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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

El inventor de historias (30 page)

BOOK: El inventor de historias
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—La vida es muy complicada —filosofó el portugués.

—No sabe usted cuánto. —Linus Daff lo dijo como hablando consigo mismo.

—Pedro —Alberto Cardoso se volvió hacia Pedro Almeiras, que se esforzaba denodadamente por permanecer en un discreto segundo plano—, Isabel me ha dicho que desea usted construirse una casa, y que quiere colocar en ella grandes ventanales.

—Yo no he dicho…

—Claro que sí. Esta mañana, en cubierta. —Isabel Cardoso arrugó su nariz perfecta—. No me dirá que lo ha olvidado.

—Supongo que mi hija le habrá contado ya que soy arquitecto. Si no tiene inconveniente, me gustaría hacer un esbozo de la que podría ser su casa. Nunca he trabajado en Galicia, ¿sabe? Y siempre he querido diseñar una casa para un indiano. Tenemos por delante muchos días de travesía, así que podemos trabajar juntos. Usted me dirá qué es lo que quiere exactamente, y yo plasmaré sus ideas sobre el papel. ¿Qué me dice?

—Pues… bien, es muy amable de su parte —Pedro Almeiras parecía al borde del colapso nervioso—, pero no estoy seguro de… en fin…

—Lo que el señor Almeiras quiere decir es que prefiere hablar con su prometida antes de iniciar el diseño de su casa.

—¿Su prometida? —Isabel Cardoso había perdido el color.

—Sí, señorita. Pedro se casará en cuanto lleguemos a Galicia. —El inventor de historias palmeó amistosamente la espalda de Pedro Almeiras—. Ya iba siendo hora ¿no les parece?

—No me dijo que fuera a casarse. —El tono de Isabel Cardoso era de una extrema frialdad. Pedro Almeiras esbozó una sonrisa dramática.

—En ese caso —el padre de la chica la tomó del brazo—, creo que no será necesario mi concurso. Es evidente que mi hija interpretó mal sus palabras… o a lo mejor es que usted no fue lo suficientemente claro con ella. Buenas noches, caballeros. Que disfruten del viaje.

Se alejaron los dos, padre e hija, ella en pleno ataque de dignidad ofendida, irguiendo su nariz magnífica y acompasando su andar al leve movimiento del barco. Pedro Almeiras la vio alejarse lamentando sinceramente que las circunstancias no fueran otras, para hacer junto a Isabel Cardoso el resto de la travesía y permitir que su padre dibujase enfebrecido mil y una veces la misma casa llena de ventanales inmensos por donde pudiese entrar la luz. Pero Isabel se había alejado para siempre, seguramente indignada y sintiéndose víctima de una imperdonable tomadura de pelo.

—Bueno —Linus Daff se caló el sombrero—, me parece que los Cardoso no le darán mucha conversación el resto del viaje. Pero ahora faltan los otros. Es evidente que todo el barco sabe ya de nuestra procedencia y de nuestro destino.

—Daff, lo siento mucho pero yo no valgo para esto. —Pedro Almeiras apuró de un solo sorbo su copa de champán—. Me iba mejor antes, cuando me limitaba a no decir esta boca es mía. Así que, a partir de ahora, cuando quiera conversación me conformaré con hablar con usted. No soportaría a otra Isabel Cardoso mirándome de ese modo. ¿Por qué ha tenido que decirle que iba a casarme? Le dio usted un disgusto, pobrecilla…

El inventor de historias soltó una carcajada.

—Pedro, no cambiará usted nunca. Pero tiene razón: a partir de ahora se acabaron las buenas relaciones con nuestros compañeros de travesía.

El viaje en barco fue largo y triste, marcado por los pensamientos funestos y las peores esperanzas que surcaban a veces la imaginación de Linus Daff, y por el humor lúgubre de Pedro Almeiras que se agudizaba al cruzarse con Isabel Cardoso y recibir una de sus miradas de hielo. Linus Daff repasaba los papeles de la historia inventada para Castro de Lema, y de vez en cuando paseaba con Pedro Almeiras por la cubierta del buque, sombríos y en silencio, negándose ambos a compartir las diversiones de los otros viajeros, a jugar al tejo en la terraza superior y a participar en los bailes nocturnos que organizaba con muy buen tino el sobrecargo del barco. Durante aquel viaje, ambos se ganaron una justa fama de indianos huraños, y de algún modo uno y otro fueron tema de conversación, porque el talante de ambos contrastaba francamente con el común a aquellos que regresaban a la patria real después de haber hecho fortuna en la patria prestada, en la tierra que tan bien les había acogido durante tanto tiempo como quisieron, y tampoco su actitud tenía nada que ver con la de quienes acababan de pisar la metrópoli de Manhattan y se encuentran saciados de sensaciones nuevas después de haberse dejado asombrar por el trazado de las avenidas neoyorquinas y la osadía de los rascacielos.

El voluntario ostracismo al que se sometieron Linus Daff y Pedro Almeiras les dejó mucho tiempo para compartir y todas las facilidades del mundo para diseñar la estrategia a seguir cuando estuviesen en Vilabranca. Desde Nueva York, Pedro Almeiras había cablegrafiado al alcalde del pueblo para dar cuenta de la fecha de su llegada. Una vez en la aldea, habría que buscar cuanto antes un terreno adecuado para la ubicación del colegio y seleccionar a un grupo de notables dispuesto a ayudarles en la puesta en marcha del centro de estudios. Pedro Almeiras expresó algunas dudas al respecto.

—No he estado nunca en Vilabranca… pero tengo la sensación de que no vamos a encontrar allí mucha gente preparada para colaborar en la organización de una escuela.

—No comprendo…

—Daff, Vilabranca es una aldea. Un pueblo diminuto dejado de la mano de Dios… y, hasta ahora, no muy favorecido por la fortuna. No espere dar con una docena de ilustrados.

—Pues ése es otro motivo para agilizar la apertura del centro. No sea cenizo, Pedro.

También durante aquellos días Pedro Almeiras habló a Linus Daff de la tierra de Fernando Castro, que era también la suya propia. Le habló de paisajes agrestes y valles amables, de los bosques de castaños centenarios, de las montañas del noreste y los viñedos del sur. Le habló del espectáculo bellísimo de las rías, de las torres de la catedral de Compostela, de la plaza del Obradoiro que era, sin duda, la más hermosa del mundo, le habló del fin de la tierra, que a buen seguro se encontraba en los acantilados gallegos, del espectáculo incomparable de las puestas de sol y las tormentas marinas, cuando los relámpagos parecían partir en dos mitades el mar y el cielo, y de las noches estrelladas en las montañas del Cebrero, donde se decía que una ermita diminuta guardaba en su hornacina el cáliz del Santo Grial. Le habló de la lluvia tenaz y de las mañanas de sol que tenían algo de milagro, de los mil ríos que surcaban la tierra, del olor incomparable que arrancaban al campo los aguaceros intempestivos, de las nevadas que no eran extrañas en los pueblos del interior, del puesto fronterizo de las montañas de los Ancares, del salitre del viento marino en las tierras costeras, del color sin igual de la flor de los tojos y de la ginesta que vestía de oro y de blanco la ladera de las montañas al llegar la primavera.

—Espere, voy a enseñarle algo.

Pedro Almeiras buscó entre sus cosas el regalo de Castro de Lema: un mapa decimonónico del territorio gallego, una auténtica joya de coleccionista confeccionada por el mismísimo Domingo Fontán, que desplegó trabajosamente y colocó ante Linus Daff.

—Vilabranca no viene en los mapas, pero debe de estar más o menos por aquí. —Señaló con el dedo un punto invisible al norte de la provincia de La Coruña—. ¿Ve esta zona? La llaman la Costa de la Muerte.

Linus Daff examinó el documento, bastante bien conservado a través de los años, y fue recorriendo con la mano las ciudades de nomenclatura desconocida, Monforte, Orense, Betanzos, hasta que sus ojos tropezaron con un nombre familiar: Ribanova. Y entonces, instantáneamente, el inventor de historias recordó también a Juan Sebastián Arroyo. No dijo nada a Pedro Almeiras, pero se dio cuenta de que el viejo amigo podría llegar a servirles de ayuda en la empresa que iban a acometer.

Llegaron a Lisboa en un atardecer de buena mar. Al ver la ciudad, Pedro Almeiras sintió cómo la memoria se desperezaba al recuerdo de Lucrecia Sánchez y los días pasados en la capital portuguesa, y notó con disgusto el zarpazo de la nostalgia: encontró Lisboa mucho menos alegre, menos hospitalaria y vivaz que en otro tiempo, y sintió como una opresión la tristeza que flotaba en las calles del Chiado, la misma tristeza que en otro tiempo le había parecido uno más de los muchos encantos de la ciudad del Tajo. Encontró sucio y angosto el barrio bullicioso de la Alfama, deprimente la iluminación deficitaria de las calles, angustiosa la decadencia de la atmósfera capitalina, producto de la desidia la pátina de verdín que lamía las estatuas, y en vano buscó el olor de la brisa marina en la plaza del Comercio, porque el viento le trajo sólo un vaho pestilente de pescados podridos. Pedro Almeiras calificó de estridencia insoportable el alegre campanillazo de los tranvías, halló provinciana la ciudad que años atrás se le antojara cosmopolita, e imposible la vida en el mismo lugar en el que en otro tiempo le hubiera gustado quedarse para siempre. Aquella noche, en el cuarto de su hotel, Pedro tuvo que reconocer ante sí mismo que aquélla no era la ciudad que había visitado en una época lejana, y que en realidad a Lisboa le faltaba una sola cosa para ser la que tanto había querido: la presencia inconfundible de Lucrecia Sánchez, que le había obligado a amar Lisboa con el argumento irrebatible de la adoración que ella profesaba a la ciudad marchita, devastada por los terremotos y las mareas, maltratada por el tiempo y mil veces rescatada del hundimiento final.

A primera hora de la mañana, el falso Castro de Lema se dirigió a las oficinas de la compañía naviera para buscar un barco que les permitiese seguir viaje hasta Galicia. Allí le dijeron que el próximo buque partiría cinco días después con destino al puerto de Vigo. Aquella noticia contrarió al inventor de historias, toda vez que iban a perder varias jornadas de viaje, y además deberían buscar el modo de trasladarse desde Vigo a un punto que distaba más de cien kilómetros de la ciudad pontevedresa.

Pedro Almeiras le esperaba en un café del Chiado, próximo al hotel donde habían encontrado alojamiento, y nada más ver al inventor de historias supo que su amigo estaba de un pésimo humor.

—¿Qué hay de nuestros pasajes?

—No podremos marcharnos hasta dentro de cinco días.

—¿Cinco días? ¿Cinco días en Lisboa? No creo que lo soporte. Esta ciudad es inaguantable. Fíjese en las casas, parecen a punto de desplomarse… y toda esa gente hablando a gritos, y esta peste a mar descompuesto. Tiene que haber otra salida. Escuche, podemos tomar un tren a Oporto… Desde allí será muy fácil llegar a Galicia.

—Mire, Pedro, empiezo a cansarme de hacer experimentos. A veces creo que hubiera sido mejor embarcar en La Habana y llegar derecho al puerto de La Coruña sin tanta escala y tantas vueltas. Esto empieza a parecer un viacrucis.

—Pero usted dijo…

—Ya sé lo que dije y me parece que me he equivocado de medio a medio. Al final, nuestros planes están resultando un completo desastre. Hemos perdido el tiempo, nos hemos complicado la existencia media docena de veces… y todavía estamos a seiscientos kilómetros de nuestro destino. Así que será mejor esperar la partida de ese barco, llegar a Vigo y una vez en suelo gallego trasladarnos a Vilabranca aunque sea andando.

—Excusen…

Linus Daff y Pedro Almeiras se dieron la vuelta. En la mesa de atrás, un hombre de edad mediana reclamaba su atención. Junto a él, un joven de veinte años se afanaba en escribir en un cuaderno.

—No he podido evitar oírles. Permitan que me presente… Afonso Henriques, inventor de epigramas y miembro fundador de la asociación Renascença Portuguesa. Mi amigo Fernando, eximio poeta.

El otro ni siquiera apartó la vista de la libreta, pero levantó una mano febril y muy blanca a modo de saludo.

—¿A quién tengo el honor? —Afonso Henriques había girado su silla hasta instalarla frente a la mesa que compartían los dos hombres, ignorando por completo al escribiente que seguía enfrascado en su tarea.

—Pedro Almeiras y Fernando Castro de Lema.

—Encantado, señores. —Llamó al camarero con un gesto amistoso—. Tráigame un café, haga el favor… y un pastel de crema. ¿Quieren ustedes alguna cosa? Decía que no he sido capaz de abstraerme de su charla… y quizá pueda ofrecerles una solución para su problema. Tengo entendido que necesitan llegar a Galicia cuanto antes…

—Así es.

—Tienen previsto viajar en barco. La travesía es corta, pero lamentablemente el buque que sigue la ruta de ustedes demorará unos días en partir de nuestra tierra… Usted —señaló a Pedro— hablaba de tomar un tren. No se lo aconsejo: son lentos, impuntuales y francamente incómodos. No, caballeros, no acepten embarcarse en esos gigantescos caballos de hierro que están a merced de cuantos imprevistos aparezcan en el camino. La última vez que viajé en tren perdimos dos días esperando a que alguien arreglase un pedazo de vía en pésimo estado que nos hubiera hecho descarrilar de no mediar en nuestro favor la Divina Providencia.

—¿Entonces?

—Entonces, señores, estoy en condiciones de ofrecerles un coche. Un coche de mi propiedad que podrán tomar aquí mismo y que les llevará a cualquier punto del mundo civilizado. Un coche insuperable, señores. Un prodigio. Una carroza de metal pulido a su entera disposición. Un lujo, en definitiva, que puede ser suyo en condiciones muy ventajosas.

El camarero se acercó con el pedido del recién llegado, que sin muchos miramientos acabó en un par de mordiscos con el pastel de crema antes de beber de un solo trago el contenido de la taza de café.

—Se preguntarán ustedes por qué razón no intento conservar contra viento y marea semejante fenómeno de la técnica… la respuesta es sencilla, señores: apremio del vil metal. Necesidad de dinero contante y sonante, en una palabra. El padre de mi esposa nos regaló el coche la semana pasada. Mi suegro es un burgués. Un reaccionario. Un sujeto sin sensibilidad que no duda en invertir su capital en algo totalmente prescindible pero se niega a prestarme un céntimo para financiar mi pobre revista.

—¿Su… su revista? —Pedro Almeiras necesitaba interrumpir de alguna, manera la generosa verborrea del portugués.

—Sí, señores —con una agilidad de contorsionista, Afonso Henriques giró bruscamente la cintura hasta tomar de la mesa que antes ocupaba un ejemplar impreso que puso ante los ojos atónitos de Linus Daff y de Pedro Almeiras.

—Aquí la tienen.
A Águia
. Órgano de expresión del saudosismo y punto de encuentro de las más grandes plumas de nuestras letras. —Hizo una señal significativa hacia su amigo el escribiente—. Deberían leer el artículo que firma Fernando en este número: «A nova poesía portuguesa sociológicamente considerada.» Un milagro. Un milagro. Por desgracia, el arte no entiende de números. Los usureros de las imprentas, los vendedores de tinta y de papel, reclaman su parte, como si la poesía no valiese mucho más que todos sus miserables aparejos. Por eso necesitamos fondos antes que las alas de
A Águia
se llenen del plomo que contra ella disparan sin piedad acreedores infames y prestamistas sin corazón. Por eso quiero vender mi coche. Un Rolls Royce amarillo…

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