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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El hombre que se esfumó (2 page)

BOOK: El hombre que se esfumó
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En la habitación había una estufa, seis piezas de mobiliario y un cuadro. Frente a la estufa, una caja de cartón llena de cenizas y una cafetera de aluminio abollada. El extremo del lecho daba a la estufa, y la ropa de cama se limitaba a una gruesa capa de periódicos viejos, un edredón andrajoso y una almohada a rayas. El cuadro representaba a una rubia desnuda, de pie ante una balaustrada de mármol, y colgaba a la derecha de la estufa, de modo que cualquiera que se acostase en la cama podía verla antes de quedarse dormido e inmediatamente después de despertar. Por lo visto, alguien había agrandado los pezones y los genitales de la mujer con un lápiz.

En la otra parte de la habitación, cerca de la ventana, había una mesa redonda y dos sillas de madera, una de las cuales había perdido el respaldo.

Sobre la mesa se veían tres botellas de vermú vacías, una botella de refresco y dos tazas de café, entre otras cosas. El cenicero estaba boca abajo, y entre las colillas, los tapones y las cerillas apagadas, había algunos sucios terrones de azúcar, un pequeño cortaplumas abierto y un trozo de embutido. Una tercera taza de café había caído al suelo, rompiéndose. De bruces, sobre el gastado linóleo, entre la mesa y la cama, había un cadáver.

Sin duda, se trataba de la misma persona que había retocado el cuadro e intentado remendar el empapelado con cinta adhesiva y papel de envolver. Era un hombre y yacía con las piernas juntas, los codos apretados contra las costillas y las manos alzadas hacia la cabeza, como en un esfuerzo por protegerse. Llevaba una camiseta de malla y pantalones raídos. Cubrían sus pies rotos calcetines de lana. Sobre él habían volcado un gran aparador que le ocultaba la cabeza y el pecho. La tercera silla de madera estaba tirada junto al cadáver. El asiento tenía manchas de sangre y en la parte superior del respaldo había, claramente visibles, huellas de manos. El suelo estaba plagado de trozos de cristal. Algunos procedían de la puerta del aparador, otros de una semidestrozada botella de vino, arrojada sobre un montón de ropa interior sucia junto a la pared. Lo que quedaba de la botella estaba cubierto con una fina capa de sangre reseca. Alguien había trazado un círculo blanco a su alrededor.

La foto era casi perfecta en su clase, tomada con el mejor objetivo gran angular de que disponía la policía, con una luz artificial que resaltaba los detalles. Martin Beck soltó la fotografía y la lupa, se levantó y se dirigió a la ventana. Fuera reinaba el verano sueco. Es más, hacía calor. Sobre el césped del parque Kristineberg dos chicas tomaban el sol en bikini. Tumbadas de espaldas, con las piernas separadas y los brazos abiertos. Eran jóvenes y delgadas, o esbeltas como se dice ahora, y podían hacerlo con cierta gracia. Fijándose bien en ellas, consiguió incluso reconocerlas: dos oficinistas de su propio departamento. Esto significaba que eran las doce pasadas. Por la mañana se ponían el traje de baño, un vestido de algodón, sandalias... y se iban a trabajar. A la hora del almuerzo se quitaban el vestido y se tumbaban en el parque. Práctico. Con desánimo recordó que pronto tendría que abandonar todo esto y trasladarse a la Jefatura Sur de Policía, en el conflictivo barrio en torno a Västberga Allé.

A sus espaldas, oyó cómo alguien abría la puerta de golpe y entraba en la habitación. No tuvo que volverse para saber quién era. Stenström. Stenström seguía siendo el más joven del departamento. Era de suponer que, tras él, vendría toda una generación de policías que ya ni siquiera llamarían a la puerta. Pensó Martin Beck.

—¿Cómo va? —le preguntó.

—No muy bien, contestó Stenström. Estuve allí hace un cuarto de hora y seguía negándolo todo.

Martin Beck dio media vuelta, se acercó al escritorio y miró de nuevo la foto del lugar del crimen. En el techo, por encima del colchón de los periódicos, el edredón andrajoso y el almohadón a rayas, se veían los contornos de una vieja mancha de humedad. Parecía un caballito marino o, con un poco de buena voluntad, una sirena. Se preguntó si el hombre que yacía en el suelo le habría echado tanta imaginación.

—No importa —siguió Stenström oficiosamente—. Acabará cayendo con las pruebas técnicas.

Martin Beck no respondió. En cambio, señaló hacia el grueso informe que Stenström había dejado caer sobre su mesa y preguntó:

—¿Qué es eso?

—Las actas del interrogatorio de Sundbyberg.

—¡Quita esa basura de ahí! Mañana empiezo mis vacaciones. Dáselo a Kollberg. O a quien quieras.

Martin Beck tomó la fotografía y subió un tramo de escaleras, abrió una puerta y se encontró con Kollberg y Melander.

Allí hacía mucho más calor que en su despacho, seguramente porque las ventanas estaban cerradas y las cortinas corridas. Kollberg y el sospechoso estaban sentados frente a frente, uno a cada lado de la mesa, completamente quietos. Melander, un hombre alto, se hallaba de pie junto a la ventana, con la pipa en la boca y los brazos cruzados. Miraba fijamente al sospechoso. En una silla junto a la puerta se sentaba un agente con pantalones de uniforme y camisa azul claro, que balanceaba la gorra sobre su rodilla derecha. Nadie hablaba y lo único que se movía era la cinta de la grabadora. Martin Beck se situó a un lado, justo detrás de Kollberg, uniéndose al silencio general. Se oía a una avispa estrellarse contra la ventana, tras las cortinas. Kollberg se había quitado la chaqueta y desabotonado el cuello de la camisa que, aun así, aparecía empapada de sudor entre los gruesos omóplatos. La mancha húmeda cambiaba lentamente de forma y se extendía hacia abajo, en paralelo a la espina dorsal.

El hombre al otro lado de la mesa era bajo y ligeramente calvo. Vestía con desaliño y sus dedos, aferrados a los brazos de la butaca, estaban descuidados, con las uñas sucias y mordidas. Su rostro era delgado y enfermizo, de líneas débiles y evasivas alrededor de la boca. La barbilla le temblaba ligeramente y sus ojos parecían nublados y acuosos. Hipó y dos lágrimas corrieron por sus mejillas.

—Bueno —dijo Kollberg sombríamente—. ¿Así que le diste en el cráneo con la botella hasta romperla?

El hombre asintió.

—¿Y luego seguiste golpeándole con la silla cuando estaba ya en el suelo?

¿Cuántas veces?

—No sé. No muchas. Pero bastantes.

—Ya lo creo. Y luego volcaste el aparador sobre él y saliste de la habitación.

Y mientras tanto, ¿qué hizo el tercero de vosotros, el tal Ragnar Larsson? ¿No trató de intervenir, de detenerte?

—No hizo nada. Pasaba.

—No empieces a mentir otra vez.

—Estaba dormido. Era el que más borracho estaba.

—Procura hablar un poco más alto, ¿vale?

—Estaba echado sobre la cama, dormido. No se dio cuenta de nada.

—No. Pero luego se despertó y se fue a la policía. Bueno, hasta ahí todo está claro. Pero hay algo que aún no comprendo. ¿Por qué terminó así la cosa? No os habíais visto nunca, antes de conoceros en aquella cervecería...

—Me llamó maldito nazi.

—A cualquier policía le llaman nazi varias veces a la semana. Centenares de personas me han llamado nazi, esbirro de la Gestapo y cosas todavía peores; pero nunca he matado a nadie por ello.

—Me lo dijo una y otra vez, maldito nazi, maldito nazi, maldito nazi, cochino nazi, oink, oink. Era lo único que decía. Y se puso a cantar.

—¿A cantar?

—Sí, para cabrearme. Para fastidiarme. Sobre Hitler.

—Vaya, ¿le habías dado motivos para hablar así?

—Le dije que mi vieja era alemana. Pero eso fue antes.

—¿Antes de empezar a beber?

—Sí, y entonces me dijo que no importaba qué fuera la vieja de uno.

—¿Y cuando iba a la cocina agarraste la botella y le diste por detrás?

—Sí.

—¿Cayó?

—Bueno, cayó de rodillas. Y empezó a echar sangre. Entonces me dijo: «Puto nazi de mierda, ahora vas a ver».

—¿Y seguiste golpeándole?

—Tuve... miedo. Era más alto que yo y... usted no sabe cómo se siente uno... todo empieza a dar vueltas y más vueltas y se pone al rojo vivo... no sabía lo que hacía.

El hombre se estremeció violentamente.

—Ya basta —dijo Kollberg y apagó la grabadora—. Dale de comer y pregúntale al médico si le puede suministrar algo para dormir.

El agente que estaba junto a la puerta se levantó, se puso la gorra y se llevó al homicida, agarrándolo del brazo.

—Adiós, por ahora. Te veré mañana —dijo Kollberg ensimismado.

Al mismo tiempo escribía mecánicamente en el papel que tenía delante: «Confesó llorando».

—¡Menudo elemento! —exclamó.

—Cinco condenas anteriores por agresión —explicó Melander—. Lo negó todas las veces. Lo recuerdo bien.

—Ya habló nuestra computadora viviente —comentó Kollberg.

Se levantó pesadamente y se quedó mirando con fijeza a Martin Beck.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó—. Vete ya de vacaciones y deja en nuestras manos las tendencias criminales de las clases inferiores. Por cierto, ¿adónde vas? ¿Al archipiélago?

Martin Beck asintió.

—Buena decisión —comentó Kollberg—. Yo fui primero a Rumania y me achicharré en la playa de Mamaia. Y luego volví aquí y me cocí. ¡Un plan perfecto! ¿No tienes teléfono allí?

—No.

—¡Excelente! Bueno, voy a darme una ducha. Anda, ¡lárgate ya!

Martin Beck reflexionó. La sugerencia tenía sus ventajas. Entre otras cosas se iría un día antes. Se encogió de hombros.

—Vale, me voy. Hasta la vista, colegas. Nos vemos dentro de un mes.

2

Las vacaciones habían terminado ya para la mayoría, y las calles de Estocolmo, abrasadas bajo el calor de agosto, empezaban a llenarse de gente que volvía de pasar un par de lluviosas semanas de julio metida en tiendas, caravanas y hoteles rurales. En los últimos días el metro volvía a estar repleto pero ahora, en plena jornada laboral, Martin Beck viajaba casi solo en el vagón. Se sentó mirando hacia el verdor polvoriento de fuera y se alegró de que sus ansiadas vacaciones hubieran empezado al fin.

Hacía ya un mes que su familia estaba fuera, en el archipiélago. Este verano habían tenido la buena suerte de alquilar, a un pariente lejano de su esposa, una casa solitaria situada en un islote de la parte central del archipiélago. El familiar se había ido al extranjero, dejando la casa en sus manos hasta que los niños volvieran a la escuela.

Martin Beck entró en su piso vacío, fue derecho a la cocina y sacó una cerveza de la nevera. Echó unos tragos de pie junto al fregadero y luego se fue con la botella hacia el dormitorio. Se desvistió y salió al balcón en calzoncillos.

Estuvo sentado un rato al sol con los pies sobre la barandilla mientras se terminaba la cerveza. El calor resultaba casi insoportable. Cuando la botella quedó vacía, se levantó y volvió al relativo frescor del piso.

Miró el reloj. El barco saldría dentro de dos horas. La isla estaba situada en una zona del archipiélago unida a la ciudad por uno de los últimos barcos de vapor que todavía seguían funcionando. Esto, pensó Martin Beck, era casi lo mejor de las vacaciones.

Volvió a la cocina y dejó la botella vacía en el suelo de la despensa. Ya se habían llevado todos los alimentos perecederos pero, por si acaso, antes de cerrar la puerta de la despensa, echó un vistazo para ver si habían olvidado algo. Luego desenchufó la nevera, metió las bandejas de hielo en el fregadero y recorrió la cocina con la mirada antes de cerrar la puerta camino del dormitorio, para hacer la maleta.

La mayoría de las cosas que necesitaba se las había llevado ya a la isla el fin de semana que pasó allí. Su mujer le había dado una lista de cosas que ella y los niños querían tener. Tras meterlo todo, las dos maletas están llenas. Como también debía recoger una caja de cartón con provisiones en el supermercado, decidió tomar un taxi hasta el barco.

Había mucho sitio a bordo. Tras quitarse de encima las maletas, Martin Beck subió a cubierta y se sentó.

El calor caía a plomo sobre la ciudad y apenas corría el aire. En la plaza de Carlos XII el verdor había perdido su frescura y las banderas en lo alto del Grand Hotel caían abatidas. Martin Beck miró su reloj y esperó impacientemente a que los operarios levantaran la pasarela.

Cuando sintió las primeras vibraciones de la máquina, se levantó y se dirigió a popa. El barco se iba apartando del muelle y Martin Beck, apoyado sobre la barandilla, contemplaba cómo las hélices batían el agua hasta convertirla en una espuma blanquiverde. La sirena sonó roncamente. El barco empezaba a girar hacia Saltsjön, estremecido todo el casco, y Martin Beck permanecía junto a la barandilla, dando la cara a la fresca brisa. De repente se sintió libre y descargado de inquietudes; por un momento, le pareció revivir la sensación que había tenido en su infancia el primer día de vacaciones.

Cenó en el comedor y luego salió a sentarse de nuevo en cubierta. Antes de aproximarse a su embarcadero, el barco bordeó el islote. Martin Beck vio la casa, varias sillas de jardín en colores alegres y a su mujer en la orilla. Estaba inclinada en el borde del agua, probablemente lavando patatas. Se levantó y le saludó con la mano; pero no estaba seguro de que ella le hubiese visto a esa distancia, con el sol de la tarde dándole en los ojos.

Los niños salieron a recibirle con la barca. A Martin Beck le gustaba remar, y desoyendo las protestas de sus hijos, él mismo cogió los remos y cruzó la bahía entre el malecón y la isla. Su hija, que se llamaba Ingrid aunque la apodaban «La peque» —a pesar de que cumpliría quince años al cabo de unos días—, se sentó en la popa y empezó a contarle algo sobre un baile en un granero. Rolf, que tenía once años y despreciaba a las chicas, hablaba de un lucio que había pescado. Martin Beck les escuchaba abstraído, disfrutaba remando.

Tras quitarse la ropa de calle, antes de ponerse los vaqueros y un jersey, se dio un chapuzón junto a las rocas. Después de la cena se sentó fuera con su mujer, viendo cómo el sol se ponía tras las islas al otro lado de la bahía, con el agua lisa como un espejo. Se fue a la cama temprano, tras poner algunas redes con su hijo.

Por primera vez en mucho tiempo se quedó dormido inmediatamente.

Al despertarse, el sol aún estaba bajo y había rocío sobre la hierba cuando salió a dar una vuelta y se sentó en una roca. Parecía que el día iba a ser tan bueno como el anterior, pero el sol aún no había empezado a calentar y sintió frío en su pijama. Al cabo de un rato entró de nuevo en la casa y se sentó en el porche con una taza de café. A las siete se vistió y despertó a su hijo, que se levantó de mala gana. Fueron remando a sacar las redes, en las que no había nada más que un montón de algas y plantas acuáticas. Cuando regresaron, las otras dos se habían levantado ya y el desayuno estaba servido.

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