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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (34 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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—¿Qué hace? —preguntó.

—Voy a ver qué es ese ruido —respondió el chiflado abriendo la puerta—. Creo que el aparato de aire acondicionado se ha estropeado otra vez. —Tanteó en busca del interruptor de la luz.

—Espere un momento —dijo Waters—. No…

Un chisporroteo sonó en la radio de Waters.

—¡Se ha producido una estampida! —Más turbulencias—. ¡Que todas las unidades se movilicen para evacuación de emergencia! —Más parásitos—. No podemos controlar a la turbamulta; necesitamos refuerzos ahora mismo…

Waters tomó la radio, pulsó botones. En un instante, todas las frecuencias estaban ocupadas. Oyó que algo terrible estaba sucediendo en el piso de arriba. «Mierda.»

Levantó la vista. El chiflado había desaparecido y dejado la puerta abierta. La luz del cuarto seguía apagada. Sin apartar la vista de la puerta, descolgó con cautela el fusil de su hombro y avanzó. Se acercó al umbral y echó un vistazo al interior. Negrura.

—Eh, usted —exclamó—. ¿Está ahí?

Cuando se internó en la oscura habitación, sintió que se le secaba la garganta.

De pronto oyó un golpe a su izquierda. Hincó una rodilla en el suelo y, guiado por el instinto, disparó tres veces; un destello acompañado de un estruendo ensordecedor en cada ocasión.

Una lluvia de chispas y una lengua de fuego que se elevó hacia el techo iluminaron un instante el cuarto con un alegre resplandor anaranjado. El chiflado estaba de rodillas, con la vista clavada en Waters.

—¡No dispare! —suplicó con voz trémula—. ¡No dispare, por favor!

El agente se levantó lentamente. Le temblaban las piernas, y los oídos le zumbaban.

—He oído un ruido —vociferó—. ¿Por qué no me contestó, imbécil de mierda?

—Era el aparato de aire acondicionado —dijo el chiflado. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas—. Era la bomba del aire acondicionado, que siempre falla.

Waters retrocedió y tanteó en busca del interruptor. La pólvora flotaba en el aire como una niebla azul. En la pared del fondo, una caja grande de metal despedía humo a través de tres agujeros irregulares.

Waters bajó la cabeza y se apoyó contra la pared.

Un arco eléctrico recorrió la caja con un súbito estallido, seguido por un chisporroteo y otra cascada de centellas. El aire se impregnó de un olor acre casi insoportable. Las luces de la sala de ordenadores parpadearon, perdieron intensidad y la recuperaron. Waters oyó que una alarma se disparaba, luego otra.

—¿Qué ocurre? —preguntó, nervioso.

Las luces se amortiguaron de nuevo.

—Ha destruido el tablero de distribución central —exclamó el chiflado al tiempo que se ponía en pie para echar a correr hacia la sala de ordenadores.

—Oh, mierda —masculló Waters.

Las luces se apagaron.

46

Coffey volvió a vociferar a su radio.

—¡Hable, D'Agosta! —Esperó—. ¡Mierda!

Cambió al canal del mando de seguridad.

—García, ¿qué coño está pasando?

—No lo sé, señor —contestó el agente, nervioso—. Creo que el teniente D'Agosta dijo que había un cadáver en… —Hizo una pausa—. Señor, recibo informes de pánico en la exposición. Los guardias están…

Coffey cortó, cambió de frecuencia y escuchó.

—¡Esto es una estampida! —graznó una voz por la radio.

El agente cambió de nuevo a mando de seguridad.

—García, avise a todas las unidades que se preparen para evacuación de emergencia.

Se volvió y miró hacia el Planetario.

Un murmullo se elevó de la multitud, y las conversaciones de fondo comenzaron a apagarse. Por encima de la música de la orquesta, Coffey oyó con toda claridad chillidos ahogados y el retumbar de pies al correr. La turbamulta que avanzaba hacia la entrada de la exposición vaciló, luego se precipitó hacia atrás. Se escucharon alaridos de irritación y gritos de miedo, y Coffey creyó oír también sollozos. La multitud enmudeció de nuevo.

El agente del FBI se desabrochó la chaqueta y se volvió hacia los hombres del puesto avanzado.

—Procedimiento de emergencia para controlar multitudes. Adelante.

De repente la muchedumbre corrió hacia atrás, y una confusión de gritos y chillidos surgió de la puerta abierta de la sala. La orquesta dejó de tocar. En cuestión de segundos, todo el mundo corría hacia la salida de la Gran Rotonda.

—¡Ve, hijoputa! —exclamó Coffey, empujando a uno de sus hombres mientras sujetaba la radio con una mano—. D'Agosta, ¿me recibe?

Los agentes se vieron arrollados por un torbellino de gente empavorecida y no tuvieron más remedio que retroceder. Coffey se liberó de la masa de cuerpos y logró alejarse un poco, entre jadeos y maldiciones.

—¡Es como un maremoto! —voceó uno de sus hombres—. ¡Nunca lo conseguiremos!

De pronto, las luces parpadearon. La radio de Coffey crepitó.

—Aquí García. Escuche, señor, todas las luces de seguridad se han puesto en rojo; el tablero está iluminado como un árbol de Navidad. Todas las alarmas del perímetro están disparándose.

Coffey avanzó de nuevo, esforzándose por no ceder ni un palmo de terreno ante la muchedumbre, que se desplazaba en dirección contraria. Ya no veía a los otros agentes. Las luces parpadearon por segunda vez, y entonces captó un retumbar sordo procedente de la sala. Alzó la cabeza y observó que el grueso borde de la puerta metálica de seguridad descendía desde una ranura practicada en el techo.

—¡García! —vociferó a la radio—. ¡La puerta este está bajando! ¡Desconéctela! ¡Hágala subir otra vez, por los clavos de Cristo!

—Señor, los controles indican que sigue levantada. Algo raro ocurre aquí. Todos los sistemas…

—Me importan una mierda los controles. ¡Está bajando!

La multitud que huía le forzó a dar media vuelta. Los chillidos, un ruido extraño, penetrante y sobrenatural, le estremecían. El agente nunca había presenciado nada semejante; humo, luces de emergencia que oscilaban, personas que arrollaban a otras con el pánico reflejado en sus ojos vidriosos. Los detectores de metales habían sido derribados, y las máquinas de rayos X destrozadas, por gente vestida con esmóquines y trajes de noche que se precipitaba hacia la lluvia torrencial, se atropellaba para rebasar a los demás, tropezaba y caía sobre la alfombra roja y la acera mojada. Coffey atisbó pequeños destellos en la escalinata exterior, primero unos pocos, después varios.

—García, avise a los policías del exterior. Que restablezcan el orden y echen a la prensa. ¡Y suban la puerta de una puñetera vez!

—Lo intentan, señor, pero todos los sistemas fallan. Estamos perdiendo potencia eléctrica. Las puertas de emergencia bajan con independencia de la red, y resulta imposible activar los controles de rectificación. Las alarmas no paran de dispararse…

Un hombre estuvo a punto de derribar a Coffey. En ese instante García exclamó:

—¡Señor! ¡Fallo total del sistema!

—García, ¿dónde coño está el sistema de apoyo?

El agente del FBI avanzó entre empellones hasta que se encontró aplastado contra la pared. Era inútil; jamás conseguiría abrirse paso entre la turbamulta. La puerta ya se había cerrado a medias.

—¡Póngame con el técnico! ¡Necesito el código de bloqueo manual!

Las luces parpadearon por tercera vez y finalmente se apagaron. La Rotonda se sumió en la oscuridad. Por encima de los chillidos, el estruendo de la puerta que descendía continuó sin tregua.

Pendergast deslizó la mano por la tosca pared de piedra del callejón sin salida y golpeó con los nudillos algunos lugares. El yeso, agrietado, se descascarillaba. La bombilla del techo estaba rota.

Abrió la bolsa y extrajo el objeto amarillo (un casco de minero), se lo ajustó con cuidado y conectó la luz. Ladeó la cabeza y dirigió el potente haz hacia la pared que se alzaba ante él. A continuación, sacó los planos arrugados y enfocó la luz hacia ellos. Retrocedió y contó los pasos. Luego extrajo una navaja del bolsillo, aplicó la punta contra el yeso e hizo girar la hoja con suavidad. Un trozo de yeso del tamaño de un plato se desprendió y reveló las huellas de una antigua puerta. El agente tomó notas en el cuaderno, salió del callejón sin salida y recorrió el pasillo, contando para sí. Se detuvo ante una pared desconchada. Arrancó el yeso, que cayó con estrépito y levantó una gran nube de polvo blanco. La luz del casco enfocó un antiguo panel empotrado en la pared a baja altura.

Apretó el panel a modo de prueba. Le propinó una fuerte patada y se abrió con un chirrido. Un estrecho túnel descendía en pendiente y se abría al techo del subsótano inferior, por donde corría un hilillo de agua, como una cinta negruzca.

Pendergast colocó el panel, efectuó una anotación en el plano y continuó.

—¡Pendergast! —oyó a lo lejos—. Soy el doctor Frock. ¿Me oye?

El agente se detuvo y frunció el entrecejo. Abrió la boca para contestar. De repente quedó petrificado al percibir un olor peculiar en el aire. Depositó la bolsa abierta sobre el suelo, entró en un cuarto de almacenaje, cerró la puerta tras de sí y apagó la luz del casco.

La puerta tenía una pequeña ventanilla en el centro, sucia y rajada. Hurgó en un bolsillo, extrajo un pañuelo de papel, escupió sobre él, frotó el cristal y miró.

Algo grande y oscuro acababa de aparecer en el borde inferior de su campo visual. Pendergast oyó un resuello, como de un caballo nervioso que respira rápida y profundamente. El olor aumentó de intensidad. A la tenue luz, el hombre vio un lomo musculoso y cubierto de áspero vello negro.

Conteniendo el aliento, el agente hundió con lentitud la mano en el interior de la chaqueta y sacó el 45. En la oscuridad, pasó el dedo por el cilindro y comprobó que las cámaras estaban cargadas. Después sujetó el revólver con ambas manos, apuntó hacia la puerta y retrocedió. Al alejarse de la ventana, perdió de vista a la forma, que sabía permanecía allí fuera.

Se oyó un leve golpe en la puerta, seguido de un débil arañazo. Pendergast aferró el revólver con más fuerza cuando vio, o creyó ver, que el pomo giraba. Cerrada con llave o no, la desvencijada puerta no detendría a lo que acechaba fuera. Se oyó otro golpe apagado, y luego se hizo el silencio.

Pendergast miró al instante por la ventana. No vio nada. Sostuvo el revólver con una mano y posó la otra sobre la puerta. Contó hasta cinco. Después, la abrió a toda prisa, saltó al centro del pasillo y se refugió tras una esquina. Al final del corredor, una forma oscura se paró ante otra puerta. Aun bajo la mortecina luz, distinguió un cuadrúpedo fuerte, con el cuerpo inclinado. Pendergast, el más racional de los hombres, lanzó una breve carcajada de incredulidad cuando vio que el monstruo tendía una garra hacia el pomo. Las luces del pasillo se atenuaron y luego cobraron intensidad. Pendergast se agachó lentamente, hincó una rodilla en el suelo, y apuntó el arma. Las luces disminuyeron de intensidad por segunda vez. Vio a la bestia sentada sobre los cuartos traseros; súbitamente se irguió y se volvió hacia Pendergast, que apuntó a un lado de la cabeza y dejó escapar el aliento. Apretó el gatillo.

Se produjo un estruendo acompañado de un destello. Durante una fracción de segundo, el hombre vio cómo una franja blanca ascendía por el cráneo del monstruo, que al instante desapareció tras una esquina. El pasillo quedó desierto.

Pendergast sabía con toda exactitud qué había sucedido. Ya había visto en una ocasión aquella franja blanca, cuando cazaba osos; la bala había rebotado en el cráneo y había arrancado una tira de pelo y piel, dejando el hueso al descubierto. La bala del calibre 45, con la punta revestida de cromo, había rebotado en el cráneo de la bestia como una bola de papel. Pendergast se inclinó y bajó la mano armada cuando las luces parpadearon por tercera vez y se apagaron.

47

Situado junto a la mesa de los canapés, Smithback había contemplado cómo Wright gesticulaba ante el micrófono y oído su voz a través de un altavoz cercano. El periodista no se había molestado en escuchar. Sabía, con sombría certeza, que más tarde Rickman le facilitaría una copia en disquete del discurso. Una vez finalizada la alocución, la multitud se había dedicado a fisgar la nueva exposición. Smithback había permanecido donde estaba, indiferente. Inspeccionó una vez más la mesa, mientras se debatía entre comer una gruesa gamba o un diminuto canapé
au
caviare.
Se decantó por este último (de hecho fueron cinco) y empezó a masticar. Observó que el caviar era gris y nada salado; de esturión de verdad, no el sucedáneo que intentaban colar en fiestas publicitarias como aquélla.

De todos modos, se apoderó de una gamba, que fueron dos, seguidas de un trozo de
ceviche
, y tres galletas cubiertas de huevas de bacalao escocés con táparas y limón, unas finas laminillas de buey frío de Kobe; filete tártaro no, muchas gracias, sino dos piezas de aquel
uni sushi
… Su mirada recorrió la hilera de manjares que se extendían sobre los quince metros de la mesa. Nunca había visto nada semejante y estaba dispuesto a probar todo cuanto se ofrecía.

La orquesta dejó de tocar de repente, y casi al instante alguien le hundió el codo en las costillas.

—¡Eh! —exclamó Smithback, que al levantar la mirada se vio envuelto de inmediato por una masa de gente que empujaba, gruñía y chillaba. Fue arrojado contra la mesa del banquete. Luchó por ponerse en pie, resbaló, cayó y rodó bajo la mesa. Se agachó y vio correr centenares de pies. Oyó alaridos y el ruido horripilante de cuerpos al chocar. Captó al azar fragmentos de frases: «¡Un cadáver!», «¡un asesinato!» ¿Habría atacado de nuevo el asesino?

Un zapato de mujer, de terciopelo negro, con un tacón altísimo y afilado, se deslizó bajo la mesa y se detuvo ante su nariz. Lo apartó con desagrado, reparó en que aún sostenía un trozo de gamba en la mano y lo engulló. Era asombrosa la rapidez con que el pánico se apoderaba de una multitud.

La mesa se tambaleó y ladeó. El escritor vio cómo una enorme bandeja aterrizaba en el suelo y galletas y porciones de queso volaban por los aires. Se sacudió la camisa y empezó a comer. A unos treinta centímetros, innumerables pies pateaban un trozo de paté. Otra bandeja cayó con estrépito, y una lluvia de caviar gris se desparramó sobre el piso.

Las luces perdieron intensidad. Smithback se llevó a la boca un triángulo de camembert, lo sujetó entre los dientes y súbitamente se percató de que estaba comiendo en medio del mayor acontecimiento que había presenciado en su vida. Buscó en sus bolsillos la grabadora, mientras las luces se apagaban y encendían.

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