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El hombre sonriente (14 page)

BOOK: El hombre sonriente
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—Sí, aquí en el castillo de Farnholm se mantiene un alto nivel de seguridad —explicó el vigilante—. Somos muy exhaustivos a la hora de controlar a cuantos cruzan estas puertas.

—¿Qué riquezas se ocultan tras estos muros?

—Riquezas, no. Pero sí un hombre que hace negocios de envergadura.

—¿Alfred Harderberg?

—Exacto. Él posee algo que muchos desean.

—¿Y qué es, si puede saberse?

—Conocimiento. Esto vale más que ser el propietario de una imprenta de billetes.

Wallander asintió, en señal de que comprendía su razonamiento. Sin embargo, el servilismo extremo de que Ström hacía gala ante aquel hombre le resultaba de lo más desagradable.

—En fin. Tú fuiste policía —concretó Wallander—. Yo aún lo soy. Creo que comprenderás por qué he venido.

—Claro. Yo suelo leer la prensa, así que me imagino que tiene algo que ver con el abogado.

—Son dos los abogados muertos —observó Wallander—. No sólo uno. Pero, por lo que tengo entendido, sólo el mayor de los dos llevaba los asuntos de Harderberg.

—Sí, venía muy a menudo —reveló Ström—. Un hombre amable y muy discreto.

—La noche del 11 de octubre fue la última —prosiguió Wallander—. ¿Estabas tú de guardia aquella noche?

Ström asintió.

—Supongo que lleváis un registro en el que anotáis quién entra, en qué vehículo y cuándo.

Ström rompió a reír.

—Esa práctica está abandonada hace ya mucho tiempo —aseguró—. Ahora lo llevamos todo por ordenador.

—Me gustaría que me sacaras por impresora una copia de las incidencias del 11 de octubre —pidió Wallander.

—Eso lo tendrás que pedir allí dentro —repuso Ström—. Yo no tengo competencia para hacer tal cosa.

—Pero sí tendrás, al menos, competencia para recordar, ¿no?

—Bueno, sé que estuvo aquí aquella noche —admitió al fin—. Pero no recuerdo cuándo llegó, ni tampoco cuándo se marchó.

—¿Estaba solo en el coche?

—Eso no te lo puedo decir.

—¿Porque no tienes competencia para decírmelo?

Ström asintió de nuevo.

—La verdad es que yo también me he planteado pasarme a una compañía privada de seguridad —confesó Wallander—. Pero creo que me costaría mucho habituarme a no tener competencia para contestar preguntas.

—Todo tiene su precio —sentenció Ström.

Wallander pensó que aquello era algo en lo que, sin lugar a dudas, podía admitir que estaba de acuerdo. Observó a Ström en silencio durante un instante, antes de preguntar:

—¿Qué clase de persona es Alfred Harderberg?

La respuesta lo dejó asombrado.

—No lo sé.

—Vamos, alguna opinión tendrás, ¿no? ¿O es que tampoco te está permitido responder a eso?

—No, es que no lo he visto en mi vida —declaró Ström.

Wallander se dio cuenta de que la respuesta era sincera.

—¿Cuánto hace que trabajas para él?

—Pronto hará cinco años.

—¿Y no lo has visto nunca?

—Nunca.

—Bueno, alguna vez habrá pasado esta verja, ¿verdad?

—Sí, pero siempre va en un coche con cristales ahumados.

—Ya, me figuro que eso será parte del sistema de seguridad.

Ström meneó la cabeza afirmando.

Wallander reflexionó un momento.

—En otras palabras, nunca sabes con certeza cuándo está dentro y cuándo ha salido —concluyó—. En ningún momento puedes estar seguro de si se halla en el vehículo que sale, o si se ha quedado en el castillo, ¿no es así?

—Son exigencias de la seguridad —sostuvo Ström.

Wallander regresó al coche y Ström desapareció por la puerta de acero. Poco después, la verja se abría silenciosa. A Wallander le dio la sensación de estar accediendo a otro mundo.

Tras otro kilómetro en coche, el bosque empezó a abrirse. Allí se alzaba el castillo, erguido sobre una colina, rodeado de un amplio parque bien cuidado. El gran edificio principal, al igual que las construcciones independientes que lo flanqueaban, eran de ladrillo color rojo oscuro. El castillo tenía almenas y torres, balaustradas colgantes y balcones. Lo único que desentonaba en aquel ambiente de un mundo pretérito era el helicóptero que emergía de una plataforma de hormigón. A Wallander le pareció un enorme insecto con las alas abatidas, un animal en reposo presto a despertar a la vida a la menor sacudida.

Conducía despacio en dirección a la entrada principal. A lo largo de todo el recorrido, unos pavos reales acompañaron al vehículo con su vanidoso contoneo. Aparcó detrás de un BMW negro y salió del coche. El silencio era absoluto a su alrededor. Aquella calma le hizo pensar en el día anterior, cuando recorrió el camino de gravilla que conducía a la casa de Gustaf Torstensson. «Tal vez sea esta calma la característica más sobresaliente de las personas bien situadas», pensó. «No las orquestas ni el toque de clarines, sino la calma.»

En ese preciso instante, se abrió una de las dos puertas de doble hoja que constituían la entrada principal al castillo. Una mujer de unos treinta años, ataviada con un traje de buen corte y, según Wallander adivinaba, bastante caro, salió a la escalinata.

—Entre, por favor —lo invitó con un esbozo de sonrisa, tan fría y poco hospitalaria como correcta.

—No sé si tendré una placa de identidad válida para usted —advirtió Wallander—. Pero el vigilante de la puerta me ha reconocido.

—Lo sé —se limitó a responder la mujer.

Aquélla no era la misma mujer con la que había hablado por teléfono cuando llamó desde la cafetería. Subió la escalera de piedra, tendió la mano y se presentó. Sin embargo, ella no aceptó su mano, sino que simplemente le dedicó otra sonrisa tan ausente como la primera. Él cruzó las puertas caminando tras ella. Atravesaron un enorme rellano salpicado de pedestales en piedra sobre los que reposaban esculturas modernistas, visibles gracias a la luz indirecta y discreta de unos focos ocultos. Al fondo, junto a la amplia escalera que conducía a la planta alta del castillo, descubrió a dos hombres cuyas siluetas se confundían en las sombras. Wallander intuía su presencia sin ser capaz de distinguir sus rostros. «La calma y las sombras», resolvió. «Ése es el mundo de Alfred Harderberg. Al menos, lo que llevo conocido hasta el momento.» Siguió a la mujer a través de una puerta que había a la izquierda, y por la que entraron en una gran habitación ovalada, igualmente decorada con esculturas. Sin embargo, como una llamada de atención sobre el hecho de que se encontraban en un castillo de origen medieval, también había allí algunas armaduras vigilantes de su presencia. En el centro de la habitación, sobre el encerado parquet de roble, había un escritorio con una única silla para las visitas. No se veía un solo papel sobre la mesa, aunque sí un ordenador y una centralita telefónica ultramoderna, no mayor que un teléfono normal. La mujer le ofreció asiento y tecleó un mensaje en el ordenador. De una impresora invisible que se hallaba en el interior de la mesa, surgió una copia que ella le tendió a Wallander.

—Si no me equivoco, usted quería una copia del control de entradas y salidas realizado la noche del 11 de octubre —dijo la mujer—. Aquí lo tiene. En él podrá ver cuándo llegó y se marchó de Farnholm el señor Torstensson.

Wallander dejó la copia en el suelo, junto a la silla.

—Así es. Pero no he venido sólo a eso —advirtió él—. También tengo una serie de preguntas que hacer.

—Adelante.

La mujer, que ahora se había sentado tras el escritorio, marcó unos números en el aparato telefónico, de lo que Wallander dedujo que acababa de desviar las posibles llamadas a otra centralita situada en algún lugar del inmenso castillo.

—Según la información que poseo, Gustaf Torstensson contaba a Alfred Harderberg entre sus clientes —comenzó Wallander—. Sin embargo, me han informado de que se encuentra en el extranjero.

—Cierto. Está en Dubai —aclaró la mujer.

Wallander frunció el entrecejo.

—Pues hace una hora se hallaba en Ginebra —comentó.

—Exacto —confirmó la mujer impertérrita—. Pero partió para Dubai esta mañana.

Wallander sacó su bloc de notas y el bolígrafo que llevaba en el bolsillo.

—¿Puede decirme su nombre y a qué se dedica?

—Soy una de las secretarias del señor Harderberg —respondió ella—. Me llamo Anita Karlén.

—¿Así que Alfred Harderberg tiene muchas secretarias? —inquirió Wallander.

—Eso depende de cómo contemos —precisó Anita Karlén—. Pero ¿es ésa una pregunta relevante?

Wallander notó que empezaba a irritarse de nuevo a causa del trato que se le dispensaba en aquel lugar, y decidió que tendría que cambiar de actitud, si no quería que su visita al castillo fuese una pérdida de tiempo.

—Si la pregunta es o no relevante, eso es algo que decido yo —atajó—. El castillo de Farnholm es una propiedad privada y ustedes tienen derecho a proveerla de tantas vallas y tan altas como les venga en gana, siempre que cuenten con el permiso correspondiente y que no contravengan la ley o la normativa en modo alguno, claro está, ya que, después de todo, Farnholm está en Suecia. Por otro lado, tiene derecho a decidir quién puede entrar aquí y quién no, excepción hecha de la policía. ¿Está claro?

—Por supuesto, pero nosotros no le hemos negado el acceso a usted, inspector Wallander —le hizo notar la mujer, siempre con el mismo aplomo.

—Bueno, a ver si me sé explicar aún más claro —insistió Wallander, que empezaba a sentirse incómodo ante la seguridad de la joven, cuya belleza indiscutible quizá también lo estuviese turbando.

En ese preciso momento, justo cuando se disponía a proseguir, se abrió una puerta al fondo de la sala y apareció una mujer con una bandeja. Wallander se sorprendió al ver que era negra. Sin pronunciar una palabra, la mujer dejó la bandeja sobre el escritorio y desapareció de la misma forma silenciosa en que había aparecido.

—¿Le apetece una taza de café?

Él la aceptó y ella le sirvió y le tendió la taza mientras Wallander observaba la porcelana.

—Permítame que le haga una pregunta que no es relevante —dijo—. ¿Qué ocurriría si la taza se me cayese al suelo? ¿Cuánto tendría que pagar por ella?

Entonces, la mujer le brindó una sonrisa que, por primera vez, le pareció sincera.

—Como comprenderá, todo está asegurado —reveló ella—. Sin embargo, la vajilla es una colección clásica de la casa Rörstrand.

Wallander depositó la taza sobre el parquet de roble con sumo cuidado, junto a la copia del control de incidencias.

—Bien, voy a ser muy claro —repitió—. Aquella noche del 11 de octubre, apenas una hora después de que el abogado Torstensson se hubiese marchado de aquí, falleció en un accidente de tráfico.

—Sí, nosotros enviamos una corona de flores al entierro —explicó ella—. Y una de mis colegas asistió a la ceremonia.

—Sí, claro, pero en ningún caso Alfred Harderberg, ¿no es así?

—Mi jefe evita las apariciones públicas en la medida de lo posible.

—Ya, eso me ha parecido —replicó Wallander—. El caso es que tenemos motivos para creer que aquello no fue un accidente, sino que nos inclinamos a pensar que el señor Torstensson fue asesinado. Por supuesto, el hecho de que su hijo resultase muerto a tiros en su despacho unas semanas más tarde tampoco mejora la situación. No enviarían ustedes unas flores al entierro del hijo también, ¿verdad?

Ella lo miró sin comprender.

—Nosotros no teníamos relación más que con Gustaf Torstensson —afirmó ella.

Wallander asintió antes de continuar.

—Bien, ahora comprenderá el motivo de mi visita. Por otro lado, aún no ha contestado a mi pregunta sobre el número exacto de secretarias que trabajan aquí.

—Ni usted parece haber comprendido que eso depende de cómo se mire.

—La escucho —invitó Wallander.

—Aquí, en el castillo de Farnholm hay tres secretarias —comenzó—. Además, hay otras dos que lo acompañan en todos sus viajes. Finalmente, el doctor Harderberg tiene diversas secretarias repartidas por todo el mundo. El número puede variar, pero nunca son menos de seis.

—Bien, a mí me salen once —concluyó Wallander.

Anita Karlén asintió.

—Acaba usted de llamar a su jefe doctor Harderberg —prosiguió Wallander.

—Sí, ha recibido varios títulos de doctor honoris causa —explicó ella—. Si lo desea, le puedo proporcionar una lista.

—Sí, por favor. Además, quiero un informe sobre el imperio financiero del señor Harderberg. Pero puede dármelo más tarde. Lo que necesito ahora es que me cuente lo que ocurrió la última tarde que Gustaf Torstensson estuvo aquí. ¿Cuál de todas las secretarias puede contestar a esa pregunta?

—Yo estaba de servicio aquella noche —aclaró ella.

Wallander reflexionó un instante.

—Y por eso está usted aquí —dedujo él—. Por eso me ha recibido usted, precisamente. Pero ¿qué habría ocurrido si usted hubiese librado hoy? Es imposible que hubiese sabido de antemano que la policía iba a venir hoy, ¿cierto?

—Muy cierto.

Pero, en ese mismo instante, Wallander comprendió que se equivocaba. Y, por si fuera poco, comprendió cómo era posible que la gente del castillo de Farnholm supiese de su visita con antelación. La sola idea lo indignó.

Tuvo que hacer un esfuerzo de concentración para poder seguir adelante con el interrogatorio.

—¿Qué ocurrió aquella tarde?

—El señor Torstensson llegó poco después de las siete. Mantuvo, en privado y durante más de una hora, una importante reunión con el doctor Harderberg y algunos de sus colaboradores más próximos. Una vez concluida la conversación, se tomó una taza de té y, a las ocho y catorce minutos, exactamente, abandonó Farnholm.

—¿De qué hablaron aquella tarde?

—Eso no se lo puedo decir.

—¡Pero si acaba de revelarme que usted estaba de guardia esa noche!

—Sí, pero fue una reunión sin secretarias, sin notas y sin informes.

—¿Quiénes eran los colaboradores?

—¿Perdón?

—A ver, me ha dicho que el señor Torstensson mantuvo esa conversación con el doctor Harderberg y algunos de sus colaboradores más próximos, ¿no es así?

—¡Ah, sí! Eso no se lo puedo decir.

—¿Porque no le está permitido?

—Porque no lo sé.

—¿Qué es lo que no sabe?

—Quiénes eran los colaboradores. Nunca los había visto antes. Vinieron ese mismo día y se marcharon muy temprano al día siguiente.

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