—Lo siento, señor. —El oficial, un muchacho de veinte años, miraba a Linus Daff con el aire profesionalmente contrito del que lleva muchas horas dando pésames y malas noticias—. ¿Era, tal vez, su criado?
Él ni siquiera le miró para responder.
—Era mi amigo.
En el hotel Waldorf Astoria había dos suites reservadas a nombre de Irwin Howard y de Linus Daff. El primero nunca llegó a tomar posesión de la suya. Fue el propio Daff quien anuló la reserva y ocupó la habitación que le correspondía, presa de una profunda inquietud: por primera vez en su vida no sabía qué iba a hacer con ella a partir de entonces.
Al emprender viaje hacia Nueva York había decidido acabar su trayectoria profesional en el continente americano, trabajando para Patrick O’Brien en calidad de asesor. Muerto éste, su estancia en los Estados Unidos carecía de sentido, toda vez que no tenía demasiados conocidos en América del Norte, mucho menos amigos, y su reputación como inventor de historias en el país era prácticamente inexistente. Es verdad que hubiera podido pedir cartas de recomendación y tal vez algunos contactos a antiguos clientes americanos que habían contado con sus servicios durante su estancia en Europa, pero de cualquier forma la construcción del sólido prestigio profesional del que gozaba en el continente sería cosa de bastante tiempo. Y Linus Daff no estaba seguro de contar con todo el necesario para empezar una nueva andadura profesional en aquella tierra ajena donde nadie le esperaba.
Antes de partir rumbo a Nueva York, Daff había transferido todas sus cuentas a un banco americano. Disponía de una pequeña fortuna en dólares, pero en ningún modo suficiente para sobrevivir como rentista en Manhattan durante el resto de sus días, y mucho menos llevando el nivel de vida al que se había acostumbrado en los últimos años. En esas circunstancias había dos opciones: la primera, trasladarse a una zona más tranquila del medio oeste americano, quizá a una pequeña población donde podría sobrevivir con sus ahorros sin demasiados problemas. La segunda, volver a Europa. Pero en aquel momento no se sentía con fuerzas para emprender otra travesía similar, para enfrentar de nuevo las jornadas larguísimas a bordo de un barco construido con el propósito de desafiar al mismo Dios. Y luego, el regreso a Londres, las preguntas de los amigos, la obligación de relatar una y otra vez la experiencia vivida con la certeza de que ser ya un elemento de la historia trágica de la navegación moderna… Tuvo que reconocer ante sí mismo que no estaba en absoluto preparado para volver a Inglaterra, pero la posibilidad de instalarse en Tejas, en Alabama o en Minnesota no le seducía lo más mínimo. Decidió permanecer unas semanas en Nueva York y luego reconsiderar sus opciones antes de inclinarse por una o por otra, aunque en aquel momento estaba casi seguro de que nunca se consideraría preparado para emprender un viaje de regreso a Europa. Claro que entonces él ignoraba que Fernando Castro de Lema había mandado a alguien a seguir su pista desde Londres, y que ese hombre estaba en Manhattan con el único propósito de dar con él y comprarle una historia. Pero, sobre todo, Linus Daff ni siquiera podía imaginar que el hombre que Castro de Lema había enviado en su busca era un viejo conocido suyo: el mismísimo Pedro Almeiras.
Linus Daff decía siempre que al intentar evocar los primeros días después del naufragio se sucedían en su cabeza un montón de escenas sin orden ni concierto que le era de todo punto imposible situar en una sucesión coherente, como si el estado de shock hubiese revolucionado su cerebro y hasta su sentido común. Lo que sí recordaba con total nitidez eran las palabras de un desconocido que se brindó a acompañarlo a su hotel desde las dependencias portuarias, después de responder a muchas preguntas y de aguardar inútilmente alguna noticia sobre Patrick O’Brien. Aquel hombre le llevó al Waldorf en un coche pequeño que olía fuertemente a tabaco, y no dijo nada mientras duró el trayecto. Al dejarlo frente al hotel, vestido con las ropas ridículas que le había prestado el personal de la compañía naviera, el desconocido le puso la mano en el hombro y buscó sus ojos.
—Y ahora, señor, prepárese para volver a la vida.
Arrancó el coche y se marchó. Ni siquiera dijo su nombre. Tenía un aspecto amable y ramplón, un rostro de facciones correctas exactamente igual al de decenas de personas, vestía sin elegancia ni estridencias. Linus Daff no pudo mantener su imagen en la memoria más allá de unos minutos, pero aquella frase le persiguió durante muchas horas, y volvió a escucharla en sueños cuando pudo por fin meterse en la enorme cama de su habitación del Waldorf y dormir durante doce horas seguidas amparado por los sedantes facilitados por el médico que le atendió a su llegada a los muelles.
Al despertar al día siguiente comprendió el significado último de aquellas palabras: no obstante la pesadumbre que le embargaba, no obstante el desánimo y la tristeza, había asuntos prácticos de los que tenía que ocuparse. En primer lugar, la adquisición de ropa nueva, porque no cabía duda que el uniforme que le habían prestado los marineros del
Carpathia
no era la indumentaria más conveniente para moverse por una ciudad civilizada. De pronto se dio cuenta de que no tenía dinero: era urgente, pues, una visita a los bancos. Pidió al servicio de habitaciones un lote de objetos de aseo y solicitó a un botones que adquiriese para él un pantalón, una camisa, ropa interior y un par de zapatos. Después de tomar un baño, de afeitarse y de vestirse con ropa seca de su talla, el inventor de historias tuvo que reconocer que se sentía bastante mejor. Tras desayunar, un taxi le dejó frente a la oficina del Banco de Londres, adonde había transferido sus cuentas. Milagrosamente, llevaba encima su documentación personal en el momento del naufragio, de modo que no tuvo problemas para hacerse con dinero suficiente para sus gastos futuros. En el banco, el empleado le atendió con lo que Linus Daff pensó que era una suerte de cariñosa conmiseración, y la posibilidad de que el muchacho hubiera reconocido en él a uno de los supervivientes del desastre le llenó de inquietud: ¿cómo iba a poder olvidar aquella sucesión de acontecimientos amargos si todos se empeñaban en tratarle como a un resucitado? Abandonó la oficina bancaria de muy mal humor. Visitó luego unas cuantas tiendas. Allí, rodeado por decenas de personas que no reconocían en él al rescatado del naufragio, recuperó parte de su serenidad. Compró varios equipos completos, diciéndose que tendría que localizar cuanto antes a un sastre en condiciones. Luego comió un bocadillo en un café cercano y regresó al hotel recordando las palabras del desconocido. Prepárese para volver a la vida. No quedaba otro remedio. Por grande que fuese la tragedia vivida, por intenso que pudiera resultar el dolor, a pesar del desconcierto y de la pérdida, el regreso a las cosas cotidianas era una parte más de la burocracia de la desdicha. Uno tenía que volver a comer, a afeitarse, a hacer compras, a cruzar la calle y a tomar un coche, a visitar un banco, a encargar un traje, a quitarse un piedra de un zapato, a elegir un postre. No se podía escapar a semejantes asuntos. La vuelta a la vida era inevitable. Y todas aquellas pequeñas obligaciones engorrosas irían despejando el camino de regreso a una existencia más o menos normal.
Linus Daff llevaba tres días en Nueva York cuando un camarero del hotel le trajo un sobre cerrado. Dentro había una nota rematada por una firma inconfundible: «Mi querido amigo: tengo que verle urgentemente. Puede localizarme en el hotel Plaza. Firmado, Pedro Almeiras.»
El inventor de historias llevaba tanto tiempo sin pronunciar aquel nombre que casi le costó trabajo decirlo en voz alta cuando intentó hacerlo. Un aluvión de recuerdos acudió instantáneamente a la llamada de la nostalgia: las noches de Londres, los conciertos de piano, el placer de la conversación con un hombre excepcional… y, cómo no, el rostro de Lucrecia Sánchez, sus ojos oscuros, el timbre de su voz, la música de su risa, la flor que llevaba en el pelo cuando la vio por primera vez, su forma de moverse, el rumor de sus pasos perdiéndose puntualmente por las escaleras del Savoy antes de las diez de la noche… Linus Daff hubiera querido plantar cara a todas aquellas imágenes, poner nuevamente coto a su bien controlada melancolía y olvidar otra vez a los que tanto trabajo le costó dejar de recordar a diario, pero no pudo hacerlo, como si torturarse con aquellas escenas del pasado fuese un modo de tocar fondo en la tristeza absoluta que le rondaba el alma durante los días infames en la soledad de un hotel de lujo. Tuvo que admitir que, en realidad, nunca había dejado extinguirse en la memoria ni a Lucrecia ni a Pedro: simplemente, y mediante un esfuerzo heroico, consiguió relegarlos al último rincón de su cerebro, y la imagen de ambos había permanecido allí agazapada durante muchos años, en una suerte de hibernación. Sin embargo, habían bastado una carta y una firma para que uno y otra despertasen de su letargo y regresaran una vez más para hacerle caer en la cuenta de cuánto los había querido. Linus Daff mantuvo la nota en sus manos durante mucho tiempo, acarició el papel rugoso, estudió una y mil veces aquella caligrafía familiar de mayúsculas levemente inclinadas, y luego, sin querer meditar en la conveniencia de su gesto, sin detenerse siquiera a pensar en las consecuencias que podía tener para él un próximo contacto con otro momento de su vida, el inventor de historias se sentó frente al escritorio y redactó una concisa nota de respuesta: «Le espero mañana a las once en punto en el bar de mi hotel. Firmado, Linus Daff.»
El inventor de historias apenas si durmió aquella noche, inquieto como estaba por la inminencia del reencuentro, y a los pocos momentos de descanso se sucedían bruscos regresos al estado de vigilia. Era ya casi de madrugada cuando Linus Daff se sumió en un sueño verdaderamente profundo del que despertó pasadas las diez de la mañana, con el sobresalto de haber dormido más de la cuenta y la vaga sensación de haber soñado con una mujer que no era Lucrecia Sánchez. Faltaba menos de una hora para su cita con Pedro Almeiras, y Linus Daff tuvo que asearse y vestirse con más celeridad de la acostumbrada para no cometer el pecado imperdonable de la impuntualidad.
Entró en el bar del Waldorf Astoria a las once menos cinco. Pedro Almeiras no había llegado aún, y el inventor de historias se sintió extrañamente aliviado, como si todavía necesitase de unos minutos más de soledad antes de afrontar el reencuentra. Eligió una mesa y pidió una taza de té. Estaba absorto en la contemplación del azúcar disolviéndose en el líquido cuando escuchó una voz familiar.
—Señor Daff…
Frente a él, diez años después, estaba Pedro Almeiras. El inventor de historias se puso de pie y le tendió la mano. El español la estrechó con el calor de un amigo antiguo, y entonces Linus Daff se dio cuenta de lo mucho que precisaba la visión de un rostro conocido después de los días de amargura, de cuánto tiempo llevaba ansiando el apretón de manos que ahora le brindaba Pedro Almeiras.
—Siéntese, por favor. ¿Qué va a tomar?
Quedaron frente a frente y en silencio. Un camarero solícito atendió al recién llegado, y mientras Pedro Almeiras explicaba cómo quería el café, el inventor de historias tuvo ocasión de observarle. No había cambiado en absoluto. Conservaba el aire sereno que tenía diez años atrás, y también la buena costumbre de mirar de frente y no huir de los ojos del otro. Tenía la piel exactamente igual, porque ya en la época de Londres habían empezado a aparecer las primeras arrugas, y la sonrisa juvenil que surcaba fugazmente su rostro amable no había perdido ni una pizca de su encanto. Pedro Almeiras acercó un poco más su silla, sacudió la cabeza y miró fijamente al inventor de historias.
—¡Daff! Llevo varias semanas intentando localizarle. Le envié un telegrama a Inglaterra, y me trasladé a América desde La Habana al enterarme de que había emprendido viaje a Nueva York. —Pedro Almeiras hablaba con el atropello de un adolescente, y Linus Daff pensó que por primera vez en su vida el español había perdido su serenidad proverbial—. En Londres me dijeron que tenía un pasaje para viajar en ese barco del demonio… Por todos los santos, Daff, cuando tuve noticias del naufragio llegué a pensar que había muerto.
—Pues ya ve —Linus Daff se encogió de hombros—, no había llegado mi hora. Supongo que estoy de enhorabuena.
Los ojos de Pedro Almeiras se ensombrecieron un poco.
—Daff… escuche, debe haber pasado usted unos días terribles… pero está vivo para contarlo. Debería dar gracias a Dios por haber salvado la vida. Otros no han tenido la misma suerte. Además, viajaba usted solo… Piense en todas esas personas que perdieron a sus familias en el naufragio.
Linus Daff bajó la cabeza y recordó a Patrick O’Brien. Instintivamente se pasó la mano por los ojos, como si ésa fuera una forma de espantar los recuerdos. Junto a él, Pedro Almeiras observaba en silencio el desaliento del inventor de historias.
Entonces escondió la cara entre las manos, respiró profundamente, y por primera vez en su vida adulta, Linus Daff, el inventor de historias, se echó a llorar. Lloró por Patrick O’Brien, que ya no podría ser Irwin Howard, y lloró por su amistad interrumpida con Pedro Almeiras. Lloró por la ausencia irreparable de Lucrecia Sánchez, por el paso del tiempo, por los años perdidos, por la angustia sin nombre padecida durante el naufragio, lloró por la soledad de aquellos días en Manhattan, por no saber qué hacer con las horas por venir, y lloró porque estaba vivo y porque no tenía valor para desear estar muerto.
Una vez más, y como había hecho en otras ocasiones, Pedro Almeiras se dijo que los americanos eran bastante menos discretos que los ciudadanos ingleses. Al escuchar los sollozos de Linus Daff, muchos clientes del bar del Waldorf volvieron la cabeza sin disimulo para conocer la identidad del autor del llanto, y en un tono de voz que era, cuando menos, inapropiado, se preguntaban unos a otros, ¿y qué le pasa a ése? El inventor de historias estuvo a punto de desmayarse al caer en la cuenta de que era el centro de atención por un motivo más bien poco amable. Pedro Almeiras se puso de pie.
—Daff… ¿le importa que sigamos hablando en su habitación?
Sin detenerse a pedir la cuenta, Pedro Almeiras dejó sobre la mesa unos cuantos billetes, y los dos hombres abandonaron el bar seguidos por las miradas curiosas de más de la mitad de los parroquianos de postín que abarrotaban el bar del Waldorf.
Subieron en silencio a la suite de Linus Daff, que tenía que esforzarse para reprimir los sollozos, mientras el español se preguntaba qué se dice a un hombre que llora para consolarlo sin incurrir en ninguna impertinencia. Se sentaron en dos butacas, frente a frente otra vez. Linus Daff echó la cabeza para atrás y respiró como si llenarse los pulmones de aire fuera una forma de conjurar las lágrimas.