—Naturalmente. Usted véndame el terreno para hacer la escuela, y yo le prometo que aprenderá a leer y a escribir antes de lo que se imagina.
—Esa tierra no se vende. —Esteban Segade se miró las manos encallecidas por las jarcias y el recuerdo de los sabañones—. Lo decía mi padre y no voy a ser yo quien haga otra cosa. Le regalo el terreno, don Fernando. Y apúrese en hacer esa escuela, porque yo quiero escribir con buena letra antes de morirme. Ésa es su parte del trato.
Se dieron la mano. Esteban Segade había entendido el significado de su sueño. Linus Daff, por su parte, acababa de completar mentalmente el proyecto de Fernando Castro de Lema con la apertura de una aula de alfabetización de adultos. Después de todo, pensó, el auténtico Fernando Castro hubiera hecho lo mismo.
Los días sucesivos estuvieron marcados por una actividad frenética. El falso Castro de Lema quiso convocar otra reunión en el Ayuntamiento para dar cuenta del éxito de las gestiones con Esteban Segade, que asistió al encuentro en el consistorio y recibió las muestras de gratitud de los presentes sin dejar de fruncir el ceño ni de pensar en su futuro aprendizaje del arte de la escritura. Asimismo, el indiano aprovechó para presentar a los ediles a Juan Sebastián Arroyo, que había aceptado encargarse de la supervisión del proyecto de la escuela y que con tal motivo iba a residir en Vilabranca durante las próximas semanas. El ribanovense saludó al alcalde y a todos los concejales, que de inmediato experimentaron una súbita, inexplicable corriente de simpatía hacia el recién llegado, y empezaron a sentir por él un afecto sincero desde el mismo momento en que estrecharon su mano.
Aquella tarde se midió el terreno cedido por Esteban Segade: cuarenta ferrados de la zona, suficientes sin duda para albergar tanto el edificio como el jardín botánico que se quería construir. Por su parte, Juan Sebastián Arroyo también empezó su tarea y redactó casi un centenar de cartas a antiguos amigos y conocidos diseminados por el país entero, profesionales de prestigio destacados en disciplinas diversas cuyo concurso redundaría sin duda en el completo éxito de los planes de Castro de Lema. Linus Daff se sentaba a su lado y lo veía escribir, y el vecino de Ribanova explicaba al inventor de historias la procedencia, los estudios, la trayectoria profesional y académica de los destinatarios de las cartas.
Mientras, varias docenas de hombres iniciaban una labor que habría que acometer tarde o temprano: el desbrozamiento y la limpieza del terreno de Esteban Segade, que llevaba lustros enteros dominado por las malas hierbas, conquistado por los tojos y las ortigas y donde los árboles se enredaban unos en otros con la saña vegetal que provoca el abandono. En un principio, Linus Daff habló de la conveniencia de contratar a una cuadrilla de jornaleros que se ocupasen de la tarea de civilizar mínimamente aquella selva, pero fue el propio Arroyo quien lo disuadió.
—Daff, déjeles que hagan su parte. Al fin y al cabo, el colegio va a ser para ellos, para sus hijos, para los hijos de sus hijos… es natural que quieran colaborar de alguna forma.
Así se hizo. Todos los hombres del pueblo, y también muchas mujeres, participaron como voluntarios en las labores de limpieza que dirigió el propio alcalde, Serafín Cortés. Tal como intuyera Pedro Almeiras, el alcalde se reveló como un organizador insuperable: dividió el trabajo en cuatro turnos de cinco horas cada uno, formó a los voluntarios en grupos heterogéneos en función de su destreza y su fuerza, y día tras día supervisaba meticulosamente la marcha de las obras y llamaba a capítulo sin rubor a los menos duchos o a los decididamente vagos. Cada mañana, al regresar de las labores de pesca, una treintena de hombres armados con picos, con azadas, con hoces y con ferrallas diversas se dirigían, como un ejército bien entrenado, a la antigua tierra de los Segade, y trabajaban sin descanso hasta que llegaba el siguiente turno. Sólo se interrumpía la labor a partir de las ocho de la tarde, cuando ya el sol empezaba a descender, y las cuadrillas abandonaban la finca con los riñones hechos cisco y las manos en carne viva después de empuñar durante horas las herramientas de labor. Regresaban agotados pero felices, conscientes de haber participado en una tarea que redundaría en una mejora de las condiciones de vida en el pueblo, y mientras apartaban piedras y escarbaban terrones pensaban en sus hijos, que podrían por fin ir a la escuela sin tener que llevar de casa la silla para sentarse.
Uno de los más activos colaboradores en la limpieza del terreno fue Bernardo Soares. Sus labores como chófer eran solicitadas muy de tarde en tarde, y el portugués necesitaba ocupar las horas de ocio en algo útil. En contra de lo que cualquiera hubiese podido esperar, Bernardo Soares se había adaptado perfectamente a la vida en la aldea. Los vilabranqueses tardaron un poco en reponerse de la sorpresa de su aparición. En los primeros días, los hombres más rudos se apartaban a su paso, y los niños del pueblo huían despavoridos al ver llegar al gigante negro hasta que sus ojos pacíficos y su limitación en el habla convencieron a todos de que aquel hotentote era un ser inofensivo y casi angélico, que agradecía con una sonrisa intensa cualquier gesto de afecto, que ayudaba a las mujeres a llevar los cestos de ropa limpia y a los hombres a descargar el pescado que llegaba en las barcazas todas las mañanas. Su colaboración en las tareas de desbrozamiento fue muy bien recibida, sobre todo cuando el alcalde cayó en la cuenta de su fortaleza descomunal y su inquebrantable voluntad de trabajo, que le llevaba a hacer dos turnos seguidos de cinco horas cada uno, y muchas tardes, cuando ya el sol se había puesto, pretendía seguir apartando piedras o arrancando las raíces centenarias que se obstinaban en agarrarse al suelo. Bernardo Soares aprendió a medir el son cambiante de las mareas, a escuchar los relatos de naufragios y los cuentos de ahogados de Esteban Segade. Los niños de la aldea le enseñaron a nadar en la zona menos profunda de la cala, las mujeres a encontrar berberechos y chirlas en las arenas de la bajamar, los hombres le instruyeron en los primeros rudimentos del arte de la pesca, y tres semanas después de su llegada, Bernardo Soares tenía la sensación de haber pasado la vida entera en el pueblo de pescadores, mecido su sueño por el compás de las olas y curtida la piel oscura por la sal que arrastraba el viento. Un buen día se sorprendió a sí mismo mirando el mar con un embeleso desconocido, como si el azul intenso del agua estuviese ligado íntimamente a su historia personal. En efecto, así ocurría: aunque él lo ignoraba, el chófer portugués era el último descendiente de una larga estirpe de marinos, uno de cuyos miembros había acompañado en su expedición al rey don Juan Segundo, y sin él conocerlo llevaba en las venas la impronta del mar y en los genes la comunión con el océano, pero nunca en su vida había tenido ocasión de experimentar de cerca el llamado de las olas. En Lisboa, las aguas del estuario del Tajo eran dulzonas y mansas, y para él, criado en la Alfama, tan ajenas como las llanuras del Alentejo. En Lisboa el chófer había vivido siempre de espaldas al mar, pringadas las manos por el aceite de los coches y embotados los sentidos por la obstinación de su padre de existir tierra adentro, ignorando que la historia de su nombre se adentraba en las aguas del Atlántico hasta llegar al Cabo de las Tormentas.
El día que comió la primera ostra de su vida, en el mismo muelle de Vilabranca, Bernardo Soares sintió que el alma se le alborotaba en el recuerdo de algo que no había vivido en carne propia, pero que existía alojado en el fondo de su cerebro. El sabor de la ostra viva, arrugando su carne grisácea bajo la gota de limón, hizo que Soares aprendiese de golpe quién era en realidad, y de haber podido hablar hubiese desafiado en su lengua o en la lengua de cualquiera al monstruo Adamastor diciendo
«soy el pueblo que quiere el mar que es tuyo»
. En aquellos días, Bernardo Soares empezó a encontrar ridículas sus galas de almirante de tierra firme, su empleo de capitán de una nave de cuatro ruedas, y se hizo el propósito mudo de abandonar el oficio de chófer en cuanto don Fernando dejase de necesitarle para emprender por cuenta propia otras singladuras diferentes, lejos del suelo al que no pertenecía y buscando los límites desconocidos del mar de sus ancestros.
Mientras avanzaban satisfactoriamente los trabajos de desbroce de la finca de Esteban Segade, Serafín Cortés puso en marcha otro plan que Linus Daff hubiese preferido ver postergado: la ejecución de su retrato a manos del artista local. El inventor de historias recordaría por siempre la mañana de agosto en que, pertrechado de papeles y lapiceros, Benito Menán le pidió permiso para tomar algunos apuntes de su rostro. El falso Castro de Lema suspiró y durante más de una hora posó para el pintor pueblerino, un joven de poco más de veinte años, desgarbado y flaco, que tenía en la mirada cierta chispa de vida que Linus Daff no fue capaz de relacionar con la inteligencia en estado puro. O, al menos, no hasta que vio los primeros bocetos. Benito Menán se los mostró venciendo su timidez proverbial, y el otro Castro de Lema quedó fascinado ante aquellos estudios magistrales. Definitivamente, estaba ante un pintor de indiscutible talento, que sin haber recibido formación técnica alguna era capaz de hacer gala de una prodigiosa habilidad para el retrato.
—Dibuja usted muy bien.
—Favor que me hace, don Fernando.
—¿A qué se dedica? Aparte de pintar, claro.
El retratista sonrió y empezó a guardar los bocetos en el bolsillo del chaleco.
—Soy pescador, don Fernando. Como todo el mundo en este pueblo. Aquí no se puede ser otra cosa.
Linus Daff miró una vez más aquellos estudios, y en un segundo imaginó a Benito Menán en otra parte, lejos de Vilabranca, convertido en retratista de fama en Madrid, o en Barcelona o, por qué no, en el mismo París donde triunfaba un español que acababa de inventar el cubismo. El pintor se colocó el lápiz detrás de la oreja.
—Bueno, pues muchas gracias. Si no le importa volveré otro día. El alcalde me ha dicho que este retrato tiene que quedar muy bien, así que voy a molestarle más veces.
—No es molestia, señor Menán… —el inventor de historias vaciló un poco—. Dígame una cosa ¿le hubiera gustado estudiar pintura?
La risa del otro resonó en la habitación. Fue una carcajada sincera, agreste, incluso un poco ruda.
—Don Fernando, yo sé leer y escribir… y sumar malamente para que no me engañen con el precio de los pescados. Bastante me parece para el hijo de un marino muerto y una madre que se dejó media vida vendiendo sardinas. Y, la verdad, no sé cómo se puede estudiar pintura. Dibujo lo que veo y listo. —Se limpió con un trapo los dedos sucios de grafito—. Tengo que irme. Ya le veré otro día.
Un par de semanas después empezaron a llegar las respuestas a los requerimientos de Juan Sebastián Arroyo. El primero en contestar fue Ignacio Orayén, un catedrático de Santiago que había colaborado en la redacción del Plan de Estudios Romanones de 1901, del que Arroyo pidió que le hiciese llegar un duplicado, explicando las intenciones de un indiano rico que quería poner en marcha un colegio en una villa gallega. Don Ignacio, que tenía primos en Ribanova y pasaba temporadas en la ciudad, sentía un gran afecto por Juan Sebastián Arroyo, y no sólo le envió a vuelta de correo una copia del plan de 1901 sino que además, y sabiendo de la amplitud del presupuesto manejado por su amigo, elaboró para el centro un proyecto educativo de primer orden en el que proponía la creación de aulas complementarias a las materias académicas. Así, Ignacio Orayén hablaba de la formación de un gabinete de ciencias naturales, otro de disciplinas artísticas (música, pintura, escultura y grabado) y un tercero de lenguas vivas y muertas. El profesor Orayén le facilitó además el nombre de una veintena de recién licenciados por la universidad compostelana, muchos de los cuales podrían tener interés en integrar el claustro docente del Colegio de Vilabranca. Arroyo escribió a todos, y algunos contestaron enseguida mostrando su disposición de participar en el proyecto.
Simultáneamente, Juan Sebastián Arroyo había empezado las gestiones para localizar un arquitecto dispuesto a ajecutar los planos del centro. Lo encontró, por supuesto: José María Aguilar, miembro de la Escuela de San Fernando, al que tuvo ocasión de conocer años atrás durante una visita a Sevilla y que había sido su invitado en Ribanova durante unas fiestas patronales. El andaluz aceptó inmediatamente el hacerse cargo de los planos del edificio, y ofrecía a su vez su mediación para encontrar a otro arquitecto capaz de asumir el diseño del jardín botánico, pues se consideraba lego en materia de paisajismo y prefería delegar en un experto. Aguilar, que en realidad llevaba muchos años alejado de la práctica de la arquitectura y se dedicaba exclusivamente a dar conferencias y largos paseos por las playas gaditanas, manifestó incluso su intención de trasladarse a Vilabranca para supervisar las obras. Linus Daff asistía incrédulo a semejantes muestras de buena voluntad por parte de un desconocido.
—¿De verdad piensa cruzar España para dirigir la construcción del edificio?
—Anda ¿y por qué no iba a hacerlo? —una vez más, el inventor de historias pensó que Juan Sebastián Arroyo era un ser de otro mundo convencido de la bondad natural de todos los hombres—. Está jubilado y se aburre mucho. En esas circunstancias uno está deseando tener la cabeza ocupada. Yo creo que ni siquiera nos va a cobrar.
—No se trata de eso. Castro de Lema dejó dinero suficiente como para retribuir la labor de todos los que participasen en el proyecto. Diga a su amigo que ponga precio a su trabajo, que aquí no vamos a discutir por unos cuantos duros.
Sólo una semana más tarde, José María Aguilar hizo llegar a Juan Sebastián Arroyo un primer boceto con los planos. El arquitecto había proyectado un edificio grácil y lleno de luz, de aspecto firme y ventanales amplios que posibilitasen la existencia de aulas diáfanas y abiertas al aire. Había espacios previstos para la instalación de los distintos laboratorios, para los despachos del profesorado, para el aula de dibujo (una enorme habitación con el techo de cristal situada en el último piso), para el gabinete de música. Había una pequeña capilla, un gimnasio cubierto, un comedor con cocina y hasta un recinto concebido como salón de actos donde podrían celebrarse conciertos y representaciones teatrales. Cuando Pedro Almeiras vio los planos del colegio, pensó que aquel edificio era a buen seguro el mismo con el que Fernando Castro de Lema había soñado durante más de cincuenta años. Aquella misma tarde, Juan Sebastián Arroyo envió un telegrama a José María Aguilar aceptando todas sus propuestas arquitectónicas e invitándolo a trasladarse a Vilabranca en el menor plazo posible para poner en marcha el proyecto que hasta ahora no existía más allá del papel cebolla de los planos. El arquitecto andaluz contestó al día siguiente anunciando su próxima llegada a la aldea, que no se demoraría más allá de tres semanas, para empezar a trabajar cuanto antes. Además, Aguilar informaba a Juan Sebastián Arroyo de que en breve recibiría la visita de Silverio Martín, un paisajista asturiano interesado en hacer frente al trazado del jardín botánico.