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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

El imperio eres tú (7 page)

BOOK: El imperio eres tú
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11

Don Juan estaba supervisando la construcción de un nuevo aviario en su pequeño Versalles tropical cuando le anunciaron la llegada de su esposa. Aquello no era una buena noticia. ¿Qué estaría tramando ahora? Carlota siempre había sido muy hábil a la hora de desenvolverse en el laberinto cortesano. Dominaba el arte de la intriga, que utilizaba para sus propios designios políticos. Don Juan se había resignado a la idea de que no cambiaría nunca. De niña, ya era experta en manipular a los mayores que la rodeaban para hacer siempre su santa voluntad.

Don Juan sabía que su mujer era capaz de cualquier cosa con tal de volver a Portugal cuanto antes, que no soportaba el clima tropical que, según decía ella, la estaba matando. Sabía que la reina unía su voz a muchas otras voces que desde Portugal reclamaban el regreso de la familia real a Lisboa. Desde la derrota de Napoleón, los portugueses no entendían por qué razón su país había de asumir el humillante papel de haberse convertido en colonia de su antigua colonia americana. De manera que llegaban mensajes y peticiones a Río de Janeiro para que don Juan regresase con la familia, y con ello devolviese el centro de gravedad del Imperio lusitano de nuevo a su antigua capital, Lisboa.

Lo que sucedía era que don Juan estaba muy a gusto en Brasil, consolidando su monarquía, y se negaba perentoriamente a volver, y aquello desesperaba a Carlota. Aquí era amado y respetado como nunca lo había sido antes, no tenía fronteras que defender y era el líder indiscutible de un mundo totalmente nuevo. Portugal le recordaba los años angustiosos en los que vivió presionado por Napoleón, ninguneado y agredido por su suegro Carlos IV y su cuñado el príncipe de Asturias (futuro Fernando VII), humillado por las exigencias de los ingleses y por las traiciones de su mujer y afligido por la inexorable decadencia de su madre. Fueron años de tormento y congoja.

Sin embargo, era más inteligente de lo que parecía y por eso confundía a los que le trataban, siempre dispuestos a equiparar su capacidad mental con su lamentable aspecto externo. Incluida su mujer. Al final, había salido victorioso tomando la decisión más difícil de su vida, la de desplazarse a Brasil con toda la corte. Por primera vez en la historia, un monarca europeo se había mudado a sus colonias, y con él, toda la elite del país, una décima parte de la población. Reacio a tomar decisiones, aquélla, la única importante en su vida, resultó un acierto, ahora que lo veía desde la distancia. Pero en aquel momento se creyó un rey indigno de la confianza que el destino y su nacimiento habían depositado en él, incapaz siquiera de estar a la altura de sus responsabilidades ni de defenderse, un rey a punto de ser barrido por el vendaval de la historia. Aunque su marcha era un hábil repliegue estratégico, en ese momento y en esas circunstancias era difícil no verlo como una fuga y una deserción, y la reacción del pueblo que no entendía por qué su rey les abandonaba le hizo sufrir y dudar hasta el paroxismo. Cuando su suegro Carlos IV y su cuñado Fernando VII —que tanto le despreciaban— decidieron que la nación española debía continuar su resistencia en América, quisieron huir a México, pero ya era demasiado tarde. Ellos cayeron en las garras del tirano francés. Don Juan no. Había perdido su país —momentáneamente— pero había salvado su imperio. De él, Napoleón diría una frase que pasó a la historia: «Fue el único que me engañó.»

Ahora su país le reclamaba de nuevo, pero él se mantenía firme en su propósito. Decía que sólo volvería cuando las circunstancias lo permitiesen. Se había convertido en un experto en el arte de escabullirse, de decir algo y lo contrario al mismo tiempo, en dilatar eternamente el proceso de toma de decisiones.

Los esposos se tenían una mezcla de miedo mutuo, con un trasfondo de odio profundo y visceral. No vivían juntos desde hacía tiempo, desde que Carlota Joaquina aprovechó una depresión de su marido para intentar provocar un golpe de Estado y asumir la regencia de Portugal. Aquello fue la gota que colmó el vaso, aunque don Juan, que no era de temperamento rencoroso, reaccionó con indulgencia. La posibilidad de un divorcio, impensable en la muy católica familia de los Braganza, ni siquiera se planteó: los intereses y la estabilidad del Estado bien valían las jugarretas de su mujer. De modo que la liberó de toda culpa formal, pero aquello marcó el punto de ruptura definitivo en sus relaciones conyugales. Desde entonces vivieron tan alejados el uno del otro como les fue posible, aunque siempre guardaron las apariencias,
noblesse oblige
. En Río, Carlota solía ir muy pronto por la mañana a oír misa en la capilla de San Cristóbal; en todas las ceremonias oficiales ocupaba el trono a la izquierda del rey, pero rara vez acudía a la cena que reunía en la misma mesa a su marido y a sus hijos. Curiosamente, mantenían el formalismo en la correspondencia que se enviaban y que estaba salpicada de términos afectuosos. Carlota se dirigía a su marido con un
queridinho do meu coração
que no engañaba a nadie, y se despedía con
tu esposa que te ama
. Don Juan, por su parte, lo hacía con un
tu marido que te ama mucho, João
.

Sin embargo, los hechos hablaban por sí solos y esa relación de alejamiento era la comidilla de la sociedad colonial, muy conservadora, que se preguntaba cómo era posible que un matrimonio tan mal avenido hubiera tenido tantos hijos: seis hembras y tres varones. La respuesta era fácil de descubrir: no todos eran de don Juan. Y saltaba a la vista: ¿No había mencionado la mujer del general Junot, cuando éste era embajador de Francia en Lisboa, que «lo gracioso de esta familia es que ninguno de los hijos se parecen entre ellos»? Era de dominio público que Miguel, el hermano más joven de Pedro, era hijo de Carlota con…, unos decían que con el marqués de Marialva, otros con el jardinero jefe de Queluz. El caso es que Miguel creció con el marchamo de ser «el bastardo». De ahí la envidia que sentía por su hermano y el complejo de inferioridad que le corroía por dentro. En el fondo, siempre supo que, hiciese lo que hiciese, Pedro siempre le llevaría ventaja en la vida, excepto en el amor de su madre, al que Miguel se aferraba como auténtica tabla de salvación porque en esa relación privilegiada ganaba a su hermano. Sólo en el amor de su madre. De lo que estaba seguro don Juan es de que no era suyo, porque cuando nació llevaba dos años sin tener relaciones con su mujer. Aun así, siempre lo trató como un hijo más.

A través de la rejilla del aviario, don Juan la vio apearse del carruaje y se puso la mano en la oreja. Siempre que la veía lo hacía. Era un reflejo que venía de antiguo, desde el día en que la conoció, a su llegada a Portugal. Él tenía entonces dieciocho años. Pusilánime, tristón y feo, este hijo de sobrina con tío carnal carecía de los atributos que generalmente las mujeres, sobre todo la suya, solían admirar. Era blando, miedoso, panzudo, con las piernas cortas y gruesas como muchos de los Braganza. Nada de belleza viril, de coraje, de autoridad, de espíritu de decisión. Como le había llegado información sobre la esmerada educación de la niña, sobre su carácter nervioso e inteligente y sus dotes musicales y artísticas porque tocaba el arpa, la guitarra y bailaba danza andaluza, sentía mucha curiosidad por conocerla.
«La señora infanta es alta, con un cuerpo bien proporcionado, sus facciones son perfectas, tiene dientes muy blancos, y como hace poco ha tenido viruela, todavía le quedan algunas marcas en la cara pero afortunadamente éstas están poco a poco desapareciendo…»
Eso decía la carta que le había enviado el diplomático encargado de negociar su boda, y que había avivado su interés.

Pero ¡qué chasco se llevó al verla! Sintió coraje hacia el embajador, «ese mentiroso, como buen diplomático que es», pensó, como también ahora Leopoldina podría sentir inquina hacia el marqués de Marialva cuando conociese a su hijo Pedro. La historia se repetía: distintas familias, mismos engaños. Él se encontró frente a una de las niñas más feas que había visto en su vida. Cojeaba levemente porque tenía un lado de la espalda ligeramente más alto que el otro como consecuencia de un accidente de equitación, y era huesuda y angulosa. Ojos negros y hundidos, labios finos y amoratados, mandíbula afilada e hilera de dientes «desiguales como una flauta de pan» completaban el infausto retrato. Mudo de estupor, Juan tardó en asimilar lo que veía. La niña, que era muy perspicaz, debió de sentir la decepción que había socavado las ilusiones de su cónyuge. El caso es que cuando don Juan, ya recuperado del susto inicial, se acercó por fin a besarla y ella vio ese rostro regordete con doble papada, ojos saltones y un grueso labio inferior brillante de saliva, en lugar de tenderle la mejilla optó por darle un buen mordisco en la oreja. Juan pegó un grito y se llevó la mano a la cabeza. Con los ojos muy abiertos y una mueca de dolor en el rostro la siguió mirando, desconcertado, asustado, preguntándose cómo era posible que aquel sueño tan largamente acariciado se hubiera revelado una violenta pesadilla. El cirujano mayor del reino tuvo que acudir para intervenirle porque no paraba de sangrar. Aquel incidente no podía presagiar una feliz singladura matrimonial, decían los criados. Desde entonces, como vestigio de aquel viejo resquemor, se tocaba la oreja cuando la veía llegar.

Con los años, Carlota no había mejorado ni en su aspecto exterior, ni en su carácter. Sus facciones se habían endurecido, su cojera se había acentuado y tenía la piel más acartonada que nunca. Únicamente los ojos, pequeños y hundidos, mantenían su viveza. En cuanto al carácter, seguía siendo explosiva, ruidosa, proclive a los berrinches y de un orgullo descomunal. Se encontró a su marido rodeado de flamencos, garzas, guacamayas y loros de todos los colores.

—Juan, he venido a hablar de Pedro.

El monarca limpió sus dedos regordetes y grasientos sobre la solapa de su chaqueta raída. Se estaba comiendo con la mano un
galeto
, un pollito pequeño hecho a la brasa, uno de los muchos que engullía al día, y que además tenía la ventaja de caber en el bolsillo de su chaqueta. Cada vez que salía al jardín, se metía varios pollitos en los bolsillos. Chupaba los huesecillos y los escupía mientras escuchaba, bostezando permanentemente, con aire pasivo, la historia de «esa puta francesa» que había robado el corazón de su hijo. Carlota le miraba con una mezcla de asco y desprecio. «Sigue igual, fiel reflejo de su vestimenta», pensó. Don Juan aborrecía la ropa nueva y gastaba la que tenía hasta deshilacharla. No le importaba parecer un pobre hombre, pues sabía que nunca tendría ni la apariencia ni la compostura de un reluciente rey de España o de Francia, de esos que le gustaban a su mujer. Cuando los rotos en las rodillas eran descarados, los criados aprovechaban sus horas de sueño para hacer remiendos directamente sobre la ropa, y tenían mucho cuidado de no pincharle con las agujas al coser.

Aborrecía tomar decisiones, incluida la de ser severo con uno de sus hijos. De joven, las decisiones las habían tomado otros por él. Ni siquiera había tenido que vestirse solo desde que había nacido, ni que limpiarse siendo adulto: cuando salía de paseo y sentía algún retortijón, uno de sus criados desplegaba un inodoro portátil, otro le desabrochaba y le quitaba los calzones, le ayudaba a sentarse, mientras un tercero esperaba, palangana en mano, una señal de su majestad que indicaba el final de la evacuación. Hasta le eligieron esa mujer que le estaba hablando. Por norma, siempre optaba por ignorarla de antemano porque sabía que tenía lealtades distintas a la suya. Hasta con los hijos. Carlota tenía predilección por Miguel, de quien se sentía doblemente protectora quizá porque no era hijo de su marido. Por eso, todo lo que venía de su mujer don Juan lo tomaba con mucha cautela.

Sin embargo, esta vez tuvo que reconocer que el asunto era serio. El monarca frunció el ceño al enterarse de que su hijo había dejado embarazada a la francesa. Leopoldina estaba de camino. La situación era, pues, potencialmente muy peligrosa.

—Eres el rey, Juan. Tienes que expulsar a esa puta francesa de vuelta a su país. Y tienes que hacerlo ya.

Era increíble que, después de tantos años, ella siguiese intentando darle órdenes. Sólo por eso le apetecía hacer lo contrario. Así que ni montó en cólera contra su hijo, como esperaba Carlota, ni pensó tomar ninguna decisión drástica. Ella siguió:

—Tu hijo, como heredero, debe obedecerte y plegarse a las obligaciones de su cargo. Ya no es un niño.

El rey la miró. La historia de la francesita encinta le recordaba a su propia juventud. Él también había conocido el amor. También había dejado a su amante embarazada y también había tenido que renunciar. Pero eso no podía compartirlo con Carlota.

—Primero su majestad hablará con don Pedro —le soltó él, expresándose siempre en tercera persona, lo que exasperaba aún más a su esposa—, y luego veremos qué hacemos.

12

Don Juan entendía perfectamente a su hijo, sobre todo en ese preciso momento. Unas semanas antes de la muerte de su madre, le había llegado la noticia de que el amor de su vida, el único que había tenido, había enfermado en Porto Alegre, una ciudad al sur de Brasil. Era el único secreto en la vida de don Juan, un secreto que mantenía desde hacía muchos años, desde que la conoció allá en Queluz, después del nacimiento de Miguel, cuando se dio cuenta de que su matrimonio estaba abocado al fracaso. Se enamoró de una dama de compañía de su mujer, Eugenia de Meneses. Soltera, de mirada dulce y belleza discreta, había sido testigo privilegiado de la infelicidad de la pareja real.

Gracias a la valiosa colaboración de un sacerdote de la corte y de un médico del ejército, mantuvieron encuentros amorosos, siempre de noche, en una habitación de una ala apartada del palacio de Queluz. Envuelto en sus caricias, Juan se dejó mecer por un bienestar que nunca antes había conocido. Aquella mujer le hacía sentirse como un hombre de verdad, no como Carlota, que le humillaba. Fue por boca de Eugenia por la que don Juan oyó hablar por primera vez de las bondades de Brasil, el país donde ella había nacido y vivido sus primeros y también últimos años. Hasta ese momento siempre había considerado la colonia como un lugar atrasado, como un problema por los disturbios y rebeliones que buscaban la secesión de la metrópoli, más que como un lugar donde la vida podía ser grata y amable.

Aunque su sentimiento de culpa se veía aliviado porque sabía que, en ese mismo momento, Carlota probablemente estaría con uno de sus amantes, aquella relación le torturó porque iba en contra de los fundamentos de su fe católica. Para conjurar su mala conciencia, arrastraba sus pasos hacia la capilla. Arrodillado en su oratorio, entre lágrimas, apelaba a la misericordia del Todopoderoso, y le rogaba que perdonase la fragilidad humana y las tentaciones de la carne que tanto lo atormentaban.

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