck meditó un rato al respecto. Llegó a la conclusión de que estaba demasiado confuso para enfadarse.

—Bueno, ¿a qué viene todo esto?

—Ya hablaremos más tarde. Después de haberte reunido con ese tipo.

—Comentaste algo sobre una desaparición.

Hammar miró fijamente, como atormentado, a través de la ventana. Luego se encogió de hombros y dijo:

—Todo este asunto es de lo más idiota. Si he de confesarte la verdad, he recibido... instrucciones de no darte lo que denominan «información más detallada» hasta que vuelvas del Ministerio de Asuntos Exteriores.

—¿Es que ahora también vamos a recibir órdenes de ellos?

—Como sabes, hay varios ministerios —respondió Hammar como adormilado.

Su mirada pareció perderse en alguna parte del verdor veraniego. Siguió:

—Desde que empecé a trabajar aquí hemos tenido un regimiento de ministros de interior y asuntos sociales. La gran mayoría sabían tanto de la policía como yo del piojo de la naranja. O sea, que existe.

—Hasta luego —concluyó abruptamente.

—Adiós —contestó Martin Beck.

Cuando Martin Beck llegó a la puerta, Hammar volvió a la realidad:

—Martin.

—¿sí?

—Una cosa sí te puedo decir: no estás obligado a aceptar este encargo, si no quieres.

El hombre próximo al ministro era alto, anguloso y pelirrojo. Se quedó mirando fijamente a Martin Beck con ojos azules, acuosos. Luego, con gestos ampulosos, se precipitó rodeando el escritorio con la mano ya extendida.

—¡Espléndido! —exclamó—. ¡Es espléndido que haya venido!

Se estrecharon las manos con gran entusiasmo. Martin Beck no dijo nada.

El hombre volvió al sillón giratorio, tomó su pipa apagada y mordió el cañón con sus grandes dientes amarillentos, de caballo. Luego se acomodó en el sillón, metió un pulgar en la cazoleta de la pipa, encendió una cerilla y, de un modo frío y apreciativo, se quedó mirando con fijeza a su visitante por entre la nubécula de humo.

—¿Nos tuteamos, no? —le sugirió—. Siempre empiezo una conversación seria de este modo. Escupiendo en la cara del otro. Las cosas salen luego con más facilidad. Me llamo Martin.

—Yo también —contestó Martin Beck sombrío. Un instante después añadió:

—¡Lo siento! A lo mejor, esto complica las cosas...

Al parecer, el comentario dejó confundido al hombre. Miró a Martin Beck con agudeza como si presintiera alguna traición. Luego se echó a reír estrepitosamente.

—¡Pues claro! ¡Divertido! ¡Ja, ja, ja!

De repente se calló y se inclinó sobre el interfono. Apretando los botones nerviosamente musitó:

—Sí, maldita la gracia.

No había ni el menor acento de humor en su voz.

—Tráiganme la carpeta del caso Alf Matsson —gritó.

Una señora de mediana edad entró con una carpeta y la dejó sobre el escritorio, delante de él. Ni siquiera se dignó a mirarla. Cuando la mujer cerró la puerta, miró a Martin Beck con sus ojos fríos e impersonales, como de pez, y abrió lentamente la carpeta. Contenía una sola hoja de papel, cubierta con notas garabateadas a lápiz.

—Ésta es una historia delicada... y tremendamente desagradable — exclamó.

—¿De verdad? —dijo Martin Beck—. ¿En qué sentido?

—¿Conoces a Matsson?

Martin Beck negó con la cabeza.

—¿No? Es muy conocido, de veras. Periodista. Trabaja principalmente en revistas y en la televisión. En el cine. Un escritor muy inteligente. Aquí tiene.

Abrió un cajón y buscó en él. Luego en otro. Por último, levantó su cartapacio y halló el objeto que buscaba.

—Odio el descuido —refunfuñó, echando una mirada de rencor hacia la puerta.

Martin Beck estudió el objeto, que resultó ser una ficha cuidadosamente mecanografiada con ciertos datos sobre una persona llamada Alf Matsson.

Parecía tratarse, efectivamente, de un periodista, empleado por uno de los principales semanarios, uno que Martin Beck nunca había leído pero que a veces veía con resignada amargura y disgusto en manos de sus hijos. Se decía, además, que Alf Sixten Matsson nació en Gotemburgo en 1934. Sujeta con un clip a la ficha había también una fotografía normal y corriente de pasaporte.

Martin Beck inclinó la cabeza y se quedó mirando al joven rubio con bigote, barba corta y bien recortada, y gafas redondas con montura de acero. A juzgar por su rostro, completamente inexpresivo, la foto debía proceder de un fotomatón. Martin Beck dejó la ficha y se quedó mirando inquisitivamente al hombre pelirrojo.

—Alf Matsson ha desaparecido —dijo el hombre con gran énfasis.

—¿Ah, sí? ¿Y sus requerimientos no han dado resultado?

—No se han hecho requerimientos. Ni nadie va a hacerlos —replicó el hombre, mirando como un maníaco.

Martin Beck, que no se dio cuenta de que aquellos ojos acuosos manifestaban una voluntad de hierro, arqueó levemente las cejas.

—¿Cuánto tiempo hace que desapareció?

—Diez días.

La respuesta no le sorprendió demasiado. Si aquel hombre hubiera dicho diez minutos o diez años, tampoco le habría conmovido particularmente. Lo único que sorprendía a Martin Beck en aquel momento era el hecho de estar sentado allí y no en una barca de remos frente a una isla. Miró su reloj. Sin duda tendría tiempo de tomar el barco de la tarde.

—Diez días no es mucho —replicó con voz suave.

Entró otro funcionario procedente de una habitación cercana, y se metió directamente en la conversación. Tenía que haber estado escuchando detrás de la puerta. Debía de ser una especie de guardián, pensó Martin Beck.

—En este caso concreto es más que suficiente —explicó el recién llegado—. Las circunstancias son muy excepcionales. Alf Matsson partió en vuelo a Budapest el 22 de julio, enviado allí por su revista para escribir un par de artículos. El lunes siguiente iba a llamar a su oficina, aquí en Estocolmo, para dictar el texto de la columna que escribe regularmente cada semana. Pero no lo hizo. Hay que advertir que Matsson entrega siempre a tiempo, como dicen los periodistas. Dicho de otro modo, nunca se retrasa en entregar sus originales. Dos días más tarde, desde la redacción telefonearon al hotel de Budapest donde contestaron que, efectivamente, se alojaba allí pero que no estaba en aquel momento. El secretario de redacción dejó recado de que Matsson llamase inmediatamente a Estocolmo en cuanto regresara. Esperaron dos días más, pero no tuvieron noticias. Entonces llamaron a su mujer, aquí en Estocolmo. Tampoco ella sabía nada. Esto, en sí, no tiene por qué significar nada, pues están en trámites de divorcio. El pasado sábado nos telefoneó el redactor jefe. Habían vuelto a llamar al hotel y les dijeron que nadie había visto a Matsson desde su última llamada pero sus pertenencias seguían en la habitación y su pasaporte en recepción. El lunes pasado, 1 de agosto, nos pusimos en contacto con nuestra embajada. No sabían nada de Matsson. Sin embargo, alargaron un tentáculo, como ellos dicen, hacia la policía húngara, que pareció «no interesada». El martes recibimos la visita del director de la revista. Fue un encuentro muy desagradable.

El pelirrojo, decididamente, había perdido el papel protagonista. Mordió descontento la pipa y dijo:

—Sí, exacto. Tremendamente desagradable —confirmó. Un instante después añadió a modo de explicación: —Éste es mi secretario.

—Bueno —siguió el secretario—, el resultado de esa conversación fue que ayer nos pusimos en contacto con la policía, de modo no oficial, al más alto nivel, lo cual a su vez ha propiciado que usted venga hoy aquí. Por cierto, bienvenido.

Se estrecharon las manos. Martin Beck aún no veía claro en el asunto. Con aire pensativo se frotó el puente de la nariz.

—Temo no comprender —dijo—. ¿Por qué la dirección del periódico no ha denunciado el asunto por el cauce ordinario?

—Comprenderá eso en un momento. El redactor jefe y responsable editorial del semanario —por cierto, la misma persona— no quiso dar parte a la policía ni pedir una investigación oficial porque, en tal caso, el asunto adquiriría notoriedad inmediatamente, llegando al conocimiento del resto de la prensa. Matsson es colaborador de la revista y ha desaparecido en un viaje informativo al extranjero, así que, con razón o sin ella, el semanario considera esta noticia como exclusiva suya. El redactor jefe parece bastante preocupado por Matsson, mas, por otra parte, no podía disimular que barruntaba un notición, una de esas noticias que hacen crecer la tirada de una publicación, quizás, en cien mil ejemplares. Si usted está enterado de la línea general que sigue esa revista, debe saber... Bueno, lo cierto es que uno de sus corresponsales ha desaparecido y el hecho de que haya ocurrido precisamente en Hungría hace que la noticia sea más interesante.

—Tras el Telón de Acero —constató el pelirrojo solemnemente.

—Nosotros no usamos expresiones de ésas —replicó el otro hombre—.

Bueno, espero que se dé cuenta de lo que todo esto significa. Si este asunto se denuncia y salta a los periódicos, mal asunto, aunque en tal caso cabe confiar en que el relato guardará las debidas proporciones y se limitará a contar los meros hechos. Pero si la revista se lo guarda todo para sí y lo emplea según sus propios fines, para crear una corriente de opinión, entonces sólo Dios sabe qué... Bueno, dañaría relaciones importantes, a las que nosotros y otras personas hemos dedicado mucho tiempo y esfuerzo. El redactor jefe trajo la copia de un artículo cuando estuvo aquí el lunes. Tuvimos el dudoso placer de leerlo. Si se publica, significará un desastre total en algunos aspectos. Y querían publicarlo en el número de esta semana. Tuvimos que emplear todos nuestros poderes de persuasión y apelar a todos los medios éticos para impedir su publicación. La cosa terminó con un ultimátum del redactor. Si antes de la próxima semana Matsson no da señales de vida, o si nosotros no logramos encontrarlo... Bueno, entonces va a arder Troya.

Martin Beck se frotó las raíces de los cabellos.

—Supongo que la revista está haciendo investigaciones por su cuenta — comentó.

El secretario miró con aire ausente a su superior, quien ahora estaba dando furiosas caladas a su pipa.

—Tengo la impresión de que los esfuerzos de la revista en este sentido son más bien modestos. Creo que sus actividades, en lo tocante a este punto, han quedado congeladas hasta nuevo aviso. La verdad es que no tienen la menor duda de dónde está Matsson.

—Indudablemente, ese hombre parece haber desaparecido —constató Martin Beck.

—Sí, exacto. Es algo muy preocupante. —Pero no puede haberse esfumado —replicó el hombre pelirrojo.

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