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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (31 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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«Se mojará», pensó. Comenzaba a oscurecer, y nubarrones de tormenta se habían acumulado hacia el norte y el oeste, como montañas sobre los árboles que, azotados por el viento, bordeaban Riverside Drive. Un trueno lejano hizo vibrar la vidriera de la Rotonda, y algunas gotas cayeron sobre el cristal mate de las puertas de bronce; se anunciaba una fuerte tormenta. La fotografía del satélite que habían enseñado en el telediario de la mañana no dejaba lugar a dudas. Aquella alfombra roja tan elegante se empaparía, al igual que mucha gente fina.

El museo había cerrado las puertas al público a las cinco de la tarde. Los distinguidos invitados no se presentarían hasta las siete. La prensa ya había acudido; furgonetas de televisión, fotógrafos que hablaban entre sí a voz en grito, equipos por doquier…

D'Agosta dio órdenes a través de su radio. Había apostado a casi dos docenas de hombres en lugares estratégicos; alrededor del Planetario y otras zonas del interior y el exterior del edificio. Era una suerte, pensó, que hubiera logrado orientarse por el museo. Dos de sus hombres se habían extraviado y sólo habían conseguido rescatarlos mediante mensajes por radio.

D'Agosta no estaba contento. En la reunión de las cuatro, había solicitado un rastreo final del recinto de la exposición. Coffey lo había vetado, así como las armas pesadas para los policías de paisano y uniformados que vigilarían la fiesta; podrían asustar a los invitados, había afirmado el subdirector. D'Agosta desvió la vista hacia los cuatro detectores de metales, equipados con correas transportadoras de rayos X. «Gracias a Dios, tenemos eso», pensó.

Se volvió y, una vez más, buscó con la mirada a Pendergast. No se había presentado a la reunión. De hecho, el teniente no lo había visto desde la entrevista que habían mantenido con Ippolito aquella mañana.

Su radio crepitó.

—¿Teniente? Soy Henley. Estoy delante de los elefantes disecados, pero no logro encontrar la Sala Marina. Creo que dijo…

D'Agosta le interrumpió:

—Henley, ¿ve esa puerta grande con colmillos? Bien, salga y gire dos veces a la izquierda. Llámeme cuando llegue a su puesto. Su compañero es Wilson.

—¿Wilson? Ya sabe que no me gusta tener por compañero a una mujer, señor…

—Otra cosa, Henley.

—¿Qué?

—Wilson llevará el fusil del doce.

—Espere un momento, teniente, está…

D'Agosta cortó.

Oyó un fuerte chirrido a su espalda, y una gruesa puerta de acero comenzó a descender desde el techo en el extremo norte de la Gran Rotonda; empezaban a cerrar el perímetro. Dos hombres del FBI se erguían en la oscuridad al otro lado de la puerta, con fusiles de cañón corto que no conseguían ocultar debajo de sus chaquetas. D'Agosta resopló.

Cuando la puerta de acero descansó sobre el suelo, se oyó un estruendo que resonó en el recinto. Antes de que el eco se desvaneciera, la puerta del extremo sur duplicó el ruido al descender. Sólo quedaba levantada la puerta este, donde terminaba la alfombra roja. «Cojones —pensó D'Agosta—, no me gustaría que se declarara un incendio.»

Al oír una voz procedente del fondo de la sala, se volvió y vio a Coffey, que impartía órdenes a sus hombres. El agente lo miró.

—¡Eh, D'Agosta! —exclamó, indicándole por señas que se acercara.

El teniente no obedeció. Coffey caminó hacia él contoneándose, con el rostro sudoroso. Artilugios y armas de que D'Agosta había oído hablar, pero nunca visto, colgaban del grueso cinturón del agente.

—¿Está sordo, D'Agosta? Quiero que dos de sus hombres vigilen esta puerta. Nadie debe entrar ni salir.

«Caramba —pensó el policía—. Hay cinco tíos del FBI tocándose los huevos en la Gran Rotonda.»

—Todos mis hombres están ocupados, Coffey. Utilice a un par de sus Rambos. He observado que ha desplegado a casi todos sus hombres en la parte exterior del perímetro. He de apostar mis fuerzas en el interior para proteger a los invitados, por no mencionar a los que se encargan del tráfico en la calle. El resto del museo estará casi vacío, y la fiesta contará con escasa protección. No me gusta esto.

Coffey se subió el cinturón y le lanzó una mirada amenazadora.

—¿Sabe una cosa? Me importa una mierda que no le guste. Limítese a hacer su trabajo. Y mantenga un canal abierto para mí.

Se alejó a grandes zancadas.

Blasfemando en voz baja, el teniente consultó su reloj; sesenta minutos para el gran acontecimiento.

41

Otro mensaje apareció en el ordenador: «Concluido. ¿Quiere imprimir datos, ver datos, o ambos (I/V/A)?».

Margo tecleó «A». Cuando los datos comenzaron a desfilar por la pantalla, Frock acercó la cara a ella. Su aliento empañó el cristal.

Especie: No identificada.

Género: No identificado.

Familia: 12 % coincidencia con
Pongidae;
16% coincidencia con
Hominidae.

Orden: Posiblemente
primata;
66% carencia marcadores genéticos comunes; desviación de la norma importante.

Ciase: 25 % coincidencia con
Mammalia, 5%
coincidencia con
Reptilia.

Filum:
Chordata.

Reino: Animal.

Características morfológicas: Muy robusto.

Capacidad cerebral: 900-1.250 cc.

Cuadrúpedo, extremo dimorfismo posterior-anterior. Dimorfismo sexual potencialmente elevado.

Peso macho adulto: 240-260 kg.

Peso hembra adulta: 160 kg.

Período de gestación: De siete a nueve meses.

Agresividad: Extrema.

Período de celo en hembra: Intensificado.

Velocidad locomotriz: 60-70 km/h.

Cubierta epidérmica: Pellejo anterior con placas óseas posteriores.

Nocturno.

Frock examinaba la lista, siguiéndola con el dedo.


¡Reptilia!
—exclamó—. ¡Los genes de geco reaparecen! Al parecer ese ser combina genes de reptil y primate. Y tiene escamas posteriores. Debe de ser a causa de los genes de geco.

Margo leyó la lista de características, cada vez más abstrusas.

Alargamiento y fusión considerables de huesos metacarpianos en extremidad posterior.

Probable fusión atávica de dedos 3 y 4 en extremidad delantera.

Fusión de falanges proximal y media en extremidad delantera.

Extremo grosor de cráneo.

Probabilidad negativa en un 90% (?) de rotación de isquion.

Extremo grosor y sección transversal prismática de fémur.

Cavidad nasal ensanchada.

Tres (?) conchas muy envolventes.

Nervios olfativos y región olfativa del cerebelo muy aumentados.

Probables glándulas nasales mucoides externas.

Quiasma óptico y nervio óptico reducido.

Frock se retiró poco a poco del monitor.

—Margo, esto corresponde a la descripción de una máquina de matar de primer orden. Sin embargo, fíjese en cuantos «probables» y «posibles» hay. Se trata de una descripción hipotética, en el mejor de los casos.

—Aun así —replicó Margo—, recuerda de una manera horrible a la estatuilla de Mbwun exhibida en la exposición.

—Sin duda. Margo, observe usted el tamaño del cerebro.

—Entre novecientos y mil doscientos centímetros cúbicos. Muy alto, ¿no?

—¿Alto? Increíble. El límite superior se encuentra dentro de los umbrales humanos. Por lo visto, la bestia posee la fuerza de un oso, la velocidad de un galgo y la inteligencia de un ser humano. Y digo «por lo visto» porque gran parte de los datos son conjeturas del programa. Fíjese en estas características. —Señaló la lista con el dedo—. «Nocturno»; activo de noche. «Glándulas nasales mucoides externas»; significa que tiene una nariz «húmeda», propia de animales dotados de un olfato muy agudo. «Conchas muy envolventes»; otra característica de animales con órganos olfativos muy desarrollados. «Quiasma óptico reducido»; es la parte del cerebro que procesa la visión.

»Se trata, pues, de un ser con un sentido del olfato sobrenatural y una visión muy deficiente, que caza de noche. —El doctor reflexionó un momento y juntó las cejas—. Esto me asusta, Margo.

—Si estamos en lo cierto, es la idea global de este ser lo que me asusta. —Margo se estremeció al pensar que había estado trabajando con las fibras.

—No. Yo me refiero a este conjunto de características olfativas. A juzgar por la extrapolación del programa, el ser vive por el olfato, caza por el olfato, piensa por el olfato. He oído a menudo que, a través de ese sentido, un perro percibe todo un paisaje, igual que nosotros lo contemplamos con los ojos. Pero el sentido del olfato es más primitivo que el de la vista, y como resultado, tales animales reaccionan de una forma primitiva, por instinto. Eso me aterroriza.

—No estoy segura de comprenderle.

—Dentro de escasos minutos, miles de personas llegarán al museo. Se congregarán en un espacio cerrado. El ser captará el aroma hormonal de toda esa gente. Es muy posible que se irrite.

Se hizo el silencio en el laboratorio.

—Doctor Frock, usted dijo que transcurrieron dos días entre la apertura de las cajas y el primer asesinato. Después, otro más hasta el segundo asesinato. Han pasado tres días desde entonces.

—Continúe —dijo Frock.

—Se me ocurre que la criatura puede estar desesperada a estas alturas. Los efectos que las hormonas del tálamo obran en la bestia ya se habrán desvanecido. Al fin y al cabo, esas hormonas cerebrales son un pobre sustituto de la planta. Si usted tiene razón, el animal debe de ser casi como un drogadicto incapaz de conseguirse un chute. La actividad de la policía lo ha mantenido aplacado. La cuestión es ¿cuánto tiempo más podrá esperar?

—Dios mío —susurró Frock—. Son las siete. Hemos de avisarles para que suspendan la inauguración, Margo. De lo contrario, tal vez se avecine un espantoso desastre.

Se precipitó hacia la puerta e indicó a Margo que lo siguiera.

TERCERA PARTE

El Que Camina A Cuatro Patas

42

A medida que se acercaban las siete, una confusión de taxis y limusinas se formaba ante la entrada oeste del museo. Personas vestidas con elegancia se apeaban con cautela; los hombres ataviados con esmóquines casi idénticos, las mujeres con pieles. Se abrían paraguas cuando los invitados avanzaban presurosos por la alfombra roja hacia la marquesina del edificio, con el fin de evitar la insistente lluvia que ya había convertido las aceras en ríos y las cunetas en torrentes.

En el interior, la Gran Rotonda, acostumbrada al silencio a una hora tan avanzada, resonaba con los ecos de miles de zapatos caros que cruzaban su extensión de mármol entre las hileras de palmeras que conducían al Planetario. La sala albergaba altísimos tallos de bambú adornados con ramos de orquídeas y sostenidos por maceteros guarnecidos con luces violetas.

En alguna parte una orquesta invisible interpretaba con brío
New York, New York.
Un ejército de camareros con corbata blanca, cargados con grandes bandejas de plata llenas de copas de champán y canapés, se abría paso con pericia entre la multitud. Riadas de invitados se unían a las filas de científicos y empleados del museo, que ya se habían lanzado sobre la comida. Focos de un azul pálido arrancaban destellos de las lentejuelas de los largos trajes de noche, ristras de diamantes, gemelos de oro y diademas.

De la noche a la mañana, la inauguración de la exposición «Supersticiones» se había convertido en el acontecimiento más importante de los círculos elegantes de Nueva York. Toda clase de personajes había hecho lo posible para acudir al evento y conocer la causa de tanto alboroto. Se habían enviado tres mil invitaciones y recibido cinco mil aceptaciones.

Smithback, ataviado con un esmoquin mal entallado de solapas anchas y puntiagudas, y una camisa con volantes, escudriñó el Planetario en busca de caras conocidas. Al final de la sala se alzaba una gigantesca plataforma; a un lado se hallaba la entrada de la exposición, adornada, cerrada con llave y custodiada. Una enorme pista de baile improvisada en el centro del recinto se llenaba a toda prisa de parejas. Una vez en el interior, Smithback se encontró rodeado al instante de innumerables conversaciones.

—Esa nueva psicohistoriadora, ¿Grant? Bien, ayer me confesó por fin en qué había estado trabajando todo este tiempo. Escucha bien; intenta demostrar que las andanzas de Enrique IV después de la segunda cruzada no fueron más que una fuga de sus deberes de estado debida a la tensión emocional. Estuve a punto de decirle que…

—Me vino con la ridícula idea de que los Baños Estabianos eran un montón de establos para caballos. Ese hombre ni siquiera ha visitado Pompeya. No sabría distinguir la Villa de los Misterios de un Pizza Hut. Y tiene la cara dura de llamarse papirólogo…

—¿Mi nueva ayudante de investigaciones? ¿La de las tetas enormes? Bien, ayer estaba de pie junto al autoclave y dejó caer un tubo de ensayo lleno de…

Smithback respiró hondo y se abrió paso hacia las mesas de canapés. «Esto será fantástico», pensó.

Frente a las puertas principales de la Gran Rotonda, D'Agosta vio más destellos de flashes procedentes de un grupo de fotógrafos, y otro invitado distinguido cruzó la puerta; un tipo delgado y atractivo flanqueado por dos mujeres de aspecto demacrado.

Desde su posición, el teniente podía vigilar los detectores de metales, la gente que entraba y las multitudes que accedían al Planetario por la única puerta. El piso de la Rotonda estaba resbaladizo a causa del agua de lluvia, y la chica del guardarropa no cesaba de recoger paraguas. El FBI había instalado su puesto de seguridad avanzado en un rincón del fondo; Coffey quería controlar de cerca todos los acontecimientos de la noche. D'Agosta no pudo evitar reír. Habían intentado que pasara desapercibido, pero la red de cables eléctricos, telefónicos y de fibra óptica que se extendían como un pulpo desde el puesto conseguía que fuera tan discreto como una resaca de las malas.

Se oyó el estruendo de un trueno. Las copas de los árboles que flanqueaban el paseo paralelo al río Hudson se agitaron violentamente a causa del viento.

La radio de D'Agosta siseó.

—Teniente, tenemos otra discusión a causa del detector de metales.

D'Agosta oyó una voz chillona de fondo.

—Estoy segura de que usted me conoce.

—Échela. Hemos de lograr que esa multitud avance. Si no quieren pasar por el aro, sáquelos de la cola; están estorbando.

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