El incendio de Alejandría (16 page)

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Authors: Jean-Pierre Luminet

Tags: #Histórico, #Divulgación científica

BOOK: El incendio de Alejandría
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Entonces estalló la rivalidad de los triunviros. Octavio ocupó Roma y se hizo elegir cónsul. Lépido, prudente, eligió España y África. Marco Antonio reinó sobre Oriente; así llamaban los romanos a todos los territorios situados al este de Italia. Sin embargo, sabían que la Tierra era redonda y que siempre somos el Oriente para otros. Tal vez Marco Antonio lo ignorase. En cualquier caso, se dejó embriagar por la riqueza y la vida muelle en nuestro país y, sobre todo, conoció a Cleopatra.

Desde la muerte de César, la reina de Egipto gobernaba sola. Su pueblo, por fin unido, la había divinizado. Ella había hecho envenenar a su hermano menor y marido, Tolomeo XIV, y había puesto en el trono al hijo que había tenido de César, Tolomeo XV, al que las malas lenguas, dudando de sus orígenes paternos, llamaban irónicamente «Cesarión»: corría, en efecto, el rumor de que César, por el hecho de ser epiléptico, no podía procrear y que además prefería la compañía de los muchachos.

Tras la muerte de su amante, Cleopatra se ocupó de tutelar al pequeño Cesarión y de satisfacer su única ambición: devolver a Alejandría su pasado esplendor, convertirla en la nueva Roma. Cuando vio prosternarse ante ella, lleno de timidez, al poco refinado Marco Antonio, comprendió todo el partido que podía sacar de aquel joven rústico. No le costó en absoluto despertar en él la más loca pasión. La unión de Cleopatra y César había sido la unión de dos ambiciones: el general quería Roma, la reina, Alejandría. Marco Antonio, en cambio, sólo quería a Cleopatra. La tuvo, o al menos eso creyó, pues sólo fue su esclavo, ya que accedía a sus menores deseos, y de vez en cuando recibía como recompensa una noche de amor, lo mismo que a un perro se le premia con un hueso. Cierto día, él le regaló los restos de la biblioteca de Pérgamo. Trescientos mil rollos, una partida que compensaba ampliamente los que se habían quemado unos años antes en el incendio de los almacenes. Con esa donación, el Museo recuperó un poco de su grandeza pasada.

Esa historia hizo reír mucho en Roma, más incluso que el nacimiento de Cesarión. Antonio, que sin duda no había leído ni un verso en toda su vida, regalaba a su amante las más prestigiosas obras de la ciencia y la filosofía. Sólo Octavio no se rió. Por lo demás, nunca se reía. Había casado a su hermana Octavia con Marco Antonio. Éste, al ofender así a su esposa, había insultado a Roma y traicionado a su patria. Su acción era, sobre todo un flagrante
casus belli
, el mejor de los pretextos para iniciar las hostilidades. Octavio contaba ahora con el respaldo del pueblo y el Senado. El pueblo veía cómo uno de los suyos se dejaba deslumbrar por los espejismos de Oriente y debilitaba su carácter en el estupro y el desenfreno. Los miembros del Senado preferían con creces un aristócrata como ellos a un mercenario imprevisible. Entregado a su pasión, Marco Antonio, que llevaba la vida fastuosa y perezosa de un potentado oriental, no captó ese cambio de la situación. ¡Qué le importaba Roma si tenía a Cleopatra! Sin embargo, para intentar complacer a su reina, organizó la flota más poderosa de todos los tiempos.

Pero sus soldados, romanos en su mayoría, no querían luchar contra sus compatriotas por los bellos ojos de una extranjera; enfrente tal vez tuvieran a un hermano, un amigo, un hijo. No hay peor guerra que la guerra civil, «la guerra que hace llorar a las madres», como decía Esquilo.

Para Cleopatra, el inminente conflicto entre Octavio y Marco Antonio no era más que una fachada. La verdadera guerra tendría lugar entre Roma y Alejandría, entre Oriente y Occidente. Intentó negociar con el amo y señor de la ciudad latina. La respuesta fue brutal: que entregase a Marco Antonio; después, Octavio y el Senado decidirían. Ella se negó, sabiendo que aquello significaría la rendición de los ejércitos de su amante. Egipto, entonces, quedaría inerme ante Roma.

Octavio decidió terminar de una vez. Invadió Grecia, que formaba parte de los dominios de su rival. A Marco Antonio no le quedó ya otro remedio que combatir. Acompañado por sus reblandecidas legiones y la flota de Cleopatra, atravesó el mar para enfrentarse con su enemigo ante Actium, un espolón rocoso. Era el escenario de batalla elegido por Octavio, y allí Marco Antonio quedó muy pronto rodeado por las naves enemigas. Pero incluso entonces habría podido evitar la derrota de no ser porque vio que el navío de la reina de Egipto atravesaba el cerco y emprendía la huida. Cleopatra había comprendido que su lugar no estaba entre aquellos romanos, sino en su reino, junto a su hijo. Loco de desesperación amorosa, Marco Antonio, el feroz guerrero que nunca había retrocedido ante el peligro, desertó y, separándose de su ejército y su escuadra, la siguió como un perro sigue a una perra, dejando desamparado su rebaño ante el lobo.

Los suyos se rindieron sin combatir y se sumaron a la persecución. Muy pronto el ejército romano estuvo ante los muros de Alejandría. Marco Antonio se suicidó sin haber visto de nuevo a la mujer por la que lo había abandonado todo, y sin haber comprendido que no había amado a una mujer sino a una reina.

Octavio envió a la ciudadela sitiada a uno de sus emisarios, que le hizo a Cleopatra mil y una promesas de clemencia. Ella sólo creyó una: su hijo Cesarión sería respetado y subiría al trono de los Lágidas con el nombre de Tolomeo XV, y gozaría de la protección de Roma. Cuando el emisario romano se hubo marchado, la reina sacó de su cesto la venenosa serpiente sagrada de Amón-Ra y la oprimió contra su seno. Con este gesto se convirtió en diosa e inmortal.

Donde Amr pide ayuda

—Ese Marco Antonio no sólo era un patán sino, además, un traidor —dijo Amr sin dejar de acariciar con el pulgar un pequeño astrolabio que tenía en las manos—. Sacrificaría mi vida a tu belleza, Hipatia, pero aunque fueses reina de Alejandría nunca renegaría de mi fe ni de mi patria. Por lo demás, si lo hiciese, perdería también tu estima.

—Nada de todo eso te pido, general. Sólo te suplico que respetes al más hermoso hijo de Alejandría: su Biblioteca.

—Filopon no ha terminado su historia —replicó el emir, despechado por el tono de frialdad de la muchacha—. ¿Respetó Octavio al joven Cesarión?

—No. No cumplió su promesa —respondió Filopon—. Le hizo matar. Pero fue más bien la Historia la que eliminó a ese niño, pues de nada le servían ya los Tolomeos. Egipto se convirtió en provincia romana; la República se convirtió en Imperio; Octavio se convirtió en Augusto; la Biblioteca y el Museo se convirtieron en propiedad de Roma. En adelante, el propio emperador nombró al bibliotecario, al que dio el título de «sumo sacerdote de los libros». Egipto no existía ya. Sólo la Biblioteca ha perdurado hasta nuestros días. Y Roma reinó sobre el mundo durante cinco siglos.

—Sobre «vuestro» mundo —recordó Amr—, pero no sobre el mío. Y sé que existen imperios, en levante, de donde nos llegan la seda y las especias, imperios mucho más poderosos y perennes que Roma.

—Si quieres también conquistarlos en nombre de tu Dios —dijo Rhazes con ironía—, ¡apresúrate! Muchos de mis correligionarios están ya allí, poniendo manos a la obra. Muchos cristianos, también. No hay sólo seda y especias en India y en China. También hay libros, de los cuales Alejandro trajo unos cuantos. Pero sobre todo, si quieres saber algo más sobre tus futuras conquistas, encontrarás muchos datos sobre ellos en un armario lleno de obras de los geógrafos; podrán serte muy útiles. A menos que toda Asia esté ya descrita en tu Corán.

—Pero ¡deja ya de burlarte, eterno bromista! Ayúdame más bien a convencer a mi califa. Si le cuento el abyecto fin de Marco Antonio, se afianzará en su idea de que, fuera de Arabia, todo es sólo perversión y obra del diablo. Temeroso de que mis beduinos y yo nos revolquemos en esos vicios, me ordenará que arrase vuestra ciudad.

—En ese caso, procura deslumbrarle con el destino de Augusto —dijo Filopon—. ¿Qué hombre prepotente resistiría esa tentación?

—Por desgracia, no le conoces. Su odio al extranjero y su miedo al conocimiento le sirven de fe. Lo que más codicia en el mundo son almas para convertir, de buen grado o por la fuerza; las cuenta como un avaro sus monedas. Se cree puro como el diamante; pero, para conseguir sus fines, empleará cualquier perfidia. Para que la verdadera fe triunfe, sería capaz de pactar con el diablo.

—Conozco esa clase de hombres —respondió Filopon—, porque en el pasado he sido víctima de sus maniobras. Y creo que el asunto tiene muy mal aspecto: sólo la muerte podría doblegar a Omar.

—Ayudemos entonces a la muerte —exclamó Hipatia en un tono exaltado—. También Bruto mató a César porque éste quería acabar con la República. ¿No hay entre los tuyos un soldado valiente, de mentalidad abierta, tolerante y magnánimo, capaz de hacer desaparecer a ese tirano fanático?

—Mi pueblo y mi religión son aún demasiado jóvenes, demasiado frágiles —replicó Amr con cierto embarazo—. Semejante jugada podría hacernos caer de nuevo en el paganismo y la barbarie. No, hay que intentar convencerle. Habladme de Alejandría convertida en ciudad del libro, ciudad de los cristianos y los judíos. He visto aquí tantas iglesias y sinagogas… Es la prueba de que los escritos paganos no la pervirtieron hasta el punto de convertirla en una nueva Babilonia. Amigos míos, he desempeñado el papel de abogado del diablo, y el diablo se halla en Medina. Sé que muchas obras que están aquí no contradicen las palabras del Profeta, sino que incluso a veces las confirman. Pero ¿acaso no hay libros que, mediante la blasfemia, el sacrilegio o la mentira se atreven a oponerse al mensaje divino?

—Sin duda —respondió Filopon—, ¿pero hay que destruirlos por eso? Es más fácil vencer al enemigo cuando se conocen sus artimañas y sus fuerzas. Puedo decirte, en todo caso, que no hay sacrilegio en Platón, ni blasfemia en Aristóteles. ¿Cómo podría haberlos cuando no conocían la palabra divina? Sólo pecaron por ignorancia, ya que son del tiempo anterior a la Revelación. Y desde que los estudio, yo, viejo filósofo cristiano, afirmo haber encontrado a menudo un pensamiento que refuerza mi fe en el Dios único, al igual que un romano podría hallar en Arquímedes el mejor modo de consolidar un acueducto. Estoy, por lo demás, muy lejos de ser el primero en haber emprendido semejante búsqueda. Poco tiempo antes de Cristo, un sabio judío de Alejandría llamado Filón consiguió incluir en el pensamiento hebraico, sin que hubiera contradicción con el Antiguo Testamento, la filosofía de los Antiguos. Pero Rhazes te hablará de ello mañana mucho mejor que yo.

¿Qué mosca le ha picado al anciano?, pensó el médico. Sabe muy bien que no me preocupo lo más mínimo por la metafísica. Bah, adornaré mi relato con interesantes intrigas de corte. Tal vez eso complazca a este soldado y le dé ciertas ideas.

El judío y el emperador
(
Tercer panfleto de Rhazes
)

Roma dominaba ya el Mediterráneo y ensanchaba sus fronteras cada vez más hacia el interior de sus riberas. Las riquezas del mundo convergían hacia la capital del Imperio, que las absorbía como una gigantesca esponja. Las riquezas y también los dioses. Con una especie de avidez los romanos llenaban el panteón olímpico con divinidades procedentes de Egipto, Babilonia, Fenicia, India y Aracosia. Baal fornicaba con Venus, Mitra jugaba a los dados con Júpiter, Baco brindaba con Zoroastro.

Nadie era molestado por su religión. O casi nadie. Sólo había un dios por el que no se transigía: el emperador reinante. Y una sola diosa: la ciudad, engalanada con sus grandes hombres de tiempos pasados. «Rezad, si queréis, a las piedras del camino, a vuestros antepasados en los armarios o al olivo de vuestro jardín —clamaban los pontífices—, susurrad en secreto los misterios de Eleusis o de Dioniso, pero no olvidéis nunca ofrecer sacrificios al emperador y a la ciudad».

Comprenderás entonces, Amr, que los judíos, las gentes del Libro, del que también vosotros habéis salido, cristianos y musulmanes, fueran mal vistos, incomprendidos y temidos. En efecto, ellos no podían aceptar más dios que el Único.

Palestina se había convertido en una provincia romana, la más turbulenta de todas ellas. El Sanedrín, el consejo de los sacerdotes de Jerusalén, cuidaba escrupulosamente de que se respetara la letra de la ley mosaica. Los prefectos que Roma nombraba allí (un puesto que parecía destinado a quienes habían caído en desgracia), preferían mostrarse lo más discretos posible. Evitaban sobre todo mezclarse en las incesantes disputas entre los rabinos, defensores del más estricto respeto de las leyes mosaicas, y la juventud urbana y culta, que se sentía atraída por los encantos de la literatura y la civilización helenas. El más conocido de estos prefectos era Poncio Pilato. Pero los representantes de Roma no siempre eran tan prudentes como él. Algunos, deseando hacer méritos ante el emperador, se mostraban muy activos. Uno de ellos decidió, por ejemplo, erigir una estatua de Octavio Augusto en la explanada del templo, para obligar a los judíos a rendirle culto. Lo único que logró con ello fue coaligar contra él a toda la población y provocar un levantamiento general. La consiguiente represión fue espantosa y se hizo extensiva a todos los lugares del Imperio donde hubiera comunidades judías en el exilio.

Estas colonias judías se habían establecido en gran número por todo el contorno del mar, en Partía, en Media, en Elam, en Mesopotamia, en Capadocia, en el Ponto, en Frigia, en Panfilia, en Creta y en tu Arabia natal. Las había hasta en la India, tal vez descendientes de antiguos soldados de Alejandro. Otros habían acompañado a sus vecinos fenicios, y después a los griegos, hasta sus factorías de Iberia, Lusitania, Sicilia y la Galia. La más reciente y miserable de estas colonias estaba en Roma; la más opulenta, en Alejandría.

Filón provenía de una gran familia judía de Egipto. Algunos afirmaban que sus ancestros habían seguido a Alejandro desde Palestina para fundar la Ciudad. Otros decían que pertenecía al grupo de los Setenta que Tolomeo Soter había llamado para traducir la Torá. En cuanto a los enemigos de Filón, los piadosos rabinos a quienes él llamaba con sorna «los barbudos con manto», aseguraban que sus antepasados eran parte integrante de aquellos hebreos renegados que se habían negado a huir con Moisés para continuar sirviendo al Faraón… La maldad es peor aún cuando se alía con la tontería, algo que sucede a menudo.

Antigua o no, la familia de Filón era, en todo caso, muy rica. Su hermano, gran terrateniente, había proporcionado el oro y la plata destinados a cubrir las puertas del nuevo Templo de Jerusalén. Por aquel entonces, en Alejandría todos los judíos tenían los mismos derechos que los griegos de la Ciudad, y estaban libres del impuesto capitular que sólo pagaban los egipcios. Ya fueran armadores, comerciantes, artesanos o campesinos, los judíos eran despreciados por los griegos, para quienes el trabajo era incompatible con sus orígenes aristocráticos. Los egipcios, por su parte, les envidiaban por su prosperidad.

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