Read El incendio de Alejandría Online
Authors: Jean-Pierre Luminet
Tags: #Histórico, #Divulgación científica
Afortunadamente, hay otros amantes de los libros distintos a esa gente ávida de vanagloria: todos aquellos para quienes leer es un gozo profundo, una búsqueda de la sabiduría o una herramienta de trabajo. Pero que éstos cediesen su biblioteca era harina de otro costal. Entonces, como Tolomeo le había pedido, Demetrio llamó a Alejandría a todos aquellos sabios y eruditos, para que vivieran y estudiaran en el seno del templo de las Musas. Nada trabaría su libertad de investigación, ni la religión ni la política. Sólo ponía una única condición: que no vinieran solos, sino con sus libros. Y no sólo dispondrían de sus propios volúmenes sino que podrían utilizar a su guisa todos los demás.
Los eruditos afluyeron en masa, sus discípulos les siguieron, y también lo hicieron todos los que estaban ávidos de aprender o de descubrir por sí mismos las maravillas del mundo. Así se constituyó la mayor Biblioteca del mundo.
Cada vez que los asuntos de la guerra y del gobierno le dejaban algún tiempo libre, Tolomeo Soter acudía a la Biblioteca, tomaba familiarmente a Demetrio del brazo y lo llevaba hacia el peripato, por donde caminaban charlando largo tiempo, a imitación del maestro de ambos, Aristóteles… Y lo mismo te invito yo a hacer ahora, Amr, al igual que a nuestros jóvenes amigos. El ejercicio de andar suelta la lengua y las ideas, mientras que la posición sentada es la de un hombre encogido sobre sí mismo, como para guardar con egoísmo lo que tiene en su interior.
Tolomeo y Demetrio caminaban así, con frecuencia acompañados de uno de los sabios cuya presencia el rey había solicitado. La primera pregunta del monarca era siempre la misma:
¿Cuántos libros tenemos ahora, amigo Demetrio?
Tras dos años de colecta, el bibliotecario le respondió:
—Cincuenta y cinco mil muy pronto, señor, pero he oído decir que quedan todavía muchos entre los etíopes, los indios, los persas, los elamitas, los babilonios, los asirios, los caldeos, los fenicios y los sirios.
—¿Y cuántos crees tú que habrá en el mundo?
—A fe que no lo sé en absoluto. Pregúntaselo más bien a Euclides.
Y al decirlo se volvió hacia el joven que les acompañaba en silencio. Euclides no debía de tener más de veinticinco años. Además de ser joven y apuesto, era el mayor matemático que el mundo había conocido nunca.
No te extrañe, Amr. Es una idea común imaginar que los sabios son todos como yo. Un anciano tembloroso y caduco, calvo, con la barba gris, la mirada turbia y enrojecida por excesivas penas, la espalda encorvada por tener que cargar con un exceso de saber, un hombre que nunca ha amado, nunca ha reído, nunca ha cantado. Contempla, sin embargo, la belleza de mi sobrina. Inventar, comprender, arriesgarse a exponer proposiciones, hipótesis y axiomas sobre la disposición del mundo, con una mirada nueva y cierta inconsciencia es cosa de la juventud. Después… Pero Hipatia te hablará de Euclides mucho mejor que yo, cuando llegue el momento.
Así pues, el joven y apuesto Euclides soltó la carcajada y dijo:
—¿Cómo quieres que te lo diga? Sería preciso primero que yo supiese cuántas lenguas hay en el mundo, y cuántas escrituras para transmitirlas. Y eso me preocupa menos que la virginidad de Atenea…
—Dame al menos una cantidad aproximada.
—En estos momentos, a orillas del Indo, un poeta escribe la última palabra de su epopeya, mientras en Siracusa un geómetra inicia un tratado de arquitectura. Hay sin duda tantos libros en el mundo como astros en el cielo. Cada noche se descubre uno nuevo.
—¿Y cuántas estrellas hay en el cielo? Algo molesto, aunque negándose a reconocer su ignorancia, Euclides replicó:
—Los discípulos de Pitágoras se reconocían entre sí gracias a una estrella de cinco puntas, pues el cinco es el número nupcial, el de la armonía. Así pues…
—Así pues —le interrumpió el rey—, fijaremos en quinientos mil el número de libros que deben adquirirse. ¿Te parece razonable este objetivo, Demetrio?
—Añadiré el que hará quinientos mil y un volúmenes, señor, tu
Historia de Alejandro
, que, según me has dicho, está casi terminada.
No vayas a creer, Amr, que Tolomeo era uno de esos ricos vanidosos de los que te he hablado hace un rato y que amontonaban los libros sólo por prestigio. A su modo, era un conquistador. Pero, al contrario que Alejandro, no quería apoderarse de las naciones en su propio beneficio, sino que al adueñarse del universo del pensamiento, quería mostrarse su digno heredero. Todo el saber del mundo que iba recogiendo, según esperaba, estaría al alcance de quienes desearan conocerlo. A diferencia de Alejandro, que quería ir a buscar el sol cuando se levantaba, Tolomeo aguardaba en su ciudad al astro del día en su cenit. Sus hijos y sus sucesores se verían arrastrados por el movimiento que él había iniciado. Su dinastía tendría que proseguir la tradición que él había instaurado. Algo que parece el efímero capricho de un déspota se convirtió así en un gran designio: Soter logró que su ciudad brillara con una claridad intensa, la luz benéfica de la ciencia, que es la luz divina.
—Hablabas de la ciudad ideal que Aristóteles soñaba —dijo Amr contemplando la seca alberca en el centro del peripato—. Sin embargo, Mahoma hizo de La Meca nuestra ciudad sagrada. Alejada del mar y de sus tentaciones mercantiles, viviendo de sus propias riquezas, La Meca es lo contrario de lo que tu filósofo imaginó. ¿Qué podría pues enseñarnos Aristóteles a nosotros, los musulmanes?
—Aristóteles afirmaba que el buen gobernante debía siempre sopesar la medida, lo posible y lo conveniente.
—¿Y en qué se adecuaba la Biblioteca de Tolomeo al pensamiento de su maestro?
—Reunir los libros de todos los pueblos del mundo permitía comprender mejor a esos pueblos, y de ese modo mantener con ellos relaciones comerciales muy lucrativas.
—¡Pero poseer tantos libros como estrellas hay en el cielo! Nada conozco más desmesurado, imposible e inconveniente a los ojos del Eterno.
—Los libros sirven, ante todo, para la instrucción. Aristóteles decía que la mejor de las ciudades era aquella que, por medio de la educación, inculcaba la virtud a los ciudadanos.
—Eso supone que los propios gobernantes sean virtuosos.
—Acabas de pronunciar, casi textualmente, las palabras del Filósofo. Tolomeo Soter era tan virtuoso y sabio como los reyes del Libro, David y Salomón.
—Blasfemas, anciano. David y Salomón escuchaban la palabra divina. Obedecían las órdenes del Todopoderoso.
—¿Sabes —intervino Rhazes al ver que la conversación tomaba un peligroso giro—, sabes que Tolomeo Soter había leído el Libro sagrado común a nuestras tres religiones, aquel que nuestros amigos llaman el Antiguo Testamento y nosotros dos, la Torá? Tolomeo lo hizo incluso traducir al griego, lo que provocó un milagro.
—No te creo, judío, pues formas parte de ese pueblo del que el Profeta dijo que había alterado aposta la palabra de Dios tras haberla escuchado.
—Rhazes dice la pura verdad —exclamaron a coro Filopon e Hipatia con tal acento de sinceridad que Amr quedó sorprendido.
—Tal vez mi juicio sea algo brutal —admitió—. Pero ¿por qué vosotros, los hebreos, consideráis tan a menudo la fe de los musulmanes (que creemos en el mismo Dios que vosotros) una ingenuidad o, peor aún, una tontería? ¿Acaso porque somos sólo un pueblo de pastores y de nómadas, gente pobre e ignorante que tiene como único templo las arenas del desierto?
—No te sabía tan pobretón, maese mercader —intervino irónicamente Hipatia—. Cuando venías aquí, antaño, tus ciento veinte camellos no llevaban espada ni Corán, sino hermosas piezas de seda y suaves bastoncillos de incienso. Por lo que a tu ignorancia se refiere, ¿no acabas de probarnos, durante toda esta disputa, que es muy relativa?
—¡Pérfida mujer! —exclamó Amr riendo—. Ora burlona, ora halagadora… ¿Piensas vencerme con semejantes argumentos?
—No intentamos vencerte —repuso la muchacha con gravedad—, sino convencerte. Convencerte de que quien destruyera estos lugares sería el peor de los criminales, ante Dios y ante los hombres. A Tolomeo le apodaban «Soter», el Salvador, pues más de una vez sacó a Alejandro de algún mal paso. Pero yo digo que merecía ese calificativo, sobre todo, porque salvó todo el saber del mundo en una época en la que reinaban las guerras y las devastaciones.
—¿Crees, pues, que el porvenir de los pueblos se construye sobre las adquisiciones del pasado?
—Es cierto, y al respetar la Biblioteca tú también podrías llevar merecidamente ese hermoso sobrenombre: Amr el Salvador.
—El antiguo mercader que soy prefiere construir que destruir. Pero, lo repito, vuestra Biblioteca me hace pensar en la torre de Babel. Reunir todos los escritos del mundo es un crimen tan grande como querer llegar al cielo. ¿No se dice en vuestra Biblia que, para castigar a los hombres por esa pretensión, el Altísimo los dispersó por la superficie de la tierra y embrolló su lengua común para que no se entendieran ya unos a otros?
—El Libro se divierte a veces con las palabras —intervino Rhazes—. En hebreo, el nombre «Babel» y el verbo «embrollar» se dicen del mismo modo.
—¿Me estás hablando de juegos de palabras? Si el Libro es la palabra de Dios, dice una sola verdad.
—Eso es, precisamente, lo que quería demostrar cuando te he hablado de la traducción de la Torá al griego. Permite que te cuente el milagro de la Biblia de los Setenta.
—Sea, pero mañana. Y tendrás que ser elocuente, pues no estoy seguro de que tu relato sepa convencerme.
Que pueda, sobre todo, convencer a Omar, pensó el emir mientras los tres alejandrinos se retiraban inclinándose ceremoniosamente. ¿Se atrevería entonces Omar a reiterar el crimen que le atribuyen, quemar los últimos escritos del Profeta?
Cada vez más, los textos afluían a Alejandría, escritos en numerosas lenguas: siriaco, persa, egipcio, sánscrito y muchas más. Sólo el hebreo faltaba. Los encargados de la Biblioteca ignoraban incluso la existencia de tal idioma, convencidos de que la lengua de los judíos era el arameo. En efecto, el hebreo, una lengua escrita, es también una lengua sagrada. Además, inspiraba gran desconfianza ese pueblo que adoraba a un dios único y rechazaba cualquier concesión a las religiones idólatras.
Por aquel entonces, pues, Tolomeo quería extender por su reino el culto greco-egipcio de Serapis, deseando unir en una misma creencia las dos comunidades sobre las que reinaba. Aprecia, Amr, esa lección de civilización, cuyo principal componente era la tolerancia religiosa. Nunca el rey pretendió extirpar por el fuego y la espada la singular idolatría que los egipcios sentían por los animales. Naturalmente, dar pan con miel a un cocodrilo o adorar a una vaca les parecía pasmoso a los griegos. Pero, a fin de cuentas, Zeus, el señor del Olimpo, había tomado una apariencia animal para seducir a Io. Se decidió pues que los dioses griegos y egipcios cohabitaran sin combatirse. En vez de oponerse, estarían yuxtapuestos. Alejandro, por lo demás, había dado el ejemplo: se había proclamado hijo de Zeus y Amón, dios egipcio con cabeza de carnero. Su sucesor, Tolomeo, decretó hábilmente otros matrimonios, como el de Dioniso y Osiris, dioses masculinos refundidos en una sublime diosa: Serapis.
El rey no impuso a nadie este nuevo culto, pero muchos individuos halagadores y ambiciosos lo adoptaron con fervor. Entre ellos, el fundador del Museo, Demetrio. Se convirtió de inmediato y ofició en las ceremonias.
Cierto día, el rey deambulaba por los corredores de la Biblioteca. En ausencia de Demetrio, iba acompañado por Aristeo, un oficial judío encargado de la vigilancia del edificio. Como de costumbre, Tolomeo preguntó el número de libros que se habían adquirido.
—Oh rey, casi cien mil. Pero hay libros sagrados que no poseemos, que hablan de un Dios único y universal, en Jerusalén y en Judea.
Tolomeo ordenó de inmediato que aquella Torá fuese traducida al griego, como todos los demás libros, por los mejores doctores y rabinos.
Ahora bien, Demetrio no lo tuvo en cuenta. Por primera vez, no cumplió la misión que le había confiado el rey: reunir, traducir y analizar todos los libros del mundo, porque temía que la difusión de esta religión monoteísta resquebrajara seriamente el culto oficial de Serapis, en uno de cuyos sumos sacerdotes se había convertido. Sabía también que el populacho egipcio odiaba a los judíos, muy numerosos en Alejandría, con un viejo rencor que databa sin duda del Éxodo. Le parecía pues inútil provocar, por un favor demasiado evidente hecho a la religión judía, uno de esos motines que sacudían periódicamente los arrabales y las campiñas.
Pero, sobre todo, el dueño del Museo no podía confesar la verdadera razón de su desobediencia: a pesar del juramento que había hecho al huir de Grecia, la tentación de la política había vuelto a apoderarse de él. En vez de consagrar toda su vida a su misión, empezó otra vez a intrigar, entrometiéndose especialmente en la sucesión de un Tolomeo que envejecía.
La primera esposa de éste era Eurídice, hija de un general que guerreó a las órdenes de Alejandro y que se había convertido en regente, en Macedonia, de los tarados retoños del Conquistador. Del matrimonio de Eurídice y Tolomeo habían nacido cuatro hijos, pero eso no impidió que yerno y suegro batallaran entre sí hasta la muerte de este último. Cuando Tolomeo conquistó Cirenaica, para sellar la unión de Egipto con esta nación se casó con Berenice, hija de un señor del lugar.
Berenice adquirió muy pronto gran influencia en Alejandría, mientras que Eurídice, mujer apagada, se vio reducida poco a poco a un papel secundario. Tenía, claro está, sus partidarios, y Demetrio era uno de ellos. Sin embargo, Berenice dio a luz a un varón al que el rey llamó Tolomeo, designando así, de un modo evidente, a su sucesor.
Demetrio intentó disuadir de ello al rey y demostró su preferencia por el mayor de los hijos de Eurídice; en su arrogancia de griego, no podía imaginar que algún día reinara en Alejandría un bárbaro, un advenedizo de piel oscura. Tolomeo reaccionó con excesiva sequedad y ordenó a su viejo amigo que se ocupara solamente de sus papiros. Desde entonces, el bibliotecario comenzó a esperar la muerte del rey a fin de convertirse él mismo en regente, eliminar a Berenice y a su hijo, y luego poner en el trono al primogénito de la primera reina, un verdadero griego. Entretanto, rechazó la proposición de Aristeo, creyendo, con razón o sin ella, que Berenice profesaba la religión del Libro.