La vida de ejecutiva era distinta. Y entre el esfuerzo y la euforia que había supuesto convertir una publicación poco interesante y aún menos leída en la revista de moda en la ciudad, Annie no había querido reconocer de entrada el precio que eso suponía para su vida de hogar. Ahora tenía con Grace lo que ella orgullosamente calificaba como «momentos de calidad». Desde la actual perspectiva de Annie, la principal característica de esa calidad parecía ser la tiranía. Pasaban una hora juntas por la mañana, durante la cual obligaba a la niña a estudiar piano, y dos horas por la tarde, en que la forzaba a hacer los deberes. Los supuestos consejos de madre parecían cada vez más condenados a ser tomados como críticas.
La cosa mejoraba los fines de semana, y la afición a cabalgar contribuía a mantener intacto el frágil puente que aún existía entre ambas. Annie ya no montaba a caballo, pero a diferencia de Robert guardaba de su niñez una comprensión del peculiar mundo tribal de la equitación y los concursos de saltos. Le encantaba acompañar a Grace y su caballo a concursos de hípica. Pero aun en el mejor de los casos, las horas que pasaban juntas no podían emular la despreocupada confianza que Grace compartía con su padre.
En muchas ocasiones la chica acudía primero a él, y Annie ya se había resignado a la idea de que en eso la historia se repetía inexorablemente. Ella también había sido la niña de los ojos de su padre, pues su madre había sido incapaz de ver más allá del aura dorada que rodeaba al hermano de Annie. Y ahora Annie, sin tener esa excusa, se sentía impulsada por unos genes inmisericordes a reproducir el modelo con su propia hija.
El tren redujo la velocidad al entrar en una larga curva y se detuvo en Hudson. Annie permaneció sentada y miró hacia la galería restaurada del andén, con sus pilares de hierro fundido. En el sitio exacto en que solía esperarla Robert vio a un hombre adelantarse y tender los brazos a una mujer que acababa de bajar del tren con dos niños pequeños. Annie vio cómo los abrazaba a todos y luego los conducía al aparcamiento. El niño insistía en llevar la bolsa más pesada y el hombre rió y cedió a su petición. Annie apartó la vista y sé alegró cuando el tren reanudó la marcha. Veinticinco minutos más tarde estaría en Albany.
Encontraron el rastro de
Pilgrim
algo más adelante, en la misma carretera. Entre las huellas de los cascos sobre la nieve había manchas de sangre todavía fresca. Fue el cazador el primero en ver las huellas y, seguido de Logan y Koopman, llegó hasta el río atravesando la arboleda.
Harry Logan conocía el caballo que estaban buscando, aunque no tan bien como a aquel cuyo cadáver destrozado acababan de sacar de entre los restos del camión accidentado.
Gulliver
era uno de los muchos caballos que él atendía en casa de Mrs. Dyer, pero los Maclean utilizaban los servicios de otra veterinaria local. Logan había visto un par de veces al magnífico animal en la caballeriza. Por el rastro de sangre que iba dejando dedujo que debía de estar malherido. Aún temblaba a causa de lo que había visto hacía un rato, y deseó haber llegado antes para acortar la agonía del pobre
Gulliver.
Pero entonces habría tenido que presenciar cómo sacaban el cuerpo de Judith, lo cual habría sido golpe aún más duro. Era una chica muy simpática. Bastante había tenido con ver a la hija de los Maclean, a quien apenas conocía.
El río sonaba con ímpetu cada vez mayor a medida que se acercaban y Logan acertó a verlo entre los árboles. El cazador se había detenido y los esperaba. Logan tropezó con una rama seca y estuvo a punto de caer, y el cazador lo miró con desdén apenas disimulado. «Mequetrefe machista», pensó Logan. Aquel individuo le había caído mal de inmediato, tal como le ocurría con todos los cazadores. Deseó haberle dicho que dejase el maldito rifle en el coche.
El agua corría rápidamente, rompiendo en las rocas y pasando sobre un abedul plateado que se había venido abajo. Los tres hombres se quedaron contemplando el lugar donde las huellas desaparecían junto al agua.
—Debe de haber intentado cruzar —dijo Koopman, tratando de echar una mano. Pero el cazador negó con la cabeza. La margen opuesta era muy empinada y no había huellas que subiesen por ella.
Recorrieron la orilla en silencio. De pronto, el cazador se detuvo y con la mano indicó a los otros dos que hicieran lo mismo.
—Allí —dijo con voz grave, al tiempo que señalaba hacia adelante con la cabeza.
Estaban a unos veinte metros del viejo puente del ferrocarril. Logan se llevó una mano a la frente para protegerse del sol y miró en aquella dirección, pero no pudo ver nada. Entonces algo se movió debajo del puente y Logan por fin vio el caballo. Estaba al fondo, entre las sombras, mirándolos. Tenía la cara mojada y de su pecho goteaba un líquido oscuro. Parecía tener algo pegado bajo la base del cuello, aunque desde aquella distancia Logan no podía distinguir de qué se trataba. A cada momento el caballo sacudía la cabeza y dejaba escapar un hilo de espuma rosada que rápidamente se alejaba flotando aguas abajo hasta desaparecer. El cazador cogió la funda que llevaba al hombro y empezó a descorrer la cremallera.
—Lo siento amigo, ya no es temporada de caballos —dijo Logan con afectada indiferencia, abriéndose paso.
El cazador ni siquiera levantó la vista. Sacó el rifle, un lustroso German calibre 308 con mira telescópica y grueso como una botella. Koopam lo contempló con admiración. El cazador estrajo unas cuantas balas de un bolsillo y comenzó a cargar tranquilamente el arma.
—Ese animal se está desangrando —dijo.
—¿En serio? —dijo Logan—. Conque también es veterinario, ¿eh?
El individuo lanzó una risita desdeñosa. Metió un cartucho en la recámara y se quedó a la espera con la actitud exasperante de quien sabe que al final se le dará la razón. Logan sintió ganas de estrangularlo. Se volvió en dirección al puente y avanzó un paso con cautela. Al instante el caballo retrocedió, situándose a pleno sol en el otro extremo del puente y Logan observó que no tenía nada pegado al pecho. Se trataba de un jirón de piel rosada que le colgaba de un horrible corte en forma de L, de unos sesenta centímetros de longitud. La sangre manaba de la carne abierta y caía al agua chorreando del pecho del animal. Logan comprobó que lo que le mojaba la cara también era sangre. No necesitaba acercarse más para afirmar que el caballo se había roto el hueso del testuz.
Logan sintió un vahído en el estómago. Aquél era un hermoso caballo y la idea de sacrificarlo le parecía detestable. Pero aunque llegara a acercarse lo suficiente para controlar la hemorragia, la herida parecía tan grave que el animal tenía pocas probabilidades de sobrevivir. Logan avanzó otro paso hacia
Pilgrim
y éste reculó de nuevo y giró en busca de una vía de escape río arriba. Oyó un chasquido detrás; era el cazador accionando el cerrojo de su rifle. Logan se volvió hacia él.
—Cierre eso de una maldita vez.
El cazador no dijo nada, sólo lo miró con malicia. Había en su expresión un toque de confabulación que Logan deseaba romper cuanto antes. Dejó su bolsa en tierra, se agachó para sacar algunas cosas y, dirigiéndose a Koopman, dijo:
—Voy a intentar acercarme al caballo. ¿Podría usted dar un rodeo hasta la otra punta del puente y cortarle el paso?
—Sí, señor.
—Busque una rama y si ve que va hacia usted, agítela. Puede que tenga que meter los pies en el agua.
—Sí, señor.
Koopman se encaminaba ya hacia los árboles cuando Logan le dijo en voz alta:
—Grite cuando esté preparado. ¡Y no se le acerque mucho!
A continuación llenó una jeringa con un calmante y se metió en los bolsillos del anorak otras cosas que pensó podía necesitar. Era consciente de que el cazador lo observaba, pero hizo caso omiso y se incorporó.
Pilgrim
tenía la cabeza gacha pero no se perdía detalle de los movimientos de los tres hombres. Esperaron rodeados por el fragor del agua. Entonces Koopman dio una voz desde el puente y al volverse el caballo para mirar, Logan bajó con cuidado hasta el río, ocultando la jeringa en su mano lo mejor que pudo.
Aquí y allá había rocas planas que la corriente había limpiado de nieve, y Logan intentó utilizarlas a modo de pasaderas.
Pilgrim
se volvió y lo vio. Estaba muy nervioso pues no sabía por dónde escapar; golpeó el agua con una pata y resopló expulsando otra masa de espuma sanguinolenta. Logan se había quedado sin pasaderas y supo que había llegado el momento de mojarse. Introdujo un pie en la corriente y notó la oleada glaciar en torno a su bota. Estaba tan fría que se quedó sin aliento.
Koopman apareció en el recodo del río, más allá del puente. También él estaba metido en el agua hasta las rodillas y blandía una gran rama de abedul. El caballo los miró, primero a uno y luego al otro. Logan percibió el miedo en los ojos del animal, y algo más que lo asustó un poco. Pero le habló con un tono tierno y tranquilizador.
—Tranquilo, amigo. Tranquilo.
Se hallaba a unos seis metros de él y trataba de pensar cómo iba a hacerlo. Si conseguía cogerlo de la brida tenía una posibilidad de inyectarlo en el cuello. Por si algo salía mal, había llenado la jeringa más de lo necesario. Si podía dar con una vena tendría que inyectarle menos calmante que si lo hacía en un músculo. En ambos casos, debería tener cuidado de no administrarle una dosis excesiva. No era conveniente que un caballo en tan mal estado quedara inconsciente. Tendría que intentar suministrarle lo suficiente para calmarlo a fin de sacarlo del río y llevarlo a un lugar más seguro.
Ahora que estaba muy cerca, Logan vio con claridad la herida del pecho. Era la más grave que había visto en todos sus años de veterinario y comprendió que no les quedaba mucho tiempo. Por el modo en que manaba la sangre, calculó que el caballo debía de haber perdido alrededor de cuatro litros.
—Tranquilo amigo. Nadie va a hacerte daño.
Pilgrim
bufó, y se volvió y avanzó unos pasos hacia Koopman, levantando al tambalearse una rociada de agua que el sol convirtió en arco iris.
—¡Sacuda la rama! —chilló Logan.
Koopman lo hizo y
Pilgrim
se detuvo. Logan aprovechó la ocasión para aproximarse más, pisando un agujero al hacerlo y mojándose hasta la entrepierna. Santo Dios, qué fría estaba. El caballo lo vio acercarse y echó a andar de nuevo en dirección a Koopman.
—¡Otra vez! —exclamó Logan.
Al ver agitarse la rama
Pilgrim
se detuvo y el veterinario avanzó y cerró la mano en torno a las riendas. El caballo se debatió y giró hacia él. Logan intentó subir a la orilla, manteniéndose todo lo alejado posible de los cuartos traseros que ahora buscaban su cuerpo, levantó rápidamente el brazo y consiguió clavar la aguja en el cuello del caballo. Al notar el pinchazo,
Pilgrim
explotó. Se empinó al tiempo que soltaba un relincho de alarma y Logan dispuso de una fracción de segundo para empujar el émbolo. Pero mientras lo hacía, el caballo lo empujó hacia un lado haciéndole perder el equilibrio. Sin quererlo, Logan inyectó en el cuello de
Pilgrim
todo el contenido de la jeringa.
El caballo sabía ahora quién era el más peligroso de aquellos tres hombres y saltó en dirección a Koopman. Logan seguía teniendo las riendas arrolladas a su mano izquierda, de manera que fue levantado en vilo y arrojado de cabeza al agua. Sintió que el agua helada penetraba en su ropa al ser arrastrado por la superficie como si hiciese esquí acuático. No pudo ver más que la espuma del agua. Las riendas se hundieron en la piel de su mano y lanzó un grito de dolor al golpear su hombro contra una roca. Luego las riendas quedaron sueltas y eso le permitió levantar la cabeza y tragar una gran bocanada de aire. Entonces vio que Koopman se apartaba del camino mientras el caballo se encaramaba a la orilla y pasaba de largo. Llevaba la jeringa todavía clavada al cuello. Logan se puso de pie en el momento en que el caballo desaparecía entre los árboles.
—¡Mierda! —exclamó.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Koopman.
El veterinario se limitó a asentir con la cabeza y empezó a escurrir el agua de su anorak empapado. De pronto, algo atrajo su atención en el puente. Al levantar la vista vio al cazador apoyado en el parapeto. Había estado observando y ahora sonreía.
—¿Por qué no se larga de una puta vez? —dijo Logan.
Annie vio a Robert tan pronto como cruzó la puerta giratoria. Al fondo del corredor había una antesala equipada con sofás color gris claro y una mesa baja con flores, y él estaba mirando por la ventana alta, bañado de sol. Se volvió al oír sus pasos y entrecerró los ojos para ver en la semipenumbra del pasillo. A Annie le conmovió su aspecto vulnerable, con media cara iluminada por el sol y la piel tan pálida que parecía casi traslúcida. Robert la reconoció y caminó hacia ella con una lúgubre sonrisa en el rostro. Se abrazaron y permanecieron así un rato, sin decirse nada.
—¿Dónde está Grace? —preguntó al fin Annie.
Él la sujetó por los brazos y la apartó un poco para poder mirarla.
—Se la han llevado abajo. Están operándola. —Vio que ella fruncía el entrecejo y antes de que pudiera abrir la boca, agregó—: Han dicho que se pondrá bien. Aún está inconsciente pero le han hecho una serie de pruebas y al parecer no ha sufrido ninguna lesión cerebral.
Calló para tragar saliva y Annie esperó, mirándolo a la cara. Por el modo en que su esposo intentaba mantener la voz firme sabía que había algo más.
—Sigue.
Pero Robert no pudo continuar. Se echó a llorar. Agachó la cabeza y se quedó allí de pie, temblando como una hoja. Seguía sujetando a Annie por los brazos y ella se zafó con suavidad y lo cogió a él del mismo modo.
—Venga. Cuéntame.
Robert respiró hondo y echó la cabeza hacia atrás, mirando al techo antes de poder mirarla a ella de nuevo. Sólo al segundo intento consiguió decirlo.
—Van a cortarle la pierna.
Tiempo después Annie llegaría a sentir asombro a la vez que vergüenza por el modo en que reaccionó. Nunca se había tenido por una persona especialmente firme en momentos de crisis, salvo en el trabajo, donde sin duda disfrutaba con ellos. Por regla general tampoco le costaba manifestar sus emociones. Quizá fue sencillamente que Robert tomó la decisión por ella al echarse a llorar. Como él lloró, ella no lo hizo. Alguien tenía que resistir, pues de lo contrario nunca habrían acabado.