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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

El imperio eres tú (3 page)

BOOK: El imperio eres tú
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Después de mucho insistir y de utilizar todas las argucias y la hábil intermediación del Chalaza, don Pedro consiguió que la actriz le concediese por fin una cita en su posada. Cuando el príncipe apareció a la hora convenida, Ludovina le abrió sigilosamente la puerta e hizo que la siguiese por un largo y oscuro pasillo. Ya estaba Pedro salivando ante la perspectiva de pasar las próximas horas en sus brazos y entre sus piernas cuando de repente, ante su sorpresa, se encontró en medio de una habitación repleta de gente: eran los actores de la compañía; cada uno llevaba una antorcha en la mano, y todos esperaban el honor de saludar a su alteza real. Ludovina le señaló un hombre que había a su lado:

—Te presento a mi marido.

Pedro se quedó lívido, con los ojos como platos. Pero entendiendo que había sido víctima de una broma, digna de las mejores del Chalaza, se tragó el orgullo y se unió a las risas de los demás… ¿Qué otra salida le quedaba? Al final, su sentido del humor le salvó de hacer el ridículo.

3

La bailarina francesa no le haría algo semejante, por la simple razón de que le quería. Era la primera vez que Pedro se sentía correspondido en el amor. La francesa no era una más de sus muchas conquistas, otra que se había rendido a sus pies incondicionalmente. Esta vez era distinto. Al principio, Noémie, así se llamaba la bailarina, se le resistió. «Dígale a ese príncipe de opereta que no me mande más mensajes», le espetó un día al Chalaza que, después de la función, le llevaba una nota escrita a mano para solicitarle una cita. Ese trato inusual, al que Pedro no estaba acostumbrado, no hizo más que espolearle. Adivinaba que la indiferencia de ella era sólo aparente y siguió insistiendo. Viendo que lo de los mensajes y los intermediarios no funcionaba, una noche se presentó en su camerino. Llevaba una flor en la mano:

—Acéptela, se lo ruego, como prueba de respeto hacia su talento —le dijo con la voz entrecortada por la emoción.

Noémie, todavía vestida con su tutú rosa grisáceo, se sintió halagada. Le miró con dulzura y un punto de ironía: le gustaban aquellos grandes ojos negros, los bucles del pelo que le daban un aire romántico y esa expresión de perro bueno que tan bien sabía exhibir Pedro cuando buscaba seducir. «Gracias», le dijo al coger la flor. Pero cuando Pedro le propuso una cita, ella declinó con un suave movimiento de cabeza.

El príncipe volvió a cortejarla todas las noches mientras duró el espectáculo. Le atraía enormemente que se comportase de manera diferente a las demás. No lograba quitarse de la cabeza sus rasgos finos, la nariz perfecta, los ojos color miel, el cutis de porcelana y las mechas rubias en el cabello, exótico detalle en un país de mulatas y negras. La última noche, cuando llamaron a la puerta del camerino y la bailarina la abrió, se encontró con un colosal ramo de flores, tan grande que apenas veía al esclavo que lo portaba. «Es de parte del príncipe heredero… Mi señor dice que quisiera saludarla.» Ella sonrió, y se quedó un rato pensativa. Esas flores olían al poderoso atractivo de Pedro. El hombre posó el ramo en el suelo, y la miraba fijamente, a la espera de una respuesta.

—Dígale que me espere fuera —respondió ella en un portugués impregnado de acento francés—. En seguida salgo.

Afuera, Pedro sintió que por fin la victoria estaba al alcance de la mano y se dedicó a esperar. La plaza del teatro parecía una feria. El calor tropical era sofocante. Olía al humo de las hogueras, a tierra húmeda y a estiércol. Había por lo menos un millar de caballos, mulas, burros y bueyes, además de varios centenares de esclavos que perseguían a sus animales para engancharlos a sus respectivos carruajes. Los más ricos tenían llamativas carrozas, que exhibían a la salida del teatro como signo de su elevado estatus social. El jaleo de la salida se magnificaba cuando los señores no encontraban su carruaje listo o cuando descubrían que sus criados estaban tan borrachos que no podían llevarlos a sus residencias, generalmente situadas a una o dos leguas de camino. Río de Janeiro no era una ciudad grande, apenas cincuenta calles en ángulo recto que daban a la plaza del Rocío, donde estaba la catedral, frente al mar tranquilo formado por la espectacular bahía de Guanábara. Pero muchos ricos preferían vivir en casas señoriales en lo alto de las colinas dispersas, donde también había monasterios, iglesias, un fuerte y un puesto de observación del ejército.

Cuando la plaza se vació, la bailarina seguía sin aparecer. Una sinfonía de sapos, grillos y cigarras que recordaba la proximidad de la selva fue remplazando el bullicio de la salida. Don Pedro, poco inclinado a la paciencia, estaba nervioso. Cansado de esperar, se metió en el edificio y, antes de llegar al camerino de su amada, se topó con otra actriz, mayor, que tenía un parecido sorprendente con la joven, y que le dijo:

—Es muy tarde ahora para Noémie, monsieur…

—Me dijo que la esperase, soy el príncipe heredero don Pedro…

—Y yo madame Thierry, la madre de Noémie —replicó la mujer.

No le dio opción a insistir. Derrotado, acabó en una taberna con el Chalaza y sus amigotes. Éstos le propusieron cortar por lo sano: sobornar a la madre para que él pudiese gozar del privilegio exclusivo de visitar a la hija. «Si nos consigues el dinero, nosotros hablamos con la madre, tú no tienes ni que presentarte…» ¿Se atrevería aquella mujer a rechazar dinero de parte de un miembro de la familia real? Todos excepto Pedro pensaron que era poco probable. La corrupción y el soborno formaban parte de lo cotidiano, de la cultura local. Nadie se escandalizaría por eso. Pedro, poco acostumbrado a no salirse con la suya, se dejó convencer y unos días más tarde les entregó unos
contos de reis
. El resultado, que le trasladaron con todo lujo de detalles, fue decepcionante: «¿Quién creéis que somos? ¿Unas fulanas?», les había increpado una furibunda madame Thierry, antes de echarles de su casa a empujones.

4

La presencia de madre e hija en la ciudad, como la de muchos extranjeros, se debía a la medida que había tomado don Juan como príncipe regente nada más llegar a Brasil en 1808. Decretó abierto el comercio de la colonia, que hasta entonces era un monopolio con Portugal, a todos los países del mundo. Durante trescientos años, Brasil había sido un territorio prohibido a los extranjeros; de ahí venía su aura de misterio.

A raíz de la disposición tomada por don Juan, primero llegaron comerciantes británicos. Traían tejidos, cuerdas, herramientas, maquinaria agrícola, cerámica, vidrio, tintes, resinas, cerveza en barril y hasta féretros. Los cariocas, acostumbrados a la escasez y a la mala calidad de los productos habituales, estaban maravillados ante la ingente cantidad de objetos baratos que las técnicas promovidas por la revolución industrial en Gran Bretaña hacían asequibles. Llegó de todo, hasta productos inútiles en Brasil como mantas de lana o patines de hielo. Las mantas acabaron siendo utilizadas como filtro para batear el oro y los patines acabaron de pomos en los portales de las casas.

Con la caída de Napoleón, comenzaron a llegar europeos de otras nacionalidades, sobre todo franceses y también francesas, que acompañaban a sus maridos ávidos de hacer fortuna. No eran grandes comerciantes como los ingleses. Eran más bien cocineros, panaderos, pasteleros, orfebres, modistas, peluqueros, cerrajeros y pintores, así como farmacéuticos y médicos con apellidos Roche, Fevre o Saisset. Las modistas se instalaron en la calle más concurrida de la ciudad, la estrecha rua do Ouvidor, así como los peluqueros, que miraban por encima del hombro a los barberos locales porque éstos también oficiaban de cirujanos y de dentistas en las calles provocando sangrías descomunales en sus pacientes.
«En Río de Janeiro —
escribió un naturalista galo
— todo el mundo piensa que todos los franceses son peluqueros, y todas las francesas, prostitutas.»
De ahí el celo de madame Thierry, que no quería que tomasen a su hija por lo que no era. Ambas eran actrices, y además trabajaban en el estudio del maestro de ballet Louis Lacombe, que les había cedido las habitaciones de la parte superior y que era responsable de los espectáculos de danza del Teatro Real. Daban clase de canto y baile a todos los que deseaban brillar en los salones. Formaban parte de la farándula, pero se tenían por gente respetable.

Incapaz de controlar su pasión, Pedro volvió a insistir, machaconamente, siempre procurando evitar a la madre. Pasaba por el estudio de danza, organizaba «encuentros casuales» en la calle, mandaba notas a Noémie, y ella, intoxicada por el deleite de tanto ardor amoroso, acabó engañando a su madre para verle a escondidas. Eran encuentros fugaces, al atardecer, en alguna calle desierta, siempre al abrigo de las miradas indiscretas. Encuentros llenos de emoción contenida. Poco tiempo tardó madame Thierry en enterarse:

—Ese chico no es para ti, por eso no quiero que lo veas.

—¿Por qué no es para mí?

—Porque no es de tu condición. Te usará y, cuando se canse, te tirará como una vieja colilla, ya verás. Es lo que hace con todas…, ¡menuda fama tiene!

—Me quiere,
maman

—¡Ilusa!…

La madre alzaba los ojos al cielo como signo de exasperación. La ingenuidad de su hija la sacaba de quicio. Lo peor es que se daba cuenta de que cada vez le resultaba más difícil controlarla. Noémie había encontrado su príncipe azul y estaba decidida a vivir hasta el final su propio cuento de hadas… ¿Qué podía hacer una madre contra eso?

Al principio, los enamorados mantuvieron su relación con cierta discreción. Se iban a pasear a las afueras de la ciudad, y recalaban en una de las muchas playas de los alrededores. Sobre la arena blanca y caliente se descubrieron desnudos por primera vez, rodeados de la belleza arrolladora y salvaje de la bahía con sus aguas turquesa, sus islas pequeñas, volcánicas, en forma de cúpulas que salían del mar como por encanto, algunas sólo roca, otras rodeadas de palmeras. Hasta entonces, una vez aplacada la fogosidad de los primeros encuentros amorosos, Pedro solía perder interés en sus conquistas. Ahora le ocurría al revés. Cuanto más trataba a Noémie, cuanto más compartían la intimidad, cuanto más conversaban, más le cautivaba. Su olor, sus ojos húmedos de placer, sus gemidos y sus palabras de amor en francés le hacían estremecerse. Y no se trataba sólo de su físico; de toda su personalidad emanaba algo muy distinto de las chicas que hasta entonces había frecuentado. Noémie era educada, lo que constituía una excepción en el panorama social de Río.

La mayor parte de las mujeres no sabían ni leer ni escribir ni tampoco realizar operaciones de cálculo. Se dedicaban exclusivamente a las labores de aguja. Lo peor es que parecían orgullosas de ser analfabetas cuando eran los maridos quienes favorecían esa ignorancia por simples celos, para impedir la correspondencia amorosa. A Noémie le gustaba leer, y cuando estaban solos en el modesto piso que compartía con su madre, y que tenía como sonido de fondo las notas del piano del estudio de abajo, declamaba versos de poetas franceses, páginas enteras de Corneille y Racine, ante su príncipe embelesado. Ella le enseñaba rudimentos de francés, le tocaba piezas de música que él desconocía, le hablaba de autores que nunca había oído mencionar antes, como el marqués de Sade, de las costumbres de la vida en Francia, y le corregía las cartas, porque Pedro nunca aprendió a escribir sin faltas ni siquiera en su lengua materna. En definitiva, le educaba a su manera, y él se dejaba llevar por ese cauce de amor que le proporcionaba conocimiento y a la vez una felicidad sin límite. Sí, era la mujer de su vida. Tan convencido estaba de ello que así la presentaba: «Mi mujer.» Inocente don Pedro, que creía ser un hombre libre.

Como el amor es igual que el agua, que siempre se abre camino entre los dedos, ni el sentido de la honra de madame Thierry ni las reticencias de algunos cortesanos, incluidos el príncipe regente y su mujer, consiguieron frenar esa relación. Pedro no podía estar un día sin ver a Noémie, y ella tampoco, y así se lo dijo ella a su madre, que soportaba la situación a regañadientes y que le contestó:

—Eres una inocente, te dejará el día menos pensado…

—No, no lo hará —le respondía su hija con lágrimas en los ojos.

—Lo hará porque es el príncipe heredero. Y tú no eres más que una cómica, y encima extranjera… Tonta de ti por dejarte manipular…

—¡No me manipula, me quiere!

—Lo único que le pido a Dios es que no te deje embarazada…

Pero Noémie ya no la escuchaba. Corría al encuentro de Pedro, que la esperaba en lo alto de su montura. Ella tomaba asiento en la grupa, de lado, agarrada a su cintura, y así recorrían los cinco kilómetros que separaban la ciudad del palacio real, un edificio de estilo moruno, pintado de amarillo con molduras blancas.

El palacio de San Cristóbal estaba en un alto en medio de una finca situada en una planicie. De un lado estaba la espléndida bahía; del otro el Corcovado, un pico de mil metros de altura que servía de orientación porque se veía desde todos los rincones de aquella geografía de ensenadas, colinas, playas, montañas y selva. La finca había sido el regalo de un acaudalado traficante de esclavos a don Juan cuando éste llegó a Río diez años atrás. En el centro de la finca se erigía San Cristóbal, que era más una casona grande que un palacio, y que tenía espectaculares vistas al mar y a la montaña. Nada más sentarse en el porche de la casa, frente a un paisaje de altas palmeras y jardines plantados de jacarandas, plataneros, naranjos, cafetales, mimosas y una enorme variedad de flores, don Juan supo que ése sería su lugar. Lo que veía desde aquella veranda era muy distinto al orden clásico que reinaba en los jardines de sus palacios de Portugal, pero era sensible a esta otra belleza exuberante y prístina. Más allá del jardín, bullía la selva tropical, un follaje denso donde destacaban orquídeas, helechos y lianas que trepaban por las laderas de las colinas.

Desde que el príncipe regente se instaló en San Cristóbal, el palacio sufrió varias remodelaciones para embellecerlo y agrandarlo. En el proceso se construyeron también invernaderos, aviarios, talleres, cuadras, casetas para los aperos de labranza, cocheras y casas para el personal de servicio. Con la complicidad de uno de los ebanistas del palacio, un esclavo liberado gracias a su habilidad con el serrucho y el formón, Pedro consiguió una habitación al fondo de uno de los talleres que habilitó para convertirla en su nido de amor. Allí pasaba la mayor parte del tiempo en compañía de Noémie. Contemplarla desnuda en la cama que él mismo había construido con ayuda de su amigo carpintero le hacía sentirse el hombre más feliz del mundo. Tocaba el aerófono de lengüeta, un tipo simple de clarinete, y ella se estiraba y se sentaba con las piernas cruzadas, como una cobra hipnotizada por la flauta de un encantador de serpientes. Pedro también le leía versos de la
Eneida
de Virgilio, que había aprendido con su maestro fray Arrábida durante la travesía desde Portugal, un texto que le había marcado porque la suerte de los troyanos obligados a escapar por la invasión de un ejército que había incendiado la ciudad la identificaba con la de todos esos portugueses que habían salido huyendo ante el avance de las tropas de Napoleón. Le recitaba sus propios versos, y aunque a ella le rechinaban los oídos, le felicitaba… Poco a poco la francesa fue descubriendo, bajo la corteza áspera y los modales salvajes de Pedro, su otra naturaleza sensible y vibrante.

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