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El hombre sonriente (13 page)

BOOK: El hombre sonriente
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—La noche que Gustaf Torstensson murió, había ido a visitar el castillo de Farnholm —comenzó—. ¿Cuántas personas sabían que iba a visitar a su cliente aquella noche?

Antes de contestar, ella meditó un instante, que Wallander aprovechó para preguntarse si se estaría tomando un tiempo para hacer memoria o más bien para formular una respuesta apropiada.

—Bien, como es natural, yo lo sabía —dijo al fin—. Y cabe la posibilidad de que se lo mencionase a la señorita Lundin. Aparte de nosotras dos, nadie.

—¿Quiere decir que Sten Torstensson lo ignoraba? —inquirió Wallander.

—Así es. No creo que él estuviese al corriente —afirmó ella—. Llevaban agendas separadas.

—En otras palabras, sólo usted lo sabía —concretó Wallander.

—Cierto —contestó la mujer.

—Bien, disculpe las molestias —reiteró Wallander antes de colgar.

Entonces, regresó a sus notas. «Gustaf Torstensson va a ver a un cliente y se ve expuesto, por el camino de vuelta a casa, a una especie de atentado, a un asesinato camuflado bajo la apariencia de un accidente de coche.»

Reflexionó sobre la respuesta de la señora Dunér, sobre el hecho de que ella hubiese sido la única en saber del viaje que el viejo abogado haría a Farnholm.

«Ella ha dicho la verdad», resolvió. «Pero la sombra de la verdad me interesa más que la verdad misma. Pues, lo que me ha revelado, en realidad, es que, salvo ella misma, sólo el hombre de Farnholm sabía lo que Gustaf Torstensson iba a hacer aquella noche.»

Prosiguió su deambular por el paisaje del caso, que no cesaba de variar su apariencia. El sombrío hogar del anciano, con todos aquellos sistemas de seguridad, la colección de iconos oculta en el sótano… Cuando ya le parecía no poder avanzar más por aquellos derroteros, pasaba a analizar lo que tenía sobre Sten Torstensson. De nuevo se producía un cambio en el paisaje, que ahora se le antojaba casi impenetrable. Aquella visita inesperada del amigo abogado en su retiro de viento y de sirenas perdidas, luego el solitario café del museo Konstmuseum; todo se presentaba a su mente como el conjunto heterogéneo de los ingredientes de una intrincada opereta. «Sin embargo, hay momentos de la representación en que la vida se toma en serio», se recordó a sí mismo. Así, no le cabía la menor duda de la sinceridad de Sten Torstensson al referirse al estado de inquietud y nerviosismo de su padre. Tampoco dudaba de que la postal finlandesa que un desconocido había enviado y que, con toda certeza, había sido un encargo de Sten Torstensson, significaba una toma de postura; existía una amenaza que explicaba la necesidad de una falsa pista. Si es que aquella falsa pista no constituía la verdad…

«Aquí no concuerda nada», concluyó Wallander. «Pero al menos, son datos que se pueden pillar con alfileres. Bastante peor se presenta el asunto de la joven asiática que no desea ser vista cuando se dispone a visitar la casa rosa de Berta Dunér. Y la propia señora Dunér, que no miente mal, pero no con la habilidad suficiente como para que un inspector de la brigada criminal de la policía de Ystad no lo note o, como mínimo, sospeche que hay algo que no funciona.»

Wallander se levantó, desentumeció la espalda y se puso en pie junto a la ventana. Eran ya las seis y había oscurecido. Se oían sonidos dispersos procedentes del pasillo, pasos que se acercaban para después suavizarse y desaparecer. Le vinieron a la memoria las palabras que en una ocasión le dijo su viejo amigo Rydberg, durante su último año de vida: «En realidad, una comisaría se parece mucho en su diseño a una prisión. Los policías y los delincuentes estamos formados como imágenes idénticas, pero contrarias. Bien mirado, nunca sabremos quién se encuentra a este lado del muro, y quién en el exterior».

De pronto, Wallander se sintió abatido y solo. Como de costumbre, recurrió a su único consuelo: recrear en su mente una conversación imaginaria con Baiba Liepa, la mujer de Riga, como si se hallase ante él en aquella habitación, que tampoco era su despacho, sino una casa triste de la capital letona, de fachadas desgastadas por el llanto, en aquel apartamento de luces tenues y cortinas pesadas que siempre se mantenían echadas. Mas, al fin, la imagen se enturbia, pierde fuerza hasta caer como el más débil de una pareja de luchadores. En su lugar, aparece su propia figura, gateando sobre sus rodillas embarradas en medio de la bruma de Escania, con una escopeta en una mano y una pistola en la otra, como una copia patética de un inverosímil héroe cinematográfico y, sin saber cómo, la película se rompe en mil pedazos, la realidad se deja ver por entre las ranuras y allí está la muerte, el matar, como los conejos que suelen salir de la chistera de un maga. Se ve a sí mismo como espectador de una escena en la que un hombre muere de un disparo en mitad de la frente. Después, él mismo aprieta el gatillo y lo único de lo que puede estar seguro es de que, en ese momento, no piensa en otra cosa que en su deseo de que aquel hombre al que está apuntando con su pistola, muera realmente.

«Debería reírme más a menudo», se recomendó a sí mismo. «Sin haberme apercibido de ello, he arribado, con los años, a una costa de oscuras aguas profundas.»

Abandonó su despacho sin llevarse consigo ningún papel. Al llegar a la recepción, vio que Ebba estaba ocupada al teléfono. Cuando le hizo una seña de que aguardase un momento, él negó con un gesto de la mano, como si siguiese estando tan ocupado, que no pudiese detenerse ni un instante.

Después, se marchó a casa y se preparó una cena que ni él mismo habría sido capaz de describir. Regó las cinco plantas que tenía en los alféizares de las ventanas, llenó una lavadora con la ropa sucia que había por allí esparcida, antes de comprobar que no le quedaba detergente, y se sentó en el sofá a cortarse las uñas de los pies. De vez en cuando, alzaba la vista y echaba una ojeada a la habitación, como si albergase la esperanza de descubrir, de pronto, que no estaba solo. Poco después de las diez, se fue a la cama, donde el sueño lo venció casi de inmediato. En la calle, la lluvia había remitido hasta hacerse casi imperceptible.

Cuando despertó la madrugada del miércoles, aún estaba oscuro. Miró el reloj de agujas centelleantes que tenía sobre la mesilla de noche y vio que no eran más que las cinco, así que se dio la vuelta dispuesto a dormirse de nuevo, pero no lo consiguió. Notó que estaba nervioso. Todo aquel tiempo que había pasado inmerso en el frío había dejado profundas huellas en su espíritu. «Nada volverá ya a ser como antes», sentenció para sí. «Sea lo que sea lo que haya cambiado, en mi vida siempre habrá, a partir de ahora, un antes y un después. Kurt Wallander existe y ha dejado de existir, al mismo tiempo.»

A las cinco y media, se levantó, se tomó un café mientras aguardaba a que llegase el repartidor con el periódico y comprobó que estaban a cuatro grados. Ya a las seis de la mañana salía de su apartamento, empujado por una inquietud que no era capaz ni de describir ni de ignorar. Se sentó en el coche y lo puso en marcha, cuando se le ocurrió la idea de que muy bien podía poner rumbo al norte en aquel preciso momento para hacer una visita al castillo de Farnholm algo más tarde. Podría detenerse en algún lugar a medio camino a tomarse un café y a anunciar por teléfono su llegada. Se puso, pues, en marcha, en dirección este e intentó desviar la mirada al llegar al campo militar de prácticas de tiro en el que, pronto haría dos años, el viejo Wallander había librado su última batalla. Allá en la niebla, había aprendido que algunas personas no se arredraban ante ningún tipo de violencia, que no vacilaban en llevar a cabo una ejecución a sangre fría si sus fines así lo requerían. Allí mismo, de rodillas sobre el fango y sumido en la más honda desesperación, había defendido su vida y, mediante un disparo tan acertado como sorprendente, había matado a una persona. Aquello no tenía vuelta atrás; había sido un entierro y un nacimiento, al mismo tiempo.

Tomó la carretera de Kristianstadvägen y aminoró la marcha cuando pasó el lugar donde había perdido la vida Gustaf Torstensson. Al llegar al tramo Skåne—Tranås, se detuvo en un café. El viento había empezado a soplar con fuerza y pensó que debería haberse puesto un chaquetón de más abrigo. En realidad, tendría que haber dedicado algún pensamiento a su vestimenta en general; aquellos pantalones de tergal desgastados y el chubasquero sucio no resultarían del todo apropiados para ir a visitar al dueño de un castillo. Mientras atravesaba. la puerta del café se preguntó fugazmente cómo se habría vestido Björk para una visita como aquélla, aunque fuese de servicio.

Una vez dentro, comprobó que estaba solo en el establecimiento. Cuando pidió el café y un bocadillo de queso, eran las siete menos cuarto. Se puso a hojear una revista vieja que había en una estantería, pero se aburrió enseguida, así que intentó planificar las preguntas que le haría a Alfred Harderberg, o a quien quiera que pudiese hablarle de la última visita laboral de Gustaf Torstensson. Aguardó hasta las siete y media para llamar, en primer lugar, a la comisaría de Ystad pero, a aquellas horas, el único de sus colegas que estaba en su puesto era Martinson, siempre tan madrugador. De modo que le explicó dónde se encontraba y le dijo que contaba con que la entrevista duraría unas dos horas.

—¿Sabes qué fue lo primero que se me ocurrió esta mañana, al despertar? —preguntó Martinson.

—Pues no, ¿qué fue?

—Que quien mató a Gustaf Torstensson fue su hijo.

—Y, entonces, ¿cómo te explicas que él mismo apareciese asesinado? —inquirió Wallander perplejo.

—No, si yo no explico nada. Lo que sí creo estar viendo con mayor claridad a medida que avanzamos es que hemos de buscar la explicación en su profesión, y no en sus vidas privadas.

—O en una combinación de ambas —apuntó Wallander meditabundo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No, nada. Es algo que soñé anoche —repuso el inspector evasivo—. Bueno, llegaré cuando pueda.

Se despidió y colgó antes de volver a tomar el auricular y marcar el número del castillo de Farnholm. Apenas si había terminado de sonar la primera señal de llamada, cuando alguien levantó el auricular y contestó al otro lado del hilo telefónico.

—Castillo de Farnholm —oyó que decía una voz de mujer con un vago acento extranjero—

—Soy el inspector Wallander, de la comisaría de Ystad —se presentó—. Quisiera hablar con Alfred Harderberg.

—Está en Ginebra —explicó la mujer.

Wallander se quedó algo cortado… Por supuesto que debía haber considerado la posibilidad de que un hombre que hacía negocios a escala internacional pudiese estar de viaje.

—¿Cuándo estará de vuelta?

—No lo dejó dicho.

—¿Vendrá mañana, o la semana que viene?

—Ése es un dato que no puedo proporcionarle por teléfono. Sus viajes son altamente confidenciales.

—Vamos a ver. Ya le he dicho que soy agente de policía —repitió Wallander, que empezaba a irritarse.

—¿Y cómo cree que puedo estar segura de tal cosa? Usted podría ser cualquiera.

—De todos modos, llegaré al castillo de Farnholm dentro de media hora—¿Por quién tengo que preguntar?

—Eso se lo dirán los vigilantes de la puerta —aseguró la mujer—. Espero que venga provisto de una placa válida.

—¿Qué es, según usted, una placa válida? —quiso saber Wallander.

—Eso lo decidiré yo, cuando la vea —atajó la mujer, antes de colgar.

Wallander devolvió el auricular a su sitio de un fuerte golpe, lo que le valió la mirada enojada de la robusta camarera que, en ese momento, estaba colocando galletas sobre una bandeja. El inspector dejó el dinero en la barra y se marchó sin decir una palabra.

Quince kilómetros más al norte, giró a la izquierda y no tardó en verse rodeado del espeso boscaje que bordeaba la loma sur de la colina de Linderö. Frenó al llegar al cruce, en el que la carretera se desviaba hacia el castillo de Farnholm. Un disco de granito con un texto incrustado en letras de oro le reveló que iba por buen camino. Al ver la piedra, se le ocurrió pensar que más le parecía una lápida de lujo que un indicador.

El camino hacia el castillo estaba asfaltado y en perfecto estado. Además, vio que había una valla de gran altura, discretamente oculta entre los árboles. Bajó la ventanilla para ver mejor y descubrió entonces que la valla era doble, con un espacio intermedio de más de un metro. Meneó la cabeza en señal de reprobación antes de subir de nuevo la ventanilla. Después de recorrer aún otro kilómetro, llegó a una curva muy pronunciada, detrás de la cual apareció la verja y, al otro lado, una construcción gris de tejado plano que se parecía bastante a un búnker. Alcanzó la verja, pero nadie acudió. Hizo sonar el claxon, pero tampoco así obtuvo respuesta. Entonces, ya fuera del coche, empezó a notar cómo iba encolerizándose de forma paulatina. Tanta valla y tanta verja cerrada se le antojaron indicio de una acusada voluntad de humillar al recién llegado. En ese preciso momento, un hombre atravesó la puerta de acero y salió del búnker. Vestía un modelo de uniforme desconocido para Wallander, a quien le costaba acostumbrarse al hecho de que el número de compañías de seguridad que se establecían en el país para ofrecer sus servicios de vigilancia aumentase sin cesar.

El hombre del uniforme rojo oscuro se le acercó. Calculó que tendrían la misma edad, más o menos.

Entonces, el hombre lo reconoció.

—¡Kurt Wallander! —exclamó el vigilante—. ¡Pues sí que hacía años que no nos veíamos!

—Pues sí, algunos —convino Wallander—. Pero ¿cuántos puede hacer? ¿Quince, tal vez?

—¡Qué va! Veinte, por lo menos, si no más —corrigió el vigilante.

Wallander había logrado localizar el nombre del individuo en su memoria. Ambos tenían el mismo nombre de pila, Kurt, pero el vigilante se llamaba Ström de apellido. Y ambos habían sido policías en Malmö. Wallander era entonces joven e inexperto, mientras Ström era algo mayor y más experimentado. Nunca llegaron a tener otra relación que la meramente profesional. Después, cuando Wallander se trasladó a Ystad, supo, al cabo de los años, que Ström había dejado la policía. Tenía el recuerdo algo difuso de haber oído que lo habían despedido, a causa de algún asunto feo que quedó silenciado, tal vez el uso de la violencia contra algún detenido, o sospechas por la desaparición de material robado e incautado por la policía. Pero no lo sabía con certeza.

—Me llevé una sorpresa al oír que estabas en camino —aseguró Ström.

—Pues ha sido una suerte para mí —señaló Wallander—. Me pidieron que trajese una placa de identificación válida. ¿Qué das tú por válido?

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