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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

El imperio eres tú (9 page)

BOOK: El imperio eres tú
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Poco tiempo tardó en enterarse de la verdad. Su madre había recibido varias visitas de Carlota Joaquina. El hecho de que la reina se hubiera desplazado hasta su modesta vivienda había causado en la actriz una profunda impresión.

—Nos ha ofrecido riquezas superiores a lo que jamás pudiéramos desear —le contaba a su hija sin disimular su excitación—. Trajo las joyas más preciosas que puedas imaginarte: unos collares de brillantes que parecían tener luz propia, ojalá los pudieras ver. Me pidió discreción, así que, por favor, no cuentes nada. Ni siquiera a Pedro,
d’accord?

Noémie asintió con la cabeza.

—Me imagino que pondría alguna condición, ¿verdad?

—Sí, que le dejes.

Noémie bajó la vista y miró al suelo. La madre continuó:

Nadie da nada por nada, hija mía, eso deberías saberlo ya. La condición es que disfrutemos de todas esas riquezas… pero en Europa. Así nos podríamos reunir con tu hermana, en lugar de hacerla venir.

—No pienso aceptar. Estoy enamorada de Pedro, y él lo está de mí.

—¿Aún sigues con ésas? Pero ¿no te das cuenta de que los dos sois muy jóvenes, y de que nunca le dejarán que siga contigo? Es mejor sacar provecho de la situación, lo vas a necesitar, mírate… —le dijo señalando su tripa.

—No quiero saber nada de todo lo que me ofrecen,
maman
. Dentro de poco, Pedro vendrá a por mí y nos iremos…

—¿Adónde iréis? ¿Y ese niño, cómo lo vas a criar con todo el reino en contra?

—Nos iremos lejos.

—Estas soñando, Noémie. Eres joven y estás enamorada, es lógico. Pero te voy a decir más: la reina se ha comprometido a conseguirte un buen marido que se haga cargo de ti y del niño, un hombre de condición elevada cuya conducta y carácter sean una seguridad para tu futura felicidad.

—¡No me digas más, por favor! ¡No quiero oírlo!

Se produjo un largo silencio. Madame Thierry, vencida, movía la cabeza de lado a lado.

—Te estás buscando la ruina, hija mía, si es que no lo has hecho ya. Rechazas joyas, riquezas, un porvenir, lo rechazas todo por amor… ¡Qué pasión más admirable, sí! ¿Qué quieres, probar tu abnegación? ¿Morir por él si es necesario?

—Sólo quiero estar con él.

—En el fondo, qué egoísta eres,
chérie.
Yo me he sacrificado mucho por ti, y ahora que puedes hacer algo por tu madre, algo que nos saque de pobres, dices
merde
. Acabarás pagándolo caro; la vida es dura. Las oportunidades, si pasan, sólo lo hacen una vez… En fin, tú verás.

No esperaba convencerla, pues ya conocía su insensata testarudez, pero pensó que de todas maneras algo se le quedaría. Y quizá, un día no muy lejano, entraría en razón. Antes de que fuese demasiado tarde.

La presión sobre los amantes seguía sin surtir efecto. Pedro se negaba a deshacerse de «su mujer», y lo decía alto y claro a los numerosos cortesanos y funcionarios que se lo sugerían, ahora sin el menor reparo. A pesar de las órdenes, de las amenazas de ser desheredado que recibía de su imperiosa madre, de la corte y del gobierno, siguió en sus trece y se puso el mundo por montera. Recogió a Noémie en casa de su madre y se fueron a vivir a las faldas del Corcovado, a una casita de campo rudimentaria que uno de sus amigos criollos le prestó. Consiguieron un esclavo para traer agua y ayudar en las tareas domésticas. Gozaban de una vista espectacular, única en el mundo, sobre aquellos promontorios e islas que surgían de la tierra en medio de un mar cuyo color abarcaba todas las gamas de azul y verde, según el tiempo que hiciese. A lo lejos se extendía la ciudad y el puerto, más allá San Cristóbal, a sus pies las playas de Botafogo y Catete, el Pan de Azúcar con su forma voluptuosa. Podían prever la llegada de una tormenta por la forma de las nubes, ver la entrada de los buques a la bahía de Guanábara, contar los barcos fondeados, seguir las bandadas de pájaros de agua que pasaban a su altura. Se creyeron libres y pasaron los primeros días en medio de una euforia que apenas podían disimular. Ninguno de los dos se detuvo a pensar en la osadía de lo que habían hecho. Luego, poco a poco, empezaron a tener miedo de ser descubiertos por retenes de la guardia real. La euforia se transformó en una sorda preocupación, que optaron por no mencionar, pero que planeaba sobre sus vidas como una ave de rapiña.

14

Allá arriba, la temperatura era más fresca, tanto que de noche era necesario abrigarse. Ésa era la parte agradable. La otra…, que era un poco como vivir en la jungla. Noémie se despertaba sobresaltada por los gritos de los animales salvajes que merodeaban, y Pedro saltaba de la cama con su fusil de caza listo para disparar. Poco a poco la falta de las comodidades mínimas hizo mella en sus estados de ánimo. El acceso era escarpado y difícil, las frecuentes lluvias inundaban la casa, era imposible librarse de la humedad y de los insectos. La ciudad, los amigos, la familia, la vida de los hombres quedaban muy lejos.

Lo más duro era cuando Noémie permanecía sola en caso de que él tuviera que acudir al palacio o a algún acto oficial. A pesar de contar con la compañía del esclavo, al caer la noche, siempre puntual en el trópico, era presa de los miedos más corrosivos. ¿Y si no le dejan volver? ¿Y si me pica una serpiente? ¿Qué hago si tengo una hemorragia? ¿Cómo será el parto? ¿Quién me ayudará? ¿Nacerá normal? Miraba su vientre y se preguntaba cómo podrían vivir en esa choza, y de aquella manera, una vez que hubiera nacido el niño. La soledad amplificaba el pavor. De la misma manera que la guardia real les había expulsado del taller de carpintería, podrían venir en cualquier momento a echarles de allí. ¿Y si lo hacían de nuevo cuando ella estuviese sola, como la última vez? Peor aún… ¿Y si decidían eliminarla? El poder de esa gente daba miedo. De pronto, las palabras de su madre le volvían a la memoria y sentía cómo sus certezas de amor empezaban a resquebrajarse. Presentía vagamente que algún día tendría que pagar por haber osado franquear el abismo social que la separaba de Pedro. Ése era su pecado. Ella, hija bastarda fruto de un amor de paso, había secuestrado el corazón del príncipe heredero de un imperio. Un crimen imperdonable.

Sin embargo, el hecho de pensar en renunciar al amor de Pedro le resultaba demasiado doloroso. Si en su ausencia se encontraba de pronto en el infierno, en su presencia alcanzaba el éxtasis. De modo que cuando lo veía volver por la ladera a caballo y luego, empapado de sudor y del rocío de las plantas, él se precipitaba hacia ella y respiraba sus besos, se le olvidaban como por arte de magia todas las angustias y todos los terrores. La vida volvía a ser bella y lo sería hasta los próximos espasmos de sus entrañas, hasta la visita de algún policía o la inspección de un jaguar, hasta la próxima noche de insomnio.

Una mañana en la que se había quedado sola con el esclavo que trabajaba la pequeña huerta detrás de la casucha, Noémie oyó la llegada de un caballo. Pensó que era Pedro, que regresaba antes de tiempo. Había acudido al entierro de su maestro, el diplomático holandés João Rademaker, que había sido envenenado por su esclava, un suceso que había sembrado la ciudad de luto y de miedo. Los brasileños acomodados eran muy sensibles a cualquier amago de rebelión de los esclavos, y semejante noticia, que transgredía el orden social imperante, causó un profundo pánico. En la memoria de todos pervivía el reciente recuerdo de la sublevación sangrienta de los esclavos de la isla de Santo Domingo, en el Caribe. No podían permitirse algo semejante en Brasil, un país cuya economía dependía completamente de la mano de obra esclava, imprescindible para trabajar las grandes haciendas del interior. Pedro, que veneraba a ese preceptor que le había enseñado lo poco que sabía del mundo, se sumió en un estado de profunda consternación.

De modo que Noémie salió a recibirle. Había pasado una mala noche, aquejada de náuseas que le habían hecho vomitar varias veces. Estaba cansada y dolorida, e iba a pedirle que la bajase a la botica, y quizá que la llevase a ver un médico en la ciudad.

Pero no era Pedro. Noémie se quedó estupefacta al ver galopar por el sendero a una mujer, a horcajadas, vestida con pantalón, chamarra, sombrero y con un fusil de caza a sus espaldas. Era la silueta inconfundible de Carlota Joaquina cabalgando en su preciosa yegua gris. Noémie sintió que un escalofrío le recorría el espinazo, como si todos los temores de sus noches en vela se confirmasen de pronto. La fama que precedía a la reina no auguraba nada bueno. Eran conocidas sus rabietas en las que obligaba a sus escoltas a repartir latigazos a quienes no se arrodillaban a tiempo a su paso. Pedro tampoco le había hablado nunca bien de ella. Sin embargo, Noémie se encontró frente a una mujer afable y campechana:

—Disculpe esta visita sin previo aviso, señorita Thierry…

—Pasad, señora…

Carlota entró en aquel cuchitril y disimuló la sorpresa que le produjo la pobreza en la que vivían su hijo y su amada. «Debían de quererse mucho para soportar esa indigencia», pensó. Unas gallinas picoteaban granos de maíz sueltos entre las rendijas de la madera del suelo. Los escasos muebles eran muy espartanos y no había ningún lujo. Miraba de reojo la tripa de la francesa, que ya abultaba de forma notable. Sí, ese vientre era lo que estaba causando una crisis insólita en el gobierno del imperio. Esta vez Carlota no utilizó amenazas, porque era demasiado lista para darse cuenta de que no surtían efecto sobre la joven y que exasperaban a su hijo. Ya no intentó sobornarla para alejarla de allí. Sabía que hablaba con una mujer enamorada, y decidió jugar la carta del corazón. Le alabó la intensidad de su amor, la pureza de sus motivos, la nobleza de su comportamiento. La llamó «ángel protector de mi hijo», lo que desconcertó a Noémie, que esperaba ser insultada:

—Quisiera pedirle un gran favor, y no lo haría si no estuviera convencida de que es usted una persona buena y honrada… ¿Me lo permite?

—Claro, señora —respondió Noémie, disimulando la vergüenza que le producía ser tratada con tanta deferencia por la reina en persona.

—Le ruego que mantenga esta visita en secreto. Que nadie sepa que he hablado con usted.

—Os lo prometo, señora.

Se hizo el silencio. Se oía un ladrido en la lejanía y la respiración jadeante de la yegua, fuera de la casa, intentando recuperarse de la subida. Doña Carlota frunció el ceño, como preparándose para decir algo transcendente.

—Quisiera decirle algo que seguramente ya sabe: la llegada de la archiduquesa Leopoldina es inminente…

A Noémie se le humedecieron los ojos. Sintió una tristeza enorme, un abatimiento como el que debían de sentir los animales antes de ser llevados al matadero. Carlota sacó de un bolsillo un pañuelo de hilo bordado con las iniciales de la Casa Real y se lo ofreció. Luego prosiguió:

—No me cabe la menor duda de que usted le quiere mucho…

Noémie asintió con la cabeza.

—Déjeme hablarle como una madre que busca ayudar a su hijo… Si es cierto que usted le quiere, querrá usted que sea feliz, que tenga una vida plena, ¿cierto?

—Claro que sí —contestó la joven que se secaba con el pañuelo los gruesos lagrimones que resbalaban sobre sus mejillas.

—En eso estamos de acuerdo las dos. Así que, se lo ruego, ayúdele. No lo digo ni por mí ni por usted, señorita Thierry, lo digo por él. Le hablo con el corazón en la mano. El corazón de una madre. Pronto sabrá usted lo que eso significa…

Noémie sollozaba, casi en silencio. Todo se desmoronaba a su alrededor. Se daba cuenta de que estaba en un callejón sin salida.

—No permita que su majestad le desherede —prosiguió Carlota—. Me consta que está a punto de hacerlo. Por eso he venido a verla, porque usted es la única persona que puede ayudar a Pedro. Sólo usted puede salvarlo.

Aquellas palabras arrasaron porque iban dirigidas a una mente ingenua y a la vez fatigada. Que la reina le hablase en ese tono, que llegase a degradarse rogándole guardar un secreto por la felicidad de su hijo, conmovió profundamente a la joven. Carlota fue muy hábil a la hora de pintarle un escenario donde cabían dos posibilidades: la felicidad de Pedro o la desdicha de ambos si seguían juntos. Se sobreentendía que ella, al quedarse encinta, había perdido el derecho a la felicidad. Salpicó su sermón con alusiones a las palabras pobreza, persecución, abandono, recalcando siempre el futuro glorioso del príncipe por encima del propio interés de la chica. Al final, Noémie estaba hecha un mar de lágrimas. Entendió que no podían seguir así, que nunca serían aceptados como marido y mujer, que con su amor desbocado estaba causando un perjuicio a su amado, que aquella bella historia de amor era un sueño del que había que despertar. Por el bien de él.

De modo que se resignó a dar su consentimiento para abandonarlo, pero puso la condición de no ser enviada a Francia. Faltaba poco para el parto y un viaje tan largo la asustaba. Además prefería quedarse en Brasil porque estaría más cerca de Pedro, por lo menos giraría en su órbita. Si no podía verlo, al menos oiría hablar de él. Carlota se lo agradeció efusivamente, en su nombre y en el de su majestad el rey, y le aseguró que pondría a su disposición todas las facilidades para que su traslado de Río de Janeiro hacia Pernambuco, en el norte de Brasil, se hiciese en las mejores condiciones posibles.

La desesperación del joven príncipe cuando regresó a su choza del Corcovado y se encontró con una carta de Noémie dirigida
«A mon adoré»
explicándole que había cedido por su bien, le hizo pegar un grito que retumbó en los cerros y riscos con un eco que acabó pareciendo un lamento. En la carta le pedía que no la buscase, que no intentase perseguirla, que aceptase con dignidad de príncipe la renuncia al amor que como hombre le estaba vetado. Asustados, bandadas de pájaros salieron volando en un aleteo frenético, se oyó el relincho de un caballo y el griterío ronco de unas guacamayas. Y luego se hizo el silencio, solamente interrumpido por el viento que azuzaba las ramas de las palmeras y el sollozo estentóreo de Pedro. Él, que siempre había despreciado a su padre porque tenía la lágrima fácil, era ahora puro llanto y se odiaba por ello. Él, que prácticamente no había sido obligado a respetar ningún límite en su educación, se encontraba por primera vez frente a un muro infranqueable. A él, príncipe heredero, no le estaba permitido ser dueño de su corazón. En aquel momento odió haber nacido.

SEGUNDA PARTE

Me gustaría bailar un vals de vez en cuando.

D
OÑA
L
EOPOLDINA

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