El hombre había recobrado la calma. Sí: apreciaba la singularidad de aquella mujer. Había conseguido encontrar su pista en su propio territorio. Por así decirlo, había entrado en coincidencia con su peregrinaje. Incluso puede que fuera digna de matarlo…
Lanzó una última mirada a las estatuas. Ahora el sol les arrancaba toda su blancura. Nunca le habían parecido tan poderosas y, al mismo tiempo, tan lejanas. Su silencio era una confirmación. Había perdido: ya no era digno de ellas.
Respiró hondo y las señaló con un gesto de la cabeza.
—¿Sientes el poder de este lugar? — preguntó inclinándose hacia delante y cogiendo un puñado de nieve rosa que estrujó entre los dedos-. Nací a algunos kilómetros de aquí, en el valle. En esa época, no había turistas. Venía a esta meseta para estar solo. Al pie de estas estatuas forjé mis sueños de poder y fuego.
—De sangre y muerte.
El hombre esbozó una sonrisa.
—Trabajamos para el retorno del imperio turco. Luchamos por la supremacía de nuestra raza en Oriente. Pronto las fronteras de Asia central habrán dejado de existir. Hablamos la misma lengua, tenemos las mismas raíces. Todos descendemos de Asena, la Loba Blanca.
—Alimentas tu locura con un mito.
—Un mito es una realidad convertida en leyenda. Una leyenda puede convertirse en realidad. Los Lobos han vuelto. Los Lobos salvarán al pueblo turco.
—No eres más que un criminal. Un asesino que no conoce el valor de la sangre.
A pesar del sol, estaba entumecido, agarrotado por el frío. Señaló el horizonte de nieve que se desdibujaba en la vibración del aire, a su izquierda.
—Antaño, en la otra terraza, los guerreros se santificaban con la sangre del toro, en nombre de Apolo-Mitra. Vuestro bautismo, el bautismo de los cristianos, proviene de esa tradición. La gracia nace de la sangre.
La mujer se apartó un mechón de pelo de la cara con la mano libre. El frío acentuaba y enrojecía sus arrugas, pero la nitidez de aquella geografía no hacía más que aumentar su belleza.
—Entonces, deberías alegrarte -dijo levantando el percutor del arma-. Porque va a correr sangre.
—Espera -pidió el hombre, que seguía asombrado de su audacia, de su perseverancia-. Nadie se expone tanto. Y menos por una mujer a la que solo ha tratado unos días. ¿Qué era Sema para ti?
La mujer dudó; luego, inclinó la cabeza hacia un lado y sonrió.
—Una amiga. Solo una amiga.
Aquella gran sonrisa roja, que destacaba sobre los bajorrelieves del santuario, fue la confirmación de todas las verdades.
En realidad, tal vez fuera ella la única que se estaba jugando su destino.
En todo caso, no menos que él.
Ambos habían encontrado su lugar exacto en el friso ancestral. El hombre se concentró en aquellos labios de fuego. Le recordaban las amapolas salvajes a las que su madre quemaba el tallo para que conservaran el color escarlata durante más tiempo.
Cuando el cañón del 45 le abrasó la sien, supo que era feliz muriendo a la sombra de aquella sonrisa.
[1]
«Dios sea loado»
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[2]
«¿Continúo?»«Si»
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[3]
«¡Dios proteja a los turcos!»
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[4]
«Están aquí. Dejadme solo»
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