Un accidente trunca brutalmente la idílica relación entre una niña y su caballo. La madre deberá recurrir a un hombre muy especial, de quien se dice que posee poderes especiales para comunicarse con los caballos y sanar su espíritu… Una historia de profundas connotaciones humanas que recupera los sólidos valores que la frenética sociedad actual parece haber olvidado. La solidaridad entre las personas, la armonía con la naturaleza y la fuerza de los sentimientos subyacen como motor de esta novela inolvidable.
Nicholas Evans
El hombre que susurraba a los caballos
ePUB v1.0
Siwan20.07.12
Título original:
The Horse Whisperer
Nicholas Evans, septiembre de 1995.
Traducción: Luis Murillo Fort
Diseño/retoque portada: Ozzeman
Editor original: Siwan (v1.0)
ePub base v2.0
Para Jennifer
Quiero expresar mi sincero agradecimiento a cuatro buenos amigos: Fred y Mary Davis, Caradoc King y James Long; así como a Robbie Richardson, la primera persona que me habló acerca de los «susurradores».
No busques enredos externos,
No mores en el vacío interior;
Sé plácido en la unicidad de las cosas;
El dualismo se desvanecerá por si sólo.
SENG-T'AN (m. en 606)
De la confianza en el corazón
La muerte estuvo presente al principio y volvería a estarlo al final. Aunque si lo que cruzó por los sueños de la muchacha en aquella muy improbable mañana fue una sombra fugaz de ello, ella nunca lo sabría. Lo único que supo al abrir los ojos fue que el mundo había experimentado cierta alteración.
La luz roja del despertador permitía ver que aún faltaba media hora para que éste sonase. La chica permaneció muy quieta, sin levantar la cabeza, intentando dar forma a ese cambio. Estaba oscuro, pero no tanto como habría debido estarlo. Al fondo del dormitorio distinguió claramente el centelleo empañado de sus trofeos de equitación en los desordenados estantes y, más arriba, los rostros de estrellas del rock que una vez pensó que tenían que interesarle. Prestó atención. El silencio que colmaba la casa también era distinto, expectante, como la pausa entre tomar aire y pronunciar una palabra. Pronto empezaría a oírse el amortiguado rugir de la caldera en el sótano y las tablas del suelo de la antigua casa de labranza iniciarían sus crujientes lamentos de rigor. Apartó rápidamente las sábanas y se acercó a la ventana.
Había nieve. La primera nevada del invierno. Y a juzgar por los travesaños de la cerca junto al estanque le pareció que podía haber más de un palmo de hondo. Sin viento que la arrastrara, la nieve se veía perfecta y uniforme, amontonada en cómica proporción sobre las ramas de los seis pequeños cerezos que su padre había plantado el año anterior. Una estrella solitaria brillaba sobre el bosque en una gran tajada de azul intenso. La chica bajó la vista y observó que en la parte inferior de la ventana se había formado un encaje de escarcha y al poner un dedo encima de la misma derritió un pequeño agujero. Se estremeció, pero no de frío sino de sentir que aquel mundo transformado le pertenecía por entero, al menos de momento. Se volvió y se dio prisa en vestirse.
La noche anterior Grace Maclean había llegado de Nueva York con la única compañía de su padre. Siempre había disfrutado de ese viaje, dos horas y media por la carretera arbolada que cruzaba la cordillera de Taconic, arropados los dos en el largo Mercedes, escuchando cintas y charlando tranquilamente de la escuela o de algún nuevo caso en que él estuviera trabajando. Le gustaba oírle hablar mientras conducía, le gustaba tenerlo para ella sola, verlo relajarse poco a poco vestido con su aplicado atuendo de fin de semana. Su madre, como de costumbre, tenía una cena, una función o algo por el estilo y cogería el tren a Hudson esa misma mañana, cosa que de todos modos ella prefería. Los embotellamientos de tráfico el viernes por la noche la ponían invariablemente de mal humor y solía compensar su impaciencia asumiendo el mando y diciéndole a Robert, el padre de Grace, que frenara o acelerara o siguiese un itinerario tortuoso para evitar los atascos. Él no se molestaba en discutir, se limitaba a hacer lo que le decían, aunque a veces soltaba un suspiro o dirigía a Grace, relegada al asiento de atrás, una mirada irónica por el espejo retrovisor. La relación entre sus padres había sido siempre un misterio para ella, un mundo en el que la dominación y la obediencia no eran lo que parecían. Grace solía mantenerse aparte, refugiada en el santuario de su walkman.
Su madre trabajaba durante todo el trayecto en tren; nada la distraía porque nada dejaba que lo hiciera. En una ocasión en que la acompañó, Grace había estado observándola, maravillada de que no mirase una sola vez por la ventanilla salvo, quizá, para escudriñar el exterior, sin ver nada, cuando algún escritor de campanillas o uno de sus más ambiciosos redactores la llamaba por el teléfono portátil.
La luz del descansillo estaba encendida. Grace, en calcetines, pasó de puntillas por delante de la puerta entornada del dormitorio de sus padres y se detuvo. Pudo oír el tictac del reloj de pared, abajo en el vestíbulo, y el reconfortante y suave roncar de su padre. Bajó por las escaleras hasta el vestíbulo, en cuyas paredes y techo azul celeste relucía ya el reflejo de la nieve que se colaba por las ventanas sin cortinas. Ya en la cocina, bebió de un trago un vaso de leche y comió una galletita de chocolate mientras escribía una nota para su padre en el bloc que había junto al teléfono. «He ido a montar. Volveré alrededor de las diez. Besos. G.»
Cogió otra galleta y se la comió mientras se dirigía al pasillo en que estaba la puerta de atrás, donde dejaban los abrigos y las botas embarradas. Se puso la chaqueta de lana y saltó con elegancia, sujetando la galleta entre los dientes, mientras se calzaba las botas de montar. Se subió la cremallera de la chaqueta hasta arriba, se puso los guantes y bajó del estante su casco de montar, al tiempo que se preguntaba si debía telefonear a Judith para ver si aún quería salir a cabalgar a pesar de que había nevado. Pero no era necesario que llamase. Seguro que Judith estaría tan entusiasmada como ella. En el momento en que Grace abría la puerta para salir al aire helado de la mañana, oyó que la caldera se ponía en marcha abajo, en el sótano.
Wayne P. Tanner levantó la vista de su taza de café y dirigió una mirada lúgubre a las hileras de camiones cubiertos de nieve aparcados delante del bar de carretera. Detestaba la nieve, pero todavía más que lo pillaran en falta. Y en el transcurso de pocas horas lo habían pillado en falta dos veces.
Aquellos policías estatales de Nueva York se lo habían pasado en grande, chulos yanquis de mierda. Los había visto ponerse detrás de su camión y quedarse pegados a la cola durante unos tres kilómetros; los muy puñeteros sabían que los había visto y disfrutaban con ello. Luego encendieron las luces para indicarle que se hiciera a un lado, y el listillo de turno, que no era más que un crío, se acercó dándose aires con su sombrero stetson como un maldito poli de película. Le pidieron el diario de ruta y Wayne lo buscó, se lo pasó al policía más joven y se quedó mirando cómo lo leía.
—Atlanta, ¿eh? —dijo el poli pasando rápidamente las páginas.
—Sí señor —contestó Wayne—. Y le aseguro que allá abajo hace mucho más calor que aquí. —Ese tono, entre fraternal y respetuoso, solía funcionar con la bofia, implicaba una cierta afinidad en tanto que colegas de carretera. Pero el jovencito no levantó los ojos del diario.
—Ajá… Usted sabe que ese detector que lleva es ilegal, ¿verdad?
Wayne miró de soslayo la cajita negra fijada al tablero de instrumentos y por un instante pensó en hacerse el inocente. En Nueva York los aparatos cazapolis sólo eran ilegales en camiones de más de ocho toneladas. Ahora llevaba tres o cuatro veces esa cantidad. Alegar ignorancia, se dijo, sólo serviría para que aquel cabronzuelo se volviese aún más ruín. Compuso una sonrisa de fingida confusión pero de nada le sirvió, pues el jovencito seguía sin mirarlo.
—¿Verdad? —dijo otra vez.
—Bueno, sí. Supongo.
El jovencito cerró el diario y se lo devolvió, mirándolo por fin a la cara.
—Muy bien —dijo—. Ahora veamos el otro.
—¿Cómo dice?
—El otro diario, hombre. El bueno. Éste parece de cuento de hadas.
Wayne sintió que se le revolvían las tripas.
Durante quince años, y al igual que la mayoría de camioneros, había llevado dos diarios a la vez, uno que decía la verdad sobre kilometraje, horarios de conducción, descansos, etcétera, y otro especialmente pensado para ocasiones como aquélla, donde quedaba de manifiesto que en todo momento se había atenido a los límites legales. Y en todo ese tiempo, en ninguna de las docenas de veces que lo habían obligado a detenerse en el arcén en sus viajes de costa a costa, un policía le había hecho eso. Mierda, si casi todos los camioneros que conocía llevaban un libro falso, al que en plan de broma llamaban «el tebeo». Si uno viajaba solo y sin socio con el que turnarse al volante, ¿cómo demonios iba a cumplir los plazos de entrega? ¿Cómo demonios iba a ganar lo suficiente para vivir? Santo Dios. Todas las compañías estaban al corriente, sólo que hacían la vista gorda.
Había intentado enrollarse un rato, hacerse el dolido, mostrar incluso cierta indignación, pero sabía que era inútil. El otro policía, un tipo con cuello de toro y una sonrisita presuntuosa, se apeó del coche patrulla para no perderse el espectáculo, y entonces le dijeron que saliese de la cabina para proceder a su registro. Al advertir que tenían intenciones de dejarlo todo patas arriba, Wayne decidió hacerse el bueno, cogió el diario que estaba escondido debajo de la litera y se lo entregó a los polis. El libro indicaba que había recorrido más de mil cuatrocientos kilómetros en veinticuatro horas haciendo una sola parada, e incluso ésta había durado la mitad, de las ocho horas establecidas por la ley.
Así pues, se le venía encima una multa de mil o mil trescientos dólares, o incluso más si le añadían lo del maldito detector de radar. Hasta podían quitarle el carnet de conducir. Los policías le entregaron un puñado de papeles y lo escoltaron hasta el restaurante de carretera en que se hallaba en ese momento, con la advertencia de que no se le ocurriera reemprender camino hasta el día siguiente.
Esperó a que se marcharan y luego fue andando hasta la gasolinera y compró un bocadillo de pavo que estaba rancio y un pack de seis cervezas. Pasó la noche tumbado en la litera en la parte de atrás de la cabina. El sitio era bastante amplio y confortable y Wayne se sintió un poco mejor después de la segunda cerveza, pero así y todo no hizo más que preocuparse casi toda la noche. Y al despertar vio la nieve y descubrió que otra vez lo habían pillado desprevenido.
Dos días atrás, en aquella soleada mañana de Georgia, Wayne no había pensado en comprobar si llevaba cadenas. Y al mirar en el cajón esta mañana, las puñeteras no estaban. No se lo podía creer. Algún listillo se las había robado o cogido prestadas. Wayne sabía que la interestatal estaría bien, seguro que hacía horas que habían pasado las máquinas quitanieves y las chorreadoras de arena. Pero las dos turbinas gigantes que transportaba debían ser entregadas en una fábrica de papel de un pueblecito llamado Chatham, e iba a tener que dejar la autopista de peaje y atajar por el campo. Las carreteras serían sinuosas y estrechas y lo más probable era que aún no las hubieran limpiado. Wayne se maldijo otra vez, terminó su café y dejó en la barra un billete de cinco dólares.