Todo eso habría sido posible sin el 11 de septiembre de 2001.
Los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono.
Su onda expansiva pulveriza todas las certezas policiales, todas las técnicas de investigación y de espionaje, a escala mundial. Los servicios secretos, las agencias de información, las policías y los ejércitos de los países amenazados por al-Queda andan de cabeza. Los responsables políticos están asustados. Una vez más, el peligro terrorista ha demostrado cuál es su principal arma: el secreto.
Se habla de guerra santa, de amenaza química, de alerta atómica…
Philippe Charlier vuelve al primer plano. Es el hombre de la rabia, de la obsesión. Un personaje fuerte, de métodos turbios, violentos… y eficaces. El programa Morfo renace de sus cenizas. Palabras proscritas hasta hacía poco regresan a todos los labios: condicionamiento, lavado de cerebro, infiltración…
A mediados de noviembre, Charlier se presenta en el Instituto Henri-Becquerel y, sonriendo de oreja a oreja, dice:
—Los moros han vuelto.
Me invita a comer. En un antro lionés: salchichón caliente y borgoña. La pesadilla se reanuda en medio del olor a grasa y fritanga.
—¿Sabes cuál es el presupuesto anual de la CIA y el FBI? — me pregunta. Respondo que no-. Treinta mil millones de dólares. Las dos agencias disponen de satélites, submarinos espía, aparatos automáticos de reconocimiento, centros de escucha móviles… La tecnología más avanzada en el campo de la vigilancia electrónica. Por no hablar de la NSA, la Agencia Nacional de Seguridad, y sus habilidades. Los yanquis pueden oírlo todo, percibirlo todo. Ya no hay secretos sobre la faz de la tierra. Se ha repetido hasta la saciedad. El mundo entero estaba preocupado. Incluso se hablaba del Gran Hermano… Pero llegó el 11 de septiembre. Unos tíos armados con cuchillos de plástico consiguieron destruir el World Trade Center y un buen trozo del Pentágono, con un balance de cerca de tres mil muertes. Los yanquis lo escuchan todo, lo captan todo, menos a los hombres realmente peligrosos. — El Gigante Verde ya no se ríe. Vuelve lentamente las palmas de las manos hacia el techo, por encima del plato-. ¿Te imaginas los dos platillos de la balanza? De un lado, treinta mil millones de dólares. Del otro, cuchillos de plástico. En tu opinión, ¿qué marcó la diferencia? — Pega un puñetazo en la mesa-. La voluntad. La fe. La locura. Frente a la armada de la tecnología, frente a los miles de agentes de Estados Unidos, un puñado de hombres resueltos consiguió eludir todos los sistemas de vigilancia. Porque nunca habrá ninguna máquina tan poderosa como el cerebro humano. Porque ningún funcionario, con una vida normal, con ambiciones normales, podrá detener a un fanático que no da un bledo por su vida y se identifica en cuerpo y alma con una causa superior. — Hace una pausa, respira y continúa-: Los pilotos kamikazes del 11 de septiembre se habían depilado el cuerpo. ¿Sabes por qué? Para ser totalmente puros cuando entraran en el paraíso. Contra semejantes tarados, no se puede hacer nada. Ni espiarlos, ni comprarlos, ni comprenderlos. — Sus ojos tienen un brillo ambiguo, como si llevara años pronosticando la catástrofe-. Te lo repito: solo hay un modo de atrapar a esos fanáticos. Lavarle el cerebro a uno de ellos. Entrar en su cabeza para leer el envés de su locura. Solo entonces podremos combatirlos. — El Gigante Verde clava los codos en el mantel, se lleva la copa de tinto a los labios y vuelve a alzar el bigote con una sonrisa-: Tengo una buena noticia para ti. A partir de hoy, el proyecto Morfo vuelve a ponerse en marcha. Incluso te he encontrado un candidato. — La mueca sardónica se acentúa-. Mejor dicho, una candidata.
—Yo.
La voz de Anna rebotó contra el hormigón como una pelota de pingpong. Eric Ackermann le dedicó una débil sonrisa, una sonrisa casi de disculpa. Llevaba más de una hora hablando sin parar, sentado en el Volvo Break con la puerta abierta y las piernas extendidas fuera. Tenía la garganta seca y habría dado cualquier cosa por un vaso de agua.
Recostada en la columna, Anna Heymes permanecía inmóvil, tan delicada como un graffiti pintado con tinta china. Mathilde Wilcrau no paraba de ir y venir, y accionaba el interruptor de la luz cada vez que actuaba el temporizador de los fluorescentes.
Mientras hablaba, el neurólogo no había dejado de observar a las dos mujeres. La menuda, pálida y morena, parecía investida de una rigidez muy antigua, casi mineral. La alta, en cambio, era vegetal, de una frescura vibrante e intacta. La misma boca demasiado roja, los mismos cabellos demasiado negros… Un choque de colores crudos, como en un puesto de mercado.
¿Cómo podía pensar en esas cosas en esos momentos? Los hombres de Charlier debían de estar peinando el barrio, ayudados por los policías del distrito, todos en su busca. Batallones de maderos armados que querían su pellejo. Y la necesidad de droga, que aumentaba por momentos y se confabulaba con la sed para crisparle hasta la última molécula del cuerpo…
—Yo… -repitió Anna bajando la voz y sacando un paquete de cigarrillos de un bolsillo.
—¿Puedes…? ¿Puedes darme uno? — se atrevió a preguntar Ackermann.
Anna encendió el Marlboro y luego, tras un momento de vacilación, le tendió el paquete. Las luces se apagaron cuando iba a darle fuego. La llama perforó la oscuridad e imprimió la escena en negativo.
Mathilde volvió a accionar el interruptor.
—Continúe, Ackermann. Falta lo principal: ¿quién es Anna?
El tono seguía siendo amenazante, pero estaba desprovisto de cólera u odio. Ahora sabía que aquellas mujeres no lo matarían. Un asesino no se improvisa. Su confesión era voluntaria, y le quitaba un peso de encima. Esperó a que el sabor del tabaco le llenara la garganta y respondió:
—No lo sé todo. Ni mucho menos. Según lo que me dijeron, te llamas Sema Gokalp. Eres turca, trabajadora clandestina. Procedes de la región de Gaziantep, en el sur de Anatolia. Trabajabas en el Distrito Décimo. Te trajeron al Instituto Henri-Becquerel el 16 de noviembre de 2001, tras una breve estancia en el hospital de Sainte-Anne.
Anna seguía apoyada en la columna, impasible. Las palabras parecían atravesarla sin efecto aparente, como un bombardeo de partículas, invisible pero letal.
—¿Me secuestraron ustedes?
—Más bien te encontraron. Ignoro cómo ocurrió. Un enfrentamiento entre turcos, una acción de represalia contra un taller de Strasbourg-Saint-Denis. Una oscura historia de extorsión, no sabría precisar. Cuando llegó la policía, ya no quedaba nadie en el taller. Excepto tú. Estabas escondida en un cuartucho. — El neurólogo le dio una calada al Marlboro. A pesar de la nicotina, el olor del miedo persistía-. El asunto llegó a oídos de Charlier. No tardó en comprender que tenía el sujeto ideal para iniciar el proyecto Morfo.
—¿Por qué ideal?
—Sin papeles, sin familia, sin relaciones… Y, sobre todo, en estado de shock. — Ackermann lanzó una mirada a Mathilde; una mirada de especialista. Luego volvió a dirigirse a Anna-: No sé qué viste esa noche, pero debió de ser algo espantoso. Estabas profundamente traumatizada. Tres días después seguías teniendo las extremidades agarrotadas por la catalepsia. Te sobresaltabas al menor ruido Pero lo más interesante era que el trauma te había perturbado la memoria. Parecías incapaz de recordar tu nombre, tu identidad y el resto de los datos que figuraban en tu pasaporte. No dejabas de murmurar frases incoherentes. Tu amnesia me había preparado el terreno. Podría implantar nuevos recuerdos mucho más rápidamente. Eras la cobaya perfecta.
—¡Hijo de puta…! — gritó Anna.
Ackermann asintió cerrando los ojos, pero se lo pensó mejor; tomando conciencia de su actitud, añadió con cinismo:
—Además, te expresabas en un francés impecable. Ese fue el detalle que le dio la idea a Charlier.
—¿Qué idea?
—Al principio, solo pretendíamos implantar fragmentos de recuerdos artificiales en la mente de un sujeto extranjero, de una cultura distinta. Queríamos ver qué ocurría. Por ejemplo, modificar las creencias religiosas de un musulmán. Inocularle un motivo de resentimiento. Pero, contigo, se nos ofrecían otras posibilidades. Hablabas nuestra lengua perfectamente. Tu físico era el de una europea de piel clara. Charlier puso el listón más alto: un condicionamiento total. Borrar tu personalidad y tu cultura e implantarte una identidad de occidental. — Ackermann hizo una pausa. Las dos mujeres guardaban silencio. Una invitación tácita a proseguir-: Primero, reforcé tu amnesia inyectándote una sobredosis de Valium. Luego, inicié el trabajo de condicionamiento propiamente dicho. La construcción de tu nueva personalidad. Mediante el Oxígeno-15.
—Eso, ¿en qué consistía? — preguntó Mathilde, intrigada.
Ackermann le dio otra calada al cigarrillo antes de responder, sin poder apartar los ojos de Anna:
—Principalmente, en exponerte a informaciones. De todo tipo. Charlas. Imágenes filmadas. Sonidos grabados. En cada sesión, te inyectaba el isótopo radiactivo. Los resultados eran increíbles. Cada dato se transformaba en tu cerebro en un recuerdo real. Cada día te convertías en la verdadera Anna Heymes un poco más.
La joven se despegó de la columna.
—¿Quieres decir que ella existe realmente?
En su interior, el olor, cada vez más fuerte, viraba hacia la podredumbre. Sí, se estaba pudriendo allí mismo. Entretanto, la falta de anfetaminas hacía surgir lentamente el pánico en el fondo de su cráneo.
—Había que rellenar tu memoria con un conjunto coherente de recuerdos. El mejor medio era elegir una personalidad existente, utilizar su pasado, sus fotos, sus vídeos… Por eso elegimos a Anna Heymes. Poseíamos ese material.
—¿Quién es? ¿Dónde está la auténtica Anna Heymes?
Ackermann se colocó bien las gafas antes de responder.
—A varios metros bajo tierra. Está muerta. La mujer de Heymes se suicidó hace seis meses. La plaza estaba vacante, por así decirlo. Todos tus recuerdos pertenecen a su pasado. La muerte de tus padres. Los familiares del suroeste. La boda en Saint-Paul-de-Vence. La licenciatura en Derecho…
En ese momento, volvieron a apagarse los fluorescentes. Mathilde pulsó el interruptor. El retorno de la luz coincidió con el de su voz:
—¿Iban a soltar a una mujer así en el barrio turco?
—No. No hubiera tenido ningún sentido. Era un simple experimento. Una tentativa de condicionamiento… total. Para ver hasta dónde podíamos llegar.
—Al final -dijo Anna-, ¿qué habrían hecho conmigo?
—Ni idea. La decisión no estaba en mis manos.
Otra mentira. Por supuesto que sabía la suerte que correría. ¿Qué hacer con una cobaya tan comprometedora? Lobotomizarla o eliminarla. Cuando Anna retomó la palabra, parecía haber intuido aquella siniestra realidad. Su voz era fría como la hoja de un cuchillo:
—¿Quién es Laurent Heymes?
—Exactamente quien dice ser: el director de Estudios y Sondeos del Ministerio del Interior.
—¿Por qué se prestó a esta mascarada?
—Debido a su mujer. Era depresiva, incontrolable… En los últimos tiempos, Laurent intentó hacerla trabajar. Una misión particular en el Ministerio de Defensa, relacionada con Siria. Anna robó unos documentos. Pretendía venderlos a las autoridades de Damasco para huir no se sabe adónde. Una chiflada. El asunto se descubrió. Anna se vino abajo y se suicidó.
—¿Y ese asunto seguía siendo un medio de presión sobre Hemes, incluso después de la muerte de su mujer? — preguntó Mathilde, horrorizada.
—Temía el escándalo. Su carrera se habría ido al traste. Un alto funcionario casado con una espía… Charlier posee un expediente completo sobre el asunto. Tiene cogido a Laurent, como tiene cogido a todo el mundo.
—¿Todo el mundo?
—Alain Lacroux. Pierre Caracilli. Jean-François Gaudemer -enumeró Ackermann volviéndose una vez más hacia Anna-. Los supuestos altos funcionarios con los que solías cenar.
—¿Quiénes son?
—Payasos, delincuentes y policías corruptos sobre los que Charlier posee información. No tenían más remedio que prestarse a esas carnavaladas.
—¿Qué fin tenían esas cenas?
—Fue idea mía. Quería confrontar tu mente con el mundo exterior, observar tus reacciones. Se filmaba todo. Y se grababan las conversaciones. Debes comprender que tu vida entera era falsa: el piso de la avenue Hoche, la portera, los vecinos… Todo estaba bajo nuestro control.
—Una rata de laboratorio…
Ackermann se levantó y quiso dar unos pasos, pero apenas había espacio entre la puerta del Volvo y la pared del aparcamiento, de modo que volvió a dejarse caer en el asiento.
—Este programa es una revolución científica -repuso con voz ronca-. No debía coartarnos ninguna consideración moral.
Anna le tendió otro cigarrillo por encima de la puerta. Parecía dispuesta a perdonarlo, a condición de que les proporcionara todos los detalles.
—¿Y la Casa del Chocolate?
Al encender el Marlboro, advirtió que temblaba. Se avecinaba una crisis. El mono no tardaría en aullar bajo su piel.
—Ese fue uno de los problemas -murmuró tras una nube de humo-. Lo del trabajo nos cogió desprevenidos. Tuvimos que reforzar la vigilancia. Había policías observándote permanentemente. El aparcacoches de un restaurante, creo…
—La Marea.
—La Marea, eso es.
—Cuando trabajaba en la Casa del Chocolate, había un cliente que venía a menudo. Un hombre al que tenía la sensación de conocer. ¿Era policía?
—Es posible. No conozco todos los detalles. Todo lo que sé es que te nos escapabas de las manos. — La luz volvió a apagarse y Mathilde, a encenderla-. Pero el auténtico problema eran las crisis -siguió diciendo Ackermann-. Enseguida intuí que había algún fallo. Y que la cosa iría a peor. El problema con las caras no era más que el primer síntoma; tus verdaderos recuerdos estaban volviendo a la superficie.
—¿Por qué las caras?
—Ni idea. Estamos en la pura experimentación. — Las manos le temblaban cada vez más. Procuró concentrarse en lo que decía-. Cuando Laurent te descubrió observándolo en plena noche, comprendimos que el problema era grave. Había que internarte.
—¿Por qué querías hacerme una biopsia?
—Para quedarme tranquilo. Cabía la posibilidad de que las dosis masivas de Oxígeno-15 hubieran causado una lesión. ¡Necesitaba comprender lo que había ocurrido!
Ackermann calló bruscamente, arrepentido de haber gritado. Tenía la sensación de que un encadenamiento de cortocircuitos hacía crepitar su piel. Tiró el cigarrillo y se agarró los muslos. ¿Cuánto tiempo podría aguantar así?