Por lo general, y una vez que habían aprendido a sortear las trampas de la melancolía, los indianos regresados se adaptaban sin dificultad a la patria recuperada. En sus pueblos de origen les recibían como lo que eran: los hijos pródigos que volvían al nido después de haber triunfado en el otro rincón del mundo, y ponían sus nombres a una calle o a una plaza, y ellos correspondían haciendo una generosa donación al ayuntamiento para construir un estanque en el parque, un templete de música en la plaza mayor o una diana cazadora en la alameda de la villa con una placa en la base para dar cuenta del origen del regalo. El nombre del emigrado se insertaba ya para siempre en la historia de la ciudad, y muchos años después los portadores del apellido seguían distinguiéndose de los demás como descendientes del personaje ilustre, paseando por las calles del pueblo la dignidad del antepasado, haciendo valer ante los otros el rango indiscutible de un bisabuelo cuyo recuerdo quedaba sólo en los daguerrotipos de la época, en el regalo del templete de la plaza y en la mansión familiar que luchaba como podía para sobrevivir a la desidia y a la carcoma. Desde el día en que ganó su primer millón de pesos, Fernando Castro también soñaba con un regreso triunfal a la madre patria, que no había vuelto a pisar desde su partida.
—Pero no volvió. —Pedro Almeiras miró a Linus Daff con los brazos en jarras.
—¿Puedo saber por qué?
—Claro que sí, Daff. En cuanto lleguemos a La Habana. Lo que sí puedo decirle —Pedro Almeiras sonrió— es que por fin, después de casi sesenta años, Fernando Castro está preparando el viaje de regreso. Y ahora, por favor, no siga con sus inquisiciones. No puedo contestarle la verdad, y si usted no recuerda mal, tampoco puedo mentirle. Tenga un poco de paciencia. Llegaremos dentro de tres días, y entonces podrá usted hacer todas las preguntas que quiera.
Pedro Almeiras tuvo que agarrarse el sombrero para evitar que el viento se lo arrancara. Como todas las mañanas después del desayuno, él y Linus Daff paseaban por la cubierta del barco. Los días de navegación habían transcurrido con una placidez definitiva, que casi hizo olvidar al inventor de historias su última travesía a bordo del
Titanic
. Durante aquellas jornadas, él y Pedro Almeiras habían tenido ocasión de recuperar algunos fragmentos de la amistad que tuvieran años atrás, y pasaban las horas enredados en conversaciones de diversa índole. Linus Daff recordó enseguida por qué en otro tiempo había pensado que Pedro Almeiras era el único hombre del mundo con el que nadie hubiera podido aburrirse: incluso en silencio el español resultaba prodigiosamente divertido. Tenía madera de bebedor, y aunque jamás se emborrachaba, los vapores del alcohol ejercían en él un efecto inmediato. Acabó por hacer muy buenas migas con el capitán Conrado Bermúdez, que sólo con ellos dos compartía de vez en cuando una colección de botellas de ron añejo cuyo aroma nítido hacía que los ojos se llenaran de lágrimas, y alargaba hasta lo indecible todas las sobremesas contando historias de navegantes y cuentos de ahogados. Además, enterado de su virtuosismo, el capitán puso a disposición de Pedro Almeiras el piano de a bordo que a pesar de su aspecto destartalado seguía conservando un sonido exquisito. Por las noches, después de la cena en la mesa de Conrado Bermúdez, Pedro Almeiras se ponía frente al instrumento y la mayoría de las veces eludía a Haydn, a Chopin o a Mozart para interpretar las habaneras que tan bien conocía y que constituían, sin duda, el mejor preludio de la próxima llegada a tierras cubanas. Allí, según contaba el propio Almeiras, el aire era cálido y las mujeres bellísimas, y soplaba una eterna brisa marina que hacía moverse con la cadencia de una música misteriosa las palmeras exuberantes y los barcos atracados en el puerto de La Habana. La tierra era fértil y se desataba en cosechas espléndidas y el cielo tenía un azul imposible que sólo las tormentas oscurecían de vez en cuando. Sin embargo, las tempestades en aquella zona eran absolutamente magníficas, y las lluvias torrenciales arrancaban del suelo un perfume sin comparación que lo llenaba todo, mientras las nubes volvían a su sitio en otro lugar del mundo. Enmudecido ya el retumbar apocalíptico de los truenos y el resplandor sobrenatural de los relámpagos, un sol de fuego volvía a brillar en el cielo turquesa mientras el mar recobraba su eterna placidez de siglos.
Fue en la última noche de navegación cuando Linus Daff se atrevió a hacer a Pedro Almeiras la única pregunta que le importaba más que toda la verdad sobre Fernando Castro. Estaban sentados en cubierta, sintiendo en el rostro la caricia húmeda de la brisa del mar, y sobre ellos había tantas estrellas que cualquiera podía entender el concepto de infinito perdiendo la vista en la bóveda celeste.
—¿Y qué es de Lucrecia Sánchez? —Linus Daff lo dijo con un tono tan neutral, tan aparentemente intrascendente que a él mismo le sonó impostado.
—Está bien. La veo con cierta frecuencia. —Pedro Almeiras se cerró un poco la chaqueta que llevaba, y por unos segundos Linus Daff sintió ganas de gritar porque creyó que el español iba a conformarse con aquella información miserable—. ¿Sabe que se casó poco después de volver del continente? Su marido es riquísimo, bastante mayor que ella por cierto. No tienen hijos. Viven en La Habana, y coincidimos de vez en cuando en casas de amigos comunes. No ha cambiado mucho desde que usted la vio.
El barco avanzaba en silencio, y sólo se escuchaba el chapoteo de las turbinas y el golpe seco del agua al chocar contra el casco del barco. La temperatura había bajado varios grados, o eso le pareció a Linus Daff, hasta que se dio cuenta de que en realidad el frío podía venir también de su interior. Lucrecia Sánchez se había casado. Es curioso, durante aquellos años había intentado imaginarse el destino de ella y había especulado con todas las posibilidades generadas por su desatada imaginación de inventor de historias: un suicidio por amor, una muerte repentina fruto del disgusto causado por la infidelidad del amante, el traslado a un país extranjero que hiciese más sencillo el proceso del olvido, incluso el regreso a los brazos de Pedro Almeiras y la reconciliación definitiva. Pero nunca hubiera creído que fuese capaz de casarse con otro, y menos con tanta prisa. Realmente, pensó, los mecanismos del despecho funcionan por su cuenta.
—¿Qué hora es? —preguntó, aunque en realidad no le importaba lo más mínimo. Sólo quería desviar la conversación y evitar por todos los medios que Pedro Almeiras pudiese darle más detalles de la nueva vida de Lucrecia Sánchez al lado de un marido viejo y rico que tuviera ocasión de disfrutar a diario su voz bellísima y los habanos inimitables producidos en la factoría familiar.
—Más de las once, Daff. Deberíamos descansar. Faltan sólo unas horas para llegar a La Habana.
—Muy bien. Buenas noches, Pedro.
La isla blanca se aproximaba al barco. El sol empezaba a salir, y un cielo rosa perdía por segundos la oscuridad antigua de la última noche. El mar Caribe estaba en calma, y sólo el chapoteo producido por el lento avance de la nave quebraba un silencio de otro mundo. Cada vez más cerca, La Habana empezaba a convertirse para Linus Daff en una ciudad real después de haber pasado tantos días imaginándola a la fuerza, ayudado por las descripciones amables y todos los recuerdos que Pedro Almeiras había desgranado para él. Las gaviotas sobrevolaban el barco, y el vuelo rasante de las aves marinas era una prueba más de la proximidad de la tierra firme. El aire olía intensamente a sal, y Pedro Almeiras creyó notar también el aroma de la flor del tabaco y de la caña de azúcar, pero no dijo nada porque tuvo que reconocer ante sí mismo que aquellas percepciones no podían ser otra cosa que trampas de la añoranza. Aquella tierra era también suya, pensó, y casi inmediatamente le vino a la memoria su verdadera tierra, allá en España. Recordó su vida primera, recordó su infancia y su adolescencia, la patria perdida sólo a medias y recobrada cada día desde el complejo engranaje de la nostalgia. Recordó todas las cosas que a veces quería olvidar y no podía, y también aquellas que había querido preservar de la acción devastadora de la desmemoria. Perdiendo la mirada en las mansiones habaneras, Pedro Almeiras sintió una ansiedad irreprimible de tocar tierra, de llegar por fin a la ciudad de La Habana y hacerla suya una vez más.
El capitán Bermúdez dirigió las maniobras de atraque desde el puente de mando, y lo hizo a gritos y en un tono de amenaza. Eran las siete de la mañana cuando el barco echó por fin el ancla en el malecón de La Habana. Conrado Bermúdez despidió en cubierta a Pedro Almeiras y a Linus Daff, y el inglés pensó que recordaría durante mucho tiempo a aquel mastodonte simpático que había compartido con ellos sus botellas de ron y todas las historias que había asimilado después de tantos años vinculado a la profesión de la marinería.
—¿No se olvida nada? —Linus Daff llevaba una maleta diminuta.
—Almeiras, le recuerdo que hace quince días todas mis cosas se hundieron en el fondo del Atlántico norte.
—Claro, claro… de todas formas, tendrá que comprarse ropa nueva. Los trajes europeos no valen de mucho en el Caribe. Bueno, habrá tiempo para todo. —Echó una mirada circular como buscando a alguien—. Se supone que un criado mío debería venir a recogernos, pero me temo que nos hemos adelantado un poco. En fin, de todas formas es un gusto no notar nada que se mueva debajo de los pies.
En tierra firme, la ciudad se desperezaba todavía trabajosamente, pero ya había pescadores vendiendo en el puerto pescados de plata, y mujeres con la piel de cobre preparando puestos de frituras en la misma calle mientras colaboraban las unas con las otras en la tarea de colocarse pañuelos floreados para recoger los cabellos. Había vendedores de frutas exóticas que pregonaban su mercancía de mangos, de papayas, de cocos abiertos en canal y rebosantes de leche dulce y clara, chamarileros, marinos en eterno tránsito que llegaban o dejaban el malecón de La Habana con destino a todos los lugares del globo. Había fardos de tabaco mal cerrados y apilados de cualquier manera, barriles de ron preparados para llevar a Europa, pacas de algodón y piñas de banano que acababan de madurar bajo un sol de justicia. Linus Daff recibía de golpe todas las impresiones del nuevo mundo, el color del cielo recién inaugurado, de la piel de las mulatas, de las frutas en venta, la cadencia del habla que convertía en su surros sensuales los gritos más desabridos, el ruido de una música de fiesta que se escapaba no se sabía de dónde. Los coches de caballos circulaban en un sólido repiqueteo de herraduras y adoquines, pero la gente ni siquiera se apartaba al paso de los brutos, como si en aquel lugar pleno de vida la prisa no tuviese un lugar reservado. Las mujeres caminaban despacio, ondulando las caderas, y los hombres habían aprendido a acompasar sus pasos a los de aquellas sirenas cuya cola de pez había sido transmutada en piernas larguísimas por alguna deidad generosa. Detrás de los puestos de frituras, las vendedoras parecían murmurar sin descanso, y el inglés pensó que rezaban alguna oración misteriosa, pero Pedro Almeiras vino a sacarlo del error: están cantando, le dijo.
—Todo el mundo canta en La Habana. Por una razón o por otra, todo el mundo canta. —El español observaba complacido la impresión que aquella tierra suya había causado al inventor de historias—. ¿Sabe qué? Creo que en ningún lugar de la tierra hay tanta música como en las ciudades cubanas. Ya se dará cuenta, Daff. —Le palmeó la espalda—. ¡Eh! Ahí está Juan del Carmen. Ha traído el coche. Vamos, a casa. Nos hace falta un poco de descanso en una cama que no se mueva.
Pedro Almeiras vivía en una casa pintada de azul, en el mismo centro de La Habana Vieja. Se trataba de una construcción decimonónica de tamaño mediano, con falsas columnas en la fachada principal y ventanales enormes que llenaban de luz caribe todas las habitaciones cuando los postigos de madera no las clausuraban para conjurar el calor a la hora de la siesta. La vivienda estaba construida alrededor de un patio central en el que reinaba un silencio de otro mundo. Había una fuente de piedra donde el agua manaba sin hacer ruido, y algunas plantas tropicales cuyas hojas ni siquiera murmuraban al paso del viento. Incluso los siervos cruzaban de puntillas el suelo de piedra del patio, y las criadas dejaban de cantar para no interrumpir la quietud irreal de aquel lugar pacífico que recordaba sin remedio al claustro de una abadía. Aquella mañana, después del viaje a bordo del barco descuajeringado del capitán Bermúdez, Pedro Almeiras encontró que el silencio del patio era más denso que nunca. Avanzó junto a Linus Daff por el camino de piedra que llevaba a la puerta principal, debajo de los arcos encalados, y los dos hombres pudieron percibir sin dificultad el aleteo de un pájaro escondido entre los árboles.
El ama de llaves había formado a todo el servicio en el vestíbulo de la casa para dar la bienvenida al señor y a su invitado. Jacinta Rodríguez, una mulata afable que llevaba casi quince años dirigiendo la casa con mano de hierro, se ocupó de informar al señor de que nada excepcional había ocurrido durante su ausencia. Había flores frescas en todos los jarrones, la plata brillaba a la luz del sol y las maderas nobles parecían tan pulidas como un espejo. En el comedor de la sala estaba servido un desayuno a base de chocolate y pan de dulce, y la habitación de los huéspedes estaba perfectamente dispuesta desde el día en que el señor había anunciado su regreso en compañía de un invitado. Pedro Almeiras se dirigió al inventor de historias en un susurro.
—Jacinta es una joya. Es la única mujer con la que me casaría si amenazara con dejarme.
Desayunaron juntos el cacao aromático, que a diferencia del que tomaban en Inglatera era consistente, espeso y con un punto amargo al final del trago. Después, y a pesar de que Linus Daff hubiese preferido tener una primera toma de contacto con la ciudad, Pedro Almeiras aseguró que sería preferible dormir un poco.
—No he pegado ojo en toda la noche, Daff, y apostaría a que tampoco usted ha dormido muy bien. Acuéstese un rato y luego haremos planes.
El inventor de historias aceptó a regañadientes. El cuarto que le habían asignado era una pieza confortable con vistas al patio, una enorme cama colonial coronada por un dosel de lino y un hermoso aguamanil de loza adornado con hojas de hiedra. Le llamó la atención el cuadro único que decoraba la pieza: representaba un castillo pequeño y de aspecto sólido, que se alzaba sobre una loma como el recuerdo inequívoco de otros tiempos gloriosos. En una esquina de la habitación había una mesa de castaño y una butaca de aspecto cómodo, y frente a la cama un armario enorme con puertas de espejo. Las cortinas eran blancas, lo mismo que la colcha, y todo el cuarto rezumaba frescura. Las sábanas olían a espliego, y los almohadones de pluma invitaban al sueño. A pesar de sus reticencias a aquella siesta improvisada, a pesar de su interés por conocer la isla, Linus Daff se sintió nacer de nuevo cuando se dejó caer en el colchón de lana. Apoyó la cabeza en uno de los cojines, aspiró el aroma del embozo y luego, sin hacer nada por evitarlo, se quedó profundamente dormido.