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Authors: Patricio Sturlese

El inquisidor (47 page)

BOOK: El inquisidor
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—No lo creo, Excelencia. Como notario fui un buen inspector.

—¿Inspector de quién?

—De la Iglesia, hermano —afirmó Évola sonriendo.

Aquel gesto dulce se volvía terrorífico en ese rostro desfigurado, pues en la mitad maltrecha de su cara, la sonrisa se transformaba en una mueca grotesca.

—Puede que esa labor de «inspector», como vos la llamáis, os absuelva a los ojos de la Iglesia de ser el autor de los horribles crímenes cometidos a bordo cada vez que rompíamos uno de los lacres. Sois un asesino.

—Asesino es quien mata por razones terrenales. No os confundáis.

—No hay justificación que valga para el asesinato, hermano Évola.

—También el rey David mató y sin embargo fue el elegido de Dios.

—El rey David y vos pagaréis por ello —afirmé desafiante.

—También vos sois asesino, habéis matado a más de cien personas —contraatacó Évola.

—¡Yo no asesiné! —exclamé exaltado—. Sentencié para proteger la integridad de la fe, no queráis tergiversar los hechos.

—Bien. Veo que ahora nos entendemos. Para vos vuestros asesinatos fueron por Cristo, lo mismo que para mí los míos. ¿Cómo podremos llamarlos? «Baños de sangre santificados», ¿os parece buena definición?

Decidí no responder pues aquella conversación se iba a transformar en dos monólogos enloquecidos. Pero seguí preguntando.

—¿Tanto miedo tenéis a la
Corpus Carus
? ¿Tanto teméis que posean los libros? ¿Por qué, si ellos no son contrarios a nuestra fe?.

—La
Corpus Carus
es más antigua de lo que creéis —explicó aquel ser deforme—. Desde el Medievo se ha visto beneficiada por el beneplácito de ciertos prelados y por eso ha podido permanecer oculta. Una masonería dentro de la Iglesia no es buena, menos cuando intenta controlar su funcionamiento colocando a sus hombres en puestos claves dentro del orden eclesiástico.

—Sigo sin saber por qué le tenéis tanto miedo... —repliqué.

—Tememos que sean atraídos por las tinieblas... —afirmó Évola, enigmático.

—¿Tinieblas? ¿Acaso conocéis a alguno de sus miembros para considerarlos «tenebrosos»?

—El padre Piero Del Grande, por ejemplo —dijo Évola—. Vuestro maestro espiritual.

—Si hubieseis tenido el privilegio de haberle conocido sabríais que esa acusación carece de fundamento.

—Él era un
Corpus Carus
—afirmó Évola.

—Él era un buen hombre —dije.

—No me gusta festejar los infortunios, pero en el caso de vuestro maestro, doy gracias al Cielo por su muerte.

Una cólera incontenible me subía de las entrañas. Controlándola a duras penas contesté con desprecio:

—Nada cambia que ya no esté. Sus enseñanzas continúan en sus discípulos.

—¡Claro que importa que ya no esté! Él era un excelente propagador de su doctrina y les será muy difícil sustituirle...

—Quizá no ha muerto, quizá la
Corpus
fingió su muerte para protegerlo y ahora está escondido en lugar seguro, esperando el momento de regresar para... —Me interrumpí al ver la expresión que tenía Évola: me miraba incrédulo y con cierto dejo de lástima.

—Ha muerto, os lo aseguro... Fui yo quien le mató —afirmó Évola con toda su sangre fría. Su confesión me dejó atónito y él aprovechó para disfrutar con mi sufrimiento—. El pobre estaba demasiado ciego para defenderse y hasta me habló mientras le cortaba la garganta. Murmuró: «La Iglesia os pedirá cuentas». Cayó sobre sus rodillas en el suelo de la alcoba y se retorció mientras la vida se le iba con la sangre que brotaba a borbotones de su cuello. He de confesaros que fue un instante amargo para mí, era penoso ver cómo sufría.

No le dejé continuar; me puse de pie empujado por una ira infinita e intenté arremeter contra el napolitano, que previendo mi reacción había venido armado.

—¡Deteneos! ¿Qué intentáis hacer? —gritó mientras sacaba su daga de una de las mangas del hábito y la colocaba frente a mi nariz, obligándome a calmar mi genio—. ¿Os duele la verdad? —continuó—. ¡Sentaos! Ha corrido ya demasiada sangre para que ensucie mi puñal con la vuestra.

—¿Habéis venido a contarme cómo matasteis a mi maestro? —pregunté mientras lentamente volvía a mi lugar—. ¿Para vengaros de mí? ¿Es eso lo que queréis? ¿Venganza?

—Ya os lo dije: he venido a negociar.

—Debí haberos golpeado con más fuerza en el barco. Debí haberos matado. Habría, hecho un gran bien al mundo.

—Seguro que debisteis hacerlo, era la única manera de deshaceros de mí y de no verme ahora ante vos. Vamos a hablar, hermano DeGrasso —dijo Évola mientras escondía de nuevo su daga.

Oculté el rostro tras mis manos. Aquello era insoportable. Tenía que seguir hablando con el asesino de mi bien amado Piero; él era mi interlocutor, aquel ser repugnante, deformado y cruel.

—De acuerdo, Évola. Os escucho.

—Me he tomado el trabajo —comenzó Évola— de investigar en vuestra vida privada y he encontrado algo que puede que para otros sea insignificante... A mí me parece que puede colocaros entre la espada y la pared...

—¿Podéis reducir vuestra verborrea e ir directo al asunto? —le interrumpí, perdida ya hacía rato mi paciencia y sin ganas de escuchar durante mucho más tiempo a aquella aberración de la naturaleza.

—¿Conocéis a Raffaella D'Alema? —continuó Évola acercándose y obligándome a bajar la cabeza para no respirar su apestoso aliento. Y como no contesté, él continuó—. Sé que os visitó en la cárcel de Roma. Podría haberlo pasado por alto, pero no es mi estilo. Y más cuando averigüé que pagó una buena suma tanto para veros como para que os tratasen mejor.

—¿Quién os dio esa información? —pregunté temiendo que hubiera interrogado a la joven.

—¿Creéis que Iuliano no está al tanto de los sobornos para visitar a los presos? Él decide cuáles permite y cuáles no. También hablé con el carcelero y después de un rato de presionarle, soltó su lengua y confesó.

—¿Le hizo algún mal?

—No. Sólo le sacó tres monedas de oro. Sé que le propuso un pago diferente, pero no fue complacido. ¿Es eso lo que queréis saber? —dijo Évola enarbolando una sonrisa de satisfacción.

—Sólida moral la de los carceleros romanos y la vuestra, por añadidura, pues sabiendo lo que ha intentado con esa joven, no le decís nada. Ambos sois de la misma catadura... —dije completamente abatido.

—No os precipitéis al juzgarme. Mandé azotarlo y pasará dos semanas en el cepo por su osadía. No creo que vuelva a hacerlo, eso os lo garantizo... Dejemos de lado este detalle y vayamos a lo que me interesa. ¿Qué clase de vínculo os une a esa joven? Hay algo «sospechoso» en esa relación.

—¿Sospechoso? ¿Qué puede haber de sospechoso? Es la hija de un antiguo amigo —exclamé.

—Oh, sí, de Tommaso D'Alema, ¿no? También me he tomado la molestia de visitarlo para preguntarle por vos.

—¿Le habéis dicho que estoy preso?

—No. Sólo le pregunté sin darle muchos detalles. Vos debéis saber que el común no hace demasiadas preguntas cuando es visitado por un enviado de la Inquisición.

—¿Y qué os dijo?

—Muchas cosas irrelevantes y sólo una que me sirviera para confirmar mis sospechas. Que su hija estuvo varios días ausente de la casa porque fue a visitaros a vuestro convento. Y que la joven se fue después de una estancia que hicisteis vos en su casa. Y sé que dice la verdad porque al pedirle algo que lo demostrara me enseñó una carta firmada de vuestro puño y letra en la que le explicabais la travesura de su hija y le anunciabais que habíais dispuesto inmediatamente su regreso en un carruaje de la Iglesia. Y concluíais con una cariñosa recomendación para que no le dieran ningún escarmiento...

—¿Y qué hay de sospechoso en todo eso? —le desafié.

—Por sí sólo nada, pero en Genova la gente afirma que estuvo alojada en vuestro convento y que pasó una noche en vuestra alcoba.

—¡Eso son habladurías! ¿Qué clase de persona sois vos capaz de creer en los cuentos del vulgo?

—No son sólo las habladurías, maestro DeGrasso. Están los que afirman que os vieron hablando con una joven entre la bruma del puerto, antes de vuestra partida. ¿Era también Raffaella D'Alema? ¿Quién os acompañaba?

Gracias al Cielo, Évola no tenía toda la información. Poco importaba, porque si yo no afirmaba que era ella, tendría que hablarle de la visita de Anastasia Iuliano, algo que no pensaba hacer.

—Puede... —dije sin querer especificar más.

—¿Cómo que «puede»? —exclamó Évola perdiendo la paciencia y acercándose de nuevo a menos de un palmo de mis narices—. ¿Era o no era ella? ¡Hablad!

—Sí, era ella.

—Todos los cabos están atados, para mí está bien claro que mantenéis una relación pecaminosa con esa joven. Confesad.

—No voy a confesar eso y menos a vos.

—Maestro DeGrasso, no pensaré mal de vos si me habláis de vuestro amor por Raffaella D'Alema. No me escandalizará y menos cuando sé que sois un hombre de pasiones nobles, aunque a veces erradas. No necesito vuestra confesión para llegar a donde quiero llegar.

—Seguid pues —dije, muy cansado.

El napolitano alzó su mano y me señaló antes de continuar.

—Tengo suficientes pruebas para acusar a la joven de brujería. Nadie se opondrá a que llevemos a la hoguera a una libertina precoz, que somete y pervierte a un religioso con el uso pecaminoso de su vientre...

—¡Basura, sois una basura, como el carcelero romano! —exclamé fuera de mí.

—Tranquilizaos y dejadme terminar. No es mi intención haceros sufrir innecesariamente. Lo que acabo de decir tiene un propósito muy claro: hablemos ahora de lo que os propongo, ¿os parece?

—Os escucho —dije mientras Évola se recostaba sobre el muro antes de continuar.

Estaba atrapado. El perro de presa había olfateado la carnaza y corría, decidido, a morderla.

—Vos conocéis el paradero de los libros prohibidos y eso es lo que quiero: los libros a cambio de la absolución de Raffaella D'Alema...

—¿Cómo «absolución»? —exclamé aterrado.

—Debo informaros de que ya la he detenido y está presa pendiente de juicio. Esto os ayudará a tomaros mis palabras en serio.

—Esto es una locura... —dije incrédulo y al borde del llanto—. ¡Habéis encerrado a Raffaella!

—No os alteréis más de lo debido, pues por ahora es un encierro privilegiado. Nadie tiene intención de quemarla, os doy mi palabra, a no ser que vos la hagáis pasar por bruja. No necesito ahora mismo vuestra respuesta. Os daré tiempo para que reflexionéis sobre mi propuesta: tenéis un día. Dadme lo que quiero y os devolveré a la muchacha sana y salva.

Giulio Battista Évola se dirigió hacia la puerta de la celda y llamó a voces al carcelero para que le abriese. Era el momento indicado para hacerle una petición.

—Antes de que os vayáis, me gustaría pediros un favor.

Évola se detuvo y se volvió hacia mí.

—¿Un favor personal?

—Sí.

—Os escucho —afirmó el napolitano.

Le miré un momento antes de hablar e intenté controlar la rabia que me invadía al tener que contar con él como mi emisario.

—Quisiera que le hicierais llegar a Raffaella un recado de mi parte. —Me llevé las manos al cuello y busqué la cadena de la que colgaba la virgen bizantina que ella me había regalado. Y cuando la tuve en mis manos se la entregué. Él la contempló a la escasa luz y negó con la cabeza—. Os pido por el amor de Dios que llevéis esta cadena a Roma. Será para ella una pequeña luz en su encierro —insistí, intentando convencerle.

Évola arrojó al suelo la medalla.

—No perdáis el tiempo que os he concedido —me aconsejó—. Sólo vuestra palabra puede arrojar luz sobre la pequeña D'Alema; vos podéis salvarla, la medalla no. Confiad en mí por mucho que os cueste. Vos y yo somos muy parecidos; fieles a nuestras convicciones, peleamos por preservar el espíritu y nos repugna la lucha por el poder.

—Vos estáis con los cardenales florentinos —le acusé.

—No. Yo estoy con la Iglesia. El día en que los florentinos se desvíen de ella, serán mis enemigos. Vos pensáis en la Iglesia de una forma y yo de otra, con la misma pasión. Vos creéis que soy un sádico, que extorsiona y asesina... No soy un mensajero del Infierno, sino una persona sensible como vos.

—Pues sois bastante hábil ocultando vuestra sensibilidad —dije con ironía.

—¿Realmente pensáis que no tengo sentimientos? ¿Sabéis qué habría sido de vos si yo no hubiese pedido manejar vuestro asunto personalmente?

—No. No lo sé.

—Dragan Woljzowicz quería sacaros la información sobre los libros sometiéndoos a todo tipo de tormentos. Pero yo le pedí al cardenal Iuliano que me dejase intentarlo y, por supuesto, accedió.

—Me resulta extraño que os prefiriera a vos antes que a un inquisidor.

¿Quién era realmente aquel ser deforme para tener el favor de Iuliano?

—Woljzowicz es un engreído, un estúpido sin tacto, y el cardenal lo sabe. Tratándose de un asunto tan delicado es natural que me eligiese, sobre todo porque me cree capaz de obtener sin el uso de la fuerza lo que todos quieren.

—¿Y por qué vos queréis ahorrarme el tormento?

—Porque, en cierta forma, os admiro —afirmó Évola sorprendiéndome una vez más—. Y creo que vos habríais hecho lo mismo por mí. Lamento mucho haber tenido que acabar con vuestro maestro: no había otra salida. Insisto en que, aunque hayamos escogido caminos diferentes, nuestra pasión por la Iglesia nos mantiene unidos. Y eso pese a que por nuestro carácter no podamos más que ser hermanos o enemigos acérrimos, pues las medias tintas no tienen acomodo entre nosotros. Tened confianza plena en que cumpliré mi palabra, tanto si me comprometo a mataros como si me comprometo a ayudaros —dijo Évola mirándome fijamente—. Pensad en mi oferta, Angelo.

Y con estas palabras, el napolitano se cubrió con la capucha del hábito y desapareció por donde había llegado. El silencio se adueñó de nuevo de mi celda.

Capítulo 56

Pasada la medianoche el cerrojo de mi puerta chirrió. Dos sombras surgieron de la nada y me levantaron sin dificultad para arrastrarme por los angostos pasillos hasta, al final de una larga escalera, abrir una puerta y arrojarme en una estancia amplia. No pertenecían al Santo Oficio o por lo menos no llevaban sus ropas. Además, su porte era demasiado aristocrático para pertenecer a aquella raza de brutos que trabajaba en nuestras cárceles. Uno de ellos desenvainó su espada y la apoyó en mi garganta. Hasta entonces no había preguntado nada, pero aquel ademán me hizo temer por mi vida.

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