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Authors: Patricio Sturlese

El inquisidor (44 page)

BOOK: El inquisidor
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—Perdonad, Giulio, pero ¿podríais decirnos cómo vais a conseguirlo? No vemos que nadie os acompañe —dije con una media sonrisa señalando hacia el pasillo oscuro en el que ni un alma se apreciaba.

—Avisaré al almirante Calvente. Creedme, Excelencia, a pesar de todo lo que le hayáis dicho, él jamás os dejará desembarcar si lo informo de que habéis liberado a los prisioneros y planeáis huir. No creo que el almirante os siga el juego en estas condiciones, no sería lógico que quisiera ser cómplice de una conspiración y ser procesado por ella, destituido y quién sabe qué más. Perdonadme, hermano DeGrasso: no entiendo vuestra conducta, en verdad que no la entiendo. Tal vez en otra ocasión podáis explicarme por qué uno de los inquisidores mejor considerados de Italia se convierte en un hereje y en un ladrón. ¿Qué demonios os ha sucedido? Sea lo que fuere, de verdad que me tiene intrigado, pues no concibo que alguien quiera destruirse como lo habéis hecho vos.

Mientras pronunciaba estas palabras, el notario empezó a retroceder de espaldas, buscando la protección de las sombras. Si se iba, todo estaba perdido. Por eso Xanthopoulos tomó la iniciativa y en tres largas zancadas se abalanzó sobre el notario, derribándolo. Los jadeos y gritos roncos acompañaron al forcejeo. Xanthopoulos sacudía a Évola agarrándolo del hábito con la furia de un toro mientras el notario se defendía hundiéndole al griego sus pulgares en los ojos. El dolor hizo que liberara a Évola de su abrazo, momento que éste aprovechó para morderle la nariz, de la que comenzó a manar sangre en abundancia.

Tami dejó los libros sobre un barril y arremetió contra el napolitano propinándole una patada en las costillas. El golpe lo separó de Xanthopoulos, pero estuvo muy lejos de dejarlo fuera de combate. Tami volvió a atacar al notario dándole un puñetazo en el rostro aprovechando que éste se agarraba el costado allí donde el dolor de la patada se volvía insoportable. Cuando se incorporó, tenía la daga en la mano y se la clavó a Tami en el pecho hasta la empuñadura. Giorgio buscó el apoyo de un barril y entrecerró los ojos. El mango en forma de crucifijo asomaba a la altura de sus costillas, en el lugar donde Cristo recibiera la lanzada. Évola parecía haber tomado el control; el mastín de la Iglesia había mostrado sus dientes. Vencido el jesuita, Évola se dirigió hacia Nikos y le dio un nuevo mordisco, esta vez en una mejilla, con claros deseos de llevarse un pedazo de carne y mutilar a su adversario. El griego intentó como pudo que aflojara, pegándole reiteradamente en el vientre. Era hora de intervenir. Miré a mi alrededor y encontré un madero lo suficientemente grueso, corrí hacia el notario y le asesté un golpe en los riñones. Évola soltó a Xanthopoulos y se quedó quieto antes de volverse hacia mí. La visión terrorífica de su rostro y su boca manchados con sangre ajena fue excesiva. Mi brazo se soltó de nuevo en un golpe brutal contra su cara. El notario no lo soportó, ni siquiera chilló, y se desplomó sobre las aguas sucias del pantoque. No volvió a moverse.

Xanthopoulos surgió de la oscuridad con el rostro bañado en sangre y se dirigió directamente hacia el jesuita, el peor parado de la pelea. Tami intentaba sacar de sus entrañas el mortífero metal, sin conseguirlo.

—Tranquilo, no es nada —susurró Nikos mientras examinaba la herida.

Tami respiraba entrecortadamente, pero permanecía sereno.

—Intento sacarlo, mas no puedo. Me faltan agallas —dijo el jesuita en un susurro.

—No hables. Déjamelo a mí —le contestó el griego.

Y tomando mi pañuelo envolvió el mango de la daga, apoyó su rodilla en el pecho del jesuita y mirándole a los ojos para tranquilizarlo, de un sólo tirón extrajo el metal y lo arrojó con rabia al interior de la celda.

El rostro de Tami se deformó en una mueca de espantoso dolor y luego el jesuita se desmayó. Poco después había recuperado el color. Nikos utilizó su camisa para vendarlo, y con aquella cura de urgencia Tami pudo ponerse en pie.

Xanthopoulos y yo arrastramos el cuerpo de Évola al interior de la celda y cerramos la puerta con llave. Después subí al lugar donde se encontraban los soldados para pedirles que se quedaran allí hasta mediodía, sin acercarse al pantoque y sin hacer caso de los gritos que de allí provinieran. Ellos me miraron con una mezcla de respeto y pavor, pues pensaron que el inquisidor iba a usar sus instrumentos con los prisioneros. Mientras tanto, Nikos, con Tami a cuestas, abandonó la bodega por la escalera de proa para dirigirse al lugar donde esperarían la llegada a puerto.

Casi una hora más tarde, con las primeras luces del alba, el puerto de Sevilla nos saludó envuelto en bruma. Las gruesas amarras tocaron tierra y nuestras esperanzas las acompañaron. Mi estrategia, a pesar de las complicaciones, parecía dar los primeros resultados.

Capítulo 52

Un práctico de la Aduana de Sevilla subió al barco para averiguar el porqué de nuestra aparición, cuestión que le explicó personalmente el almirante Calvente. Con el permiso para desembarcar, envié recado al nuncio para que supiera que estábamos en Sevilla. Tres horas después, un enviado de la nunciatura se personó en el barco para aclarar la situación.

—Excelencia DeGrasso, ¿cómo es que habéis atracado en Sevilla? Hace meses que se os espera en Roma. ¿Por qué os habéis desviado tanto de vuestro rumbo?

—Sucedieron a bordo varios incidentes de gravedad que no voy ahora a contaros con detalle y que me obligaron a tomar la decisión de atracar en Sevilla. Quisiera que enviarais una carta al Santo Oficio de Roma anunciándoles que no me demoraré más de lo que tarde el transporte desde aquí y que su paciencia será recompensada pues la comisión que me encargaron ha sido un éxito.

El enviado del nuncio me miró con asombro.

—De acuerdo, Excelencia. Estamos al tanto de la importancia de la comisión y del interés personal que el Santo Padre ha depositado en ella. Enviaré la carta en el próximo barco y prepararé un carruaje para su partida inmediata.

—Que sea lo antes posible —insistí.

—Así será. Mientras tanto, ¿deseáis descansar en la nunciatura? Vuestra Excelencia y el notario que os acompaña...

—No es necesario —le interrumpí—. Ya descansaré durante el viaje, no quiero perder tiempo. Además, he de daros una triste noticia. .. —El enviado del nuncio me miró con atención—. Mi notario falleció durante el viaje...

—¡Santo Cielo! —exclamó horrorizado—. ¿Qué le sucedió?

—Malaria —mentí—. Os pido que se lo comuniquéis a las autoridades de la aduana para que nadie, excepto yo, desembarque hasta que un médico lo autorice.

—Entiendo. Lo haré ahora mismo ya que urge vuestra partida; mientras tanto podéis acudir a la nunciatura para explicar los pormenores de la muerte de vuestro notario —dijo el enviado del nuncio.

—Imposible —negué—. Ya lo haré en Roma. No hay tiempo para detalles, vos sabéis lo impaciente que está el Santo Padre por recibir noticias mías. Debo partir cuanto antes, así que agilizad en lo posible mi viaje con un pase especial de la nunciatura que me permita abandonar el barco rápidamente.

—Tenéis razón —dijo aquel hombre y allí mismo, en mi camarote, redactó y selló mi pase, y mientras lo hacía, le miré aliviado. Camino de Italia mis posibilidades de escapar se multiplicarían, sólo debía esperar el momento adecuado.

Todo mi plan parecía funcionar a la perfección hasta que sonaron aquellos golpes en la puerta de mi camarote y, sin esperar respuesta, el capitán Martínez entró en él con una escolta de seis hombres y junto a un oficial del puerto. Sus caras mostraban la gravedad del asunto que les había llevado a visitarme. Y alguien más entró tras ellos: Évola.

Mi notario me señaló mientras vomitaba toda la verdad ante el enviado del nuncio y los soldados, que no daban crédito a sus oídos. El enfrentamiento fue devastador, estaba claro que yo mentía puesto que poco antes había asegurado que Évola había muerto. No tenía palabras para eludir sus graves acusaciones de traición y confabulación contra Roma, aunque mi cargo era lo bastante relevante para detener los primeros ataques. No me permitieron abandonar el camarote, pero nadie se atrevió a detenerme ni a ponerme grilletes. No hasta que llegara el nuncio en persona para hacerse cargo de mí, cosa que sucedió cerca ya de mediodía.

El nuncio papal era un anciano venerable que me saludó con una cortesía exquisita y con igual atención me pidió que lo escuchase, pues ya había sido informado de todo el asunto antes de llegar al barco.

—Excelencia DeGrasso, debo deciros que no admitiré ningún descargo por vuestra parte puesto que ya he examinado la situación y no tengo otra opción que enviaros a Roma donde tendréis tiempo de elaborar una defensa en vuestro favor. Espero que, por vuestro cargo, sepáis entender mi decisión —dijo el nuncio lavándose las manos, algo que yo esperaba y que era para él la salida más fácil. Mi caso estaba cerrado, no quedaba otra opción que el agónico viaje a Roma.

—¿Qué os ha obligado a tomar esta decisión? —pregunté de todas formas para seguir ganando tiempo.

El anciano acarició su anillo mientras lo miraba con una expresión triste antes de contestar.

—La acusación que sobre vos recae no es despreciable. He verificado vuestra petición de cambio de rumbo al almirante; sobre vuestra mentira acerca de la muerte del notario, no hay mucho que decir, ¿verdad? Es lamentable. Y también he podido comprobar que ni los herejes que debían ser juzgados en Roma ni el «objeto» de vuestra comisión están ya en el barco...

—¿No están ni los herejes ni los libros? —le interrumpí con una excitación llena de esperanza.

—No.

En mi interior suspiré aliviado pues les creía tan atrapados como yo. Su destino había sido más sencillo que el mío. Este inquisidor había fallado, había perdido contra todo pronóstico. No así sus herejes. El nuncio continuó:

—Hay un testigo que afirma haber llevado en su carruaje a dos forasteros a primera hora de la mañana. Según él, uno estaba herido y murmuraba en acento italiano. El otro estaba lastimado en la nariz y portaba un grueso envoltorio de cuero. ¿Os resulta esto familiar, Excelencia?

Sabiendo que los libros parecían estar a salvo, hice ejercicio de mi derecho al silencio. De nada servía ya seguir hablando pues no conseguiría desviarme de mi camino a Roma.

—No haré ninguna declaración. Las reservaré para Roma —dije, y el nuncio asintió.

Ya no podía hacer uso de mi influencia como inquisidor, ni defenderme recurriendo al derecho canónico. Aún me quedaba un recurso, un último madero al que aferrarme para no perecer ahogado en el naufragio. El anciano Abelardo Pérez Antuña era nuncio papal desde hacía quince años. Su capacidad diplomática y sus contactos políticos le habían mantenido en el cargo. Por eso me permití utilizarle como tabla de salvación.

—¿Existe alguna posibilidad de que pueda quedarme en España?

—En materia eclesiástica ninguna. Tenéis un asunto pendiente con la Santa Sede y no hay ninguna razón para que se os retenga aquí a menos que algún obispo osado desee acogeros en su jurisdicción. Nadie querrá buscarse problemas.

—Seguro, pero ¿y si alguna autoridad civil decidiera retenerme?

—Eso sería distinto, ahí podríais tener una oportunidad... ¿Por qué lo preguntáis?

—Es necesario que me quede aquí por un tiempo —dije, sin querer explicar demasiado.

—¿En qué raro asunto estáis metido, Excelencia? —me preguntó el nuncio mirándome intrigado.

—En uno que necesita tiempo para ser esclarecido.

—¿Y conocéis a alguien lo suficientemente poderoso para resguardaros del Santo Oficio? —me preguntó el nuncio.

—Sí. Sólo necesito hablar con él.

—¿Puedo preguntaros de quién se trata?

—Es un marqués, un marqués muy ligado a la hija predilecta del rey, Isabel Clara Eugenia. Ella podría retenerme y garantizar mi seguridad. ¿Os parece poco aval? —expliqué triunfante.

El nuncio me miró entre compasivo y extrañado y continuó:

—Es lógico, no lo sabéis. Tanto tiempo lejos y en alta mar...

—¿Saber qué? —exclamé asustado.

—Excelencia DeGrasso, en verdad habríais logrado lo que pretendéis con vuestro querido marqués, pero la suerte no os acompaña...

—¿Por qué decís eso? —pregunté mientras mi corazón comenzaba a latir con fuerza.

El nuncio suavizó su voz y musitó:

—Nuestro rey, Felipe II, ha fallecido.

—¿Ha muerto el rey? ¿Cuándo?

Mis esperanzas se rompieron como copa de cristal.

—Ayer domingo, 13 de septiembre, en el monasterio de El Escorial. Lamentablemente el reino está descabezado, y mientras dure el luto y se corone a su hijo, vos no obtendréis suficiente atención para vuestro problema. Ni siquiera el marqués será escuchado.

No había más que decir. Ya no tenía escapatoria, Felipe II había muerto y con él mi última esperanza. Esa misma noche embarqué hacia Genova.

Pocos días más tarde comenzaría mi calvario. La Inquisición castigaría duramente mi traición. Sus lobos pelearían por mis despojos. Querían respuestas y querían dolor. La angustiosa sensación de la muerte, rondándome, se apoderó de mí.

Cuarta Parte: Aquelarre
El yugo
Capítulo 53

Durante mi viaje por el Mediterráneo, mi cargo fue respetado y, aunque prisionero en mi camarote, dispuse de todas las comodidades que a otros acusados se les niegan, como papel, plumas y tinta, y la misma comida que se servía en el comedor de oficiales. Era otoño, hacía frío y yo echaba de menos aquella primavera y aquel verano que había pasado por primera vez fuera de mi tierra.

El 20 de septiembre, en el puerto de Genova, me esperaba la comitiva enviada desde Roma. El capitán Martínez les entregó una carta firmada por el nuncio papal de Sevilla en la que se ordenaba entregarme a la justicia eclesiástica de la Santa Sede, en definitiva, al cardenal Iuliano. Allí perdería todos mis privilegios, sólo vería el gris monótono del encierro, sentiría la humedad de la celda y escucharía los lamentos de mi propia garganta. Ya no sería espectador ni juez, sino reo. Durante los dos días que tardamos en llegar a Roma, sólo un pensamiento desgarrador ocupó mi mente: me habían comunicado la noticia de que el padre Piero Del Grande había muerto. Su asesinato había causado un gran revuelo en Genova y, por supuesto, sospechas cruzadas entre las dos órdenes, capuchinos y dominicos. Me causó una inmensa tristeza y una gran postración. Mi querido maestro había muerto, mi guía, mi padre espiritual y también la razón principal de mi inclinación hacia la
Corpus Carus
había desaparecido. Estaba seguro de que Del Grande era aquel Gran Maestre cuyo nombre nadie quería pronunciar. No sabía nada sobre el destino de Tami y Xanthopoulos. Y estaba en Roma y no podía ver a Raffaella... ¿Me habría dado por muerto? ¿O estaría convencida de que la había abandonado...? Confinado y sin ánimos, sólo me quedaba esperar la visita de algún emisario del cardenal. Pero no llegó ninguno.

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