El inventor de historias se acercó sin vacilar a sus supuestos coetáneos, les escrutó uno por uno hasta ver sus propias pupilas reflejadas en los ojos húmedos de los otros tres, estrechó sus manos con el calor de un amigo antiguo y luego les pidió, casi les suplicó, que dijesen sus nombres, y escuchó los respectivos patronímicos con una mueca de emoción en la boca…
—Bernardo González, Bernardo González —repitió el nombre como en un susurro—, ¿no venía usted siempre conmigo a coger mejillones?
Y el otro, que había pasado la infancia esquilmando las rocas, con Fernando Castro o con quien fuera, apretaba las manos del amigo de la niñez.
—¿Me recuerda, don Fernando? Soy Eufrasio Senén, el hijo del zapatero. Mi padre le regaló las botas que llevaba puestas cuando se fue usted a Cuba.
—Pero cómo iba a olvidarme, si mi madre casi no tenía cuartos ni para comprar las mudas… Si no llega a ser por su señor padre, que en gloria esté, hubiese tenido que hacer descalzo el viaje a La Habana. ¿Sabe que usé aquellos zapatos durante cinco años? Y usted… no recuerdo su nombre.
—Gerardo Gil, para servirle. Jugábamos juntos a la billarda.
—Y me ganaba usted siempre, que no había forma humana de hacerle perder una partida. —Linus Daff hizo el firme propósito de preguntar a Pedro Almeiras en qué demonios consistía el juego en cuestión—. Un día de éstos tiene que darme la revancha.
Y el otro se echó a reír mostrando los dientes mellados.
—Huy, don Fernando, para billardas estoy yo, si casi no puedo ni andar. En volandas ha tenido que traerme mi hijo para que pudiera estar hoy con usted. Cuando el alcalde me dijo que volvía al pueblo, estuve dos horas llorando de la alegría que me entró. Era mi mejor amigo —dos lagrimones enormes resbalaron por el rostro enjuto del anciano—, y cuando se fue a La Habana, bien que hubiera querido irme con usted. Pero mi madre no me dejó. Ya sabe cómo era. Fíjese si me hubiese marchado para esas tierras: ahora estaría como usted, hecho un pincel, y no viejo y cojo perdido.
Linus Daff miró alternativamente a los tres viejos.
—Pues ¿saben una cosa? Ya que estoy de vuelta, a ver si recuperamos el tiempo perdido, que los amigos de verdad lo siguen siendo por mucho que pasen los años. Y para empezar, vamos a tutearnos.
—Hombre, don Fernando, yo no sé si nos saldrá, que usted es un caballero muy principal y nosotros, ya ve, somos gente de pueblo.
—Pues insisto en que a mí se me llame de tú.
Serafín Cortés interrumpió la escena sin muchas contemplaciones.
—Bueno, hala, ya habrá tiempo para que discutan esas cosas, que el señor Castro tiene mucho que ver y mucho que contar. Mire, en esta sala nos reunimos una vez por semana para discutir cosas del pueblo. No es que haya mucho de lo que hablar, pero conviene estar al día, ¿no les parece? —Miró alternativamente a Pedro Almeiras y a Linus Daff—. El mes que viene, Dios mediante, vamos a dar una mano de pintura a las paredes. Y a lo mejor para la próxima primavera compramos una mesa. Ésta se la está comiendo la carcoma.
Luego, el alcalde señaló un cuadro colocado en la pared frontal.
—Nuestro rey —explicó—. Llevan años diciendo que va a venir por el pueblo… aunque, si le digo la verdad, yo ya no me lo creo. De todas formas hemos decidido quitar el retrato y cambiarlo de sitio.
—¿Por qué?
Al alcalde de Vilabranca le brillaron los ojos.
—Porque vamos a colocar un cuadro de usted. Un retrato grande con un letrero que diga «Fernando Castro de Lema, benefactor de Vilabranca».
—Pero… bueno, desde luego es un honor… claro que yo no tengo ningún retrato…
—Por eso no se preocupe. Benito Menán —señaló a uno de los concejales, que se ruborizó de inmediato— es un pintor de primera. Le encargué que pintara a mi madre y le sacó un parecido que pone los pelos de punta. Así que a ver si encuentra tiempo para ponerse delante de él… y en menos que canta un gallo le tendremos a usted colgado del salón de plenos… bueno, a usted no —se echó a reír—, al cuadro, claro. Y a don Alfonso, que lo coloquen en el pasillo ¿no le parece? Que es tan rey nuestro como de otros sitios, pero por aquí no se le ha visto el pelo todavía.
—Dicen que el año que viene —apuntó con un hilo de voz Santiago Gómez.
—Pues eso. El año que viene, si don Alfonso aparece por Vilabranca, volvemos a colgar el cuadro de marras. —El alcalde miró con un gesto fiero al autor del comentario—. Mientras tanto, que espere en el pasillo. Y además, a nosotros el rey no nos va a sacar las castañas del fuego, y aquí don Fernando nos va a montar un colegio. Me parece que ganamos con el cambio. Y ahora vámonos todos a comer, que ya va siendo hora.
En la Cofradía de Pescadores habían preparado aquel día la especialidad de la casa: arroz con mariscos.
—Comida de pobres —dijo el alcalde—, total ya ve: un poco de arroz y lo que sacamos del mar.
Linus Daff sintió cómo la boca se le hacía agua ante la visión de aquel plato previsiblemente suculento, del arroz cocinado a fuego suave que casi desaparecía bajo la costra de los bogavantes, las cigalas y los cangrejos, los berberechos y las almejas, y le sorprendió que aquellos hombres quitasen importancia a un plato que el mejor restaurante londinense hubiese servido a sus clientes más distinguidos como un manjar de dioses. Y en verdad lo era. La esposa del práctico del puerto, que regentaba el local, había aprendido a dar al arroz la consistencia justa y al caldo de mariscos el punto de sal. El inventor de historias tuvo la certeza de que nunca en su vida había probado un plato tan sabroso, se sirvió una segunda y una tercera ración cuando se la ofrecieron, y fue por puro sentido común que no dio cuenta de una cuarta, porque ganas no le faltaban de rebañar el perol del arroz y pasar un trozo de pan por los restos del caldo. El almuerzo remató con un flan casero (que el falso Castro de Lema rechazó por miedo a reventar) y un café de puchero que hizo a Linus Daff añorar el café cubano. A su lado, Pedro Almeiras se servía otra taza del brebaje casi insípido mientras aceptaba un cigarro de picadillo que le obligaría a evocar los puros habaneros.
—Y ahora que ya estamos comidos y bebidos —el alcalde apuró una copa de aguardiente de hierbas—, que don Fernando nos cuente cómo ha sido su vida en Cuba durante todos estos años.
Y entonces, el supuesto Castro de Lema tomó la palabra y empezó a hablar de sus comienzos en La Habana, del feliz encuentro con Jeremías Sinclair, de la buena marcha de la ferretería, de las deudas sin cuento que tuvo que afrontar, de la dureza de las labores de zafra, del sol cubano que saltaba la piel de la espalda y provocaba a veces insolaciones tremebundas. Les habló de su primera inversión en la bolsa neoyorquina, de su bienamada esposa Fanny a la que quiso tanto que casi olvidó su lengua natal por hablar en la de ella. Les habló de las posesiones que habían sido suyas, de su casa habanera, del jardín donde nunca habían querido crecer las plantas norteñas, y les habló por fin de la nostalgia por la tierra perdida, de la añoranza de Vilabranca, de todo el tiempo pasado al otro lado del mar aguardando el regreso y la ocasión de hacer a su pueblo natal partícipe de su fortuna. Les dijo que no había olvidado nunca la patria abandonada, que mientras hacía dinero y triunfaba en los negocios sólo tenía en la cabeza el deseo de volver, que no había dejado de soñar en gallego y de recordar las puestas de sol en los acantilados. Les dijo que en el otro confín del mundo recordaba cada día el rumor del viento entre las agujas de los pinos y el bramido del mar en las noches de galerna, que añoraba la lluvia y el sabor del marisco de roca con el que se había encontrado de nuevo aquel día y en aquella mesa, ante personas de su pueblo y de su sangre, y agradeció a todos que le hubiesen permitido recuperar sus raíces y su historia.
Una veintena de hombres escuchaban arrobados el discurso del hijo pródigo, y cuando Castro de Lema terminó su relato había ojos empañados y muecas de emoción en todos los rostros. Serafín Cortés abrazó emocionado al indiano, los tres ancianos coetáneos se secaron a la vez los ojos vidriosos y el resto de los asistentes al almuerzo prorrumpieron en un aplauso cerrado y sincero.
—Y ahora —Linus Daff había tomado otra vez la palabra por cuenta propia—. Tenemos que ponernos a trabajar. Porque, si Dios nos ayuda, en muy poco tiempo estará funcionando en este pueblo nuestro uno de los mejores colegios de España. A esa obra, señores, quiero dedicar todos los ahorros de una vida de trabajo. Antes de nada —se volvió hacia el alcalde—, necesito que localicen ustedes un terreno apropiado para la construcción del centro. Y tengan en cuenta que necesitaremos mucho espacio, porque quiero que disponga de un parque donde los alumnos puedan conocer de cerca especies vegetales de todas partes del mundo.
El alcalde se rascó la cabeza.
—Pues habrá que dar vueltas al asunto. Porque el Ayuntamiento no tiene tierras en propiedad. Ya ve, don Fernando, somos más pobres que las ratas.
—No se preocupe por eso, tengo intención de comprar el terreno, pero tendrán que ayudarme a dar con él. Calculo que necesitaremos una finca de unas dos hectáreas.
—¿Cuánto es eso en ferrados?
Serafín Cortés dirigió una mirada asesina al autor de la pregunta.
—Manolo, la gente civilizada como don Fernando mide la tierra de otra manera.
—Es que acabo de acordarme de una cosa. —Manolo Fandiño era bajito y escurridizo, de manos delgadas y pelo rapado como un tiñoso—. Esteban Segade tiene unas propiedades en el Agra, al pie del monte Armada.
—¿Esteban Segade? ¿El de los cuentos?
—El mismo. Me lo contó el otro día. Al parecer las heredó del padre, pero no las trabajó en la vida. Ya sabe, los Segade son gente de mar.
—Pues sería cuestión de que hablaran con él —el supuesto Castro de Lema se dirigía a todos en general—, si ese señor tiene un terreno que no le hace falta y quiere venderlo, que le ponga un precio.
Después de concluir el almuerzo en la cofradía de pescadores, cerca ya de las seis de la tarde, Linus Daff y Pedro Almeiras habían vuelto a la pensión de doña Josefa. Bernardo Soares estaba allí, en la cocina de la fonda, escuchando el parloteo de la casera y ofreciéndose por señas para ayudarla con los cubos de carbón que alimentaban la estufa central. Los dos hombres subieron al piso superior y se acomodaron en los sillones de la salita.
—Bueno —era Pedro Almeiras quien hablaba—, ¿qué le ha parecido?
—Una gente estupenda, no cabe duda. Si le digo la verdad, pensé que me recibirían con mucho más recelo. Y esos tres ancianos… ¿Sabe que casi sentí remordimientos al engañarles?
—Piense que es por una buena causa.
—Ya lo hago. Ahora habrá que ponerse a trabajar. Espero que no tarden mucho en conseguir que nos vendan los terrenos y empezar las obras. Necesitaremos un arquitecto… y un experto en botánica… y, claro, un asesor docente. —Linus Daff se acarició la barba de plata con la que había conseguido echarse encima unos cuantos años—. Definitivamente, nos hace falta ayuda. Y cuando antes. Mañana por la mañana pondremos un telegrama urgente.
—¿A quién?
—A un amigo mío. Se llama Juan Sebastián Arroyo, y vive muy cerca de aquí. Voy a pedirle que venga.
Juan Sebastián Arroyo era, sin ninguna duda, el personaje más popular de todo Ribanova. No tenía oficio conocido: colaboraba como columnista en el diario
El Comercio
y a veces en periódicos de tirada nacional, le gustaba viajar, era un maestro en el arte de la tertulia y vivía holgadamente gracias a la pensión vitalicia otorgada por el ayuntamiento de la ciudad cuando, merced a su proverbial sentido común, evitó que un timador alemán se llevase piedra a piedra las murallas milenarias de Ribanova. Era agradable y simpático, bondadoso por naturaleza, hermano de sus amigos y amigo de cualquiera. Juan Sebastián Arroyo amaba su ciudad sobre todas las cosas, y había sido el principal promotor de multitud de actividades lúdicas que aliviaban un poco el aburrimiento congénito de una localidad de provincias. Leía una media de tres libros por semana, le gustaba el teatro y sentía fascinación por el reciente descubrimiento del cine, y su principal patrimonio, como a él le gustaba recordar, lo constituían los centenares de amigos que tenía diseminados por el mundo entero, muchos de los cuales hubieran vendido el alma por tener ocasión de hacerle un favor. Porque Juan Sebastián Arroyo parecía haber sido bendecido por los dioses con un don excepcional: la capacidad ilimitada para hacerse querer incluso por desconocidos que apenas habían cambiado unas palabras con el periodista aficionado y diletante profesional.
Juan Sebastián Arroyo se había acostado muy tarde la noche anterior, por eso el sonido apremiante del llamador de la entrada antes de las ocho de la mañana le provocó un sobresalto incómodo. Abrió la puerta, y su sorpresa no disminuyó al ver ante él al chico de la oficina de correos.
—Telegrama para usted, señor Arroyo.
Arroyo torció el gesto. Como todo el mundo, relacionaba los telegramas con el comunicado de malas noticias, aunque nunca en la vida una nueva infausta había llegado a él por medio del telégrafo. De todas formas, respiró hondo antes de rasgar el sobre. La sorpresa del rostro se acentuó al comprobar que la firma era de un viejo conocido, Linus Daff, el inventor de historias, que años atrás había pasado una larga temporada de descanso en su casa de Ribanova. Leyó el texto casi sin respirar.
«Necesito urgentemente su presencia en Vilabranca. Enviaré un coche a recogerle si accede a venir. Envíe su respuesta a la atención de Pedro Almeiras.»
Juan Sebastián Arroyo quedó un rato con el papel en la mano y la mirada perdida.
—¿Malas noticias, señor Arroyo?
La voz del chico lo sacó de su ensimismamiento. En ese mismo instante, en el reloj eternamente estropeado del consistorio dieron las ocho de la mañana.
—No… no, nada de eso… mira, quiero mandar la contestación ahora mismo, ¿es posible? Bien, entonces entra un momento.
Había un lapicero junto a la mesa del vestíbulo. Juan Sebastián Arroyo escribió en un pedazo de papel.
«Estoy a su disposición. Ya sabe dónde encontrarme.»
El Rolls Royce amarillo, decididamente espectacular, conducido además por un negro de casi dos metros de estatura, provocó una auténtica conmoción en las calles de Ribanova. A nadie sorprendió que viniese a recoger precisamente a Juan Sebastián Arroyo: si alguien en toda la ciudad estaba en condiciones de tener un conocido que poseyese semejante artefacto, ése era sin duda don Juan Sebastián. Él subió al vehículo en medio de las chuflas cariñosas de sus paisanos, y saludándoles con la mano se acomodó en el asiento de atrás. Después de cinco horas de viaje, que discurrió por caminos infames la mayor parte del tiempo, llegaban a Vilabranca. El coche se detuvo frente a la casa de Josefa Chao, y el chófer ceremonioso abrió con una reverencia la puerta del coche. Juan Sebastián Arroyo entró en la casa y se dirigió a la patrona.