—Una idea muy original, señor Castro —pareció dudar unos momentos—. Por cierto, hay algo que quiero comentar con usted. Es un poco delicado…
—Vamos, Daff, en mis circunstancias hay pocas cosas que puedan parecerme improcedentes. Hable sin miedo.
—Verá, creo que en lo que respecta a la historia que he inventado para usted, podemos darnos por satisfechos. Quedan muy pocos cabos sueltos, por no decir ninguno. Pero hay algo que me preocupa mucho.
Fernando Castro se alarmó.
—¿De qué está hablando?
—De su físico, señor. Puede ser el obstáculo más difícil de salvar y convertirse en un lastre a la hora de hacer creíble la historia que me ha encargado.
El indiano miró de frente al inventor de historias.
—Haga el favor de explicarse.
—Mire, señor Castro —Linus Daff había decidido que sería mejor no andarse con rodeos—, si quiere usted que se le tenga por un indiano que regresa a su tierra para morir allí después de deslomarse trabajando, será mejor que comience por cambiar su aspecto. No se ofenda, pero usted no es el anciano que esperan en su pueblo. ¿Cómo cree que lo imaginan? ¿Bien plantado, ágil, rebosando salud? Claro que no. Allí estarán aguardando a un viejecito achacoso, con el pelo blanco y muchas arrugas, que necesita un bastón para caminar y una trompetilla pegada a la oreja para entender lo que le dicen. Tiene usted setenta años, señor Castro… y nadie en sus cabales sería capaz de adjudicarle muchos más de cincuenta. En el pueblo debe constar su partida de nacimiento, y habrá allí parientes lejanos y amigos de la infancia de su misma quinta. No querrá que empiecen a pensar que un impostor intenta hacerse pasar por el verdadero Fernando Castro de Lema.
Castro de Lema escuchaba como alucinado el discurso del inventor de historias.
—Perdone, señor Daff, pero no sé qué puedo hacer yo al respecto…
—Dejarse aconsejar por mí. —Linus Daff retrocedió unos pasos, ladeó la cabeza y escrutó la elegante fisonomía de Fernando Castro—. Mmm… vamos a ver, debería empezar por cortarse el pelo. Lo lleva usted demasiado largo, y así es muy difícil ocultar la abundancia de cabello. Y déjese crecer la barba. Será una buena manera de disimular que no le han salido arrugas. Por cierto ¿no tiene usted ningún defecto en los ojos?
El otro meneó la cabeza, deseando de corazón poder confesar el padecimiento de miopía, astigmatismo o cualquier otro lastre que menoscabara su capacidad visual. Linus Daff se dio una palmadita en la frente.
—Increíble. Increíble. Con setenta años… ¿sabe usted que yo llevo lentes desde los treinta y siete? Y usted, sin embargo… En fin, tendremos que hacer algo al respecto. Un viejo con vista de lince podría despertar sospechas. Si le parece bien, le encargaré unas gafas de hipermétrope. Así se verá obligado a cerrar un poco los ojos para ver mejor. Y tendrá que aprender a usar bastón. Es lo menos que se puede pedir a un hombre que va rumbo a los ochenta. Olvídese de dar pasos largos al caminar, como hace ahora. Y haga el favor de doblar un poco la espalda. Cuando le veo de lejos, tengo que hacer esfuerzos para no confundirle con un muchacho de veinte años.
Castro de Lema miró a Linus Daff como pidiendo un poco de compasión.
—Lo de la espalda va a ser difícil… me acostumbré a caminar erguido y no creo que sepa hacerlo de otra forma.
—Tonterías. Bastará con que fije la vista en el suelo y relaje los hombros. —El otro siguió sus indicaciones—. ¿Ve como no es tan complicado? Al principio le dolerá un poco el cuello, pero es cuestión de entrenarse.
Fernando Castro no sabía muy bien si indignarse o desesperarse. Tantos años intentando conservarme, decía, tantos años cuidando mi aspecto y alegrándome de tener mucho pelo y pocas arrugas y ahora resulta que lo ideal sería parecer un viejo escacharrado. Linus Daff se conmovió ante su tribulación.
—Señor Castro, entiéndame bien: su transformación no es un capricho. Y no crea que voy a convertirle en un abuelo decrépito, sino en un anciano digno que lleva en sus espaldas muchos años de trabajo honrado. No es necesario que parezca Matusalén… pero tampoco puede volver usted a su aldea con el aspecto que tiene ahora.
El otro suspiró.
—Muy bien, Daff. Después de todo, esto ha sido idea mía. Pero tendrá que ayudarme un poco.
—Claro, señor —el tono de Linus Daff era casi festivo—, me paga usted para eso.
Fernando Castro y el inventor de historias trabajaron juntos durante varios días. Linus Daff supervisó cuidadosamente el corte de pelo que el barbero practicó al indiano, y también indicó de qué modo debía dejarse crecer la barba blanca, que según sus cálculos tardaría unas dos semanas en alcanzar la longitud deseada. Le enseñó a moverse despacio y a pedir ayuda con la mirada para subir los escalones, a apoyarse delicadamente en el brazo de quien se lo ofreciera para levantarse y para sentarse, a usar los lentes de carey. Le indicó cómo debía llevarse la mano a los ojos de vez en cuando para simular cansancio en la vista, cómo mesarse la barba, cómo agarrar el mango del bastón y apoyarse en él. Le enseñó a sonreír suavemente, a dominar un poco la sonoridad de sus carcajadas, a fingir la emoción de un abuelo con el temblor de la voz y la digna torpeza de un septuagenario al agarrar las cosas. El inventor de historias fue como siempre un maestro inflexible que corregía el menor gesto erróneo, que no permitía una sola equivocación y que señalaba sin piedad todas y cada una de las consecuencias fatales que un paso en falso podría traer consigo.
Durante el tiempo que duró el entrenamiento, Linus Daff aconsejó al indiano que no se dejase ver por nadie, ni siquiera por Pedro Almeiras, porque sería más fácil ir cambiando modales y costumbres sin sentirse constantemente observado y evaluado por más testigos que su propio instructor, y además sería preferible que Pedro calibrase el resultado del trabajo terminado sin haber sido testigo de la evolución paulatina de Castro de Lema. Mantenerse fuera del alcance de miradas indiscretas fue relativamente fácil: Fernando Castro llevaba bastante tiempo sin hacer vida social y recibía más bien pocas visitas, así que nadie se extrañó cuando desapareció definitivamente de las reuniones de la Sociedad y los almuerzos de confraternización. Más complicado fue disuadir a Pedro Almeiras de la conveniencia de visitar a su amigo y de alentar con su presencia el proceso de transformación.
—Hágame caso, Pedro —le decía el inventor de historias—, para Castro de Lema será más fácil concentrarse en su nueva vida si no tiene gente alrededor.
—Pero yo no soy gente…
—En este caso sí lo es. Si de verdad quiere hacer algo útil, se me ocurre que podría ocuparse de notificar al alcalde de Vilabranca la próxima llegada de Castro de Lema y su intención de construir en el pueblo un centro de enseñanza. Le aseguro que mi cliente se sentirá más tranquilo si sabe que usted va a encargarse de ese tipo de detalles.
Pasaron quince días sin que Fernando Castro tuviese un momento de tregua, como tampoco lo tuvieron el inventor de historias ni el propio Pedro Almeiras, nombrado casi por sorpresa gerente de la operación de acercamiento a la aldea gallega donde había nacido Fernando Castro. Al primer telegrama enviado desde Cuba contestó el alcalde de Vilabranca con otro que, más que otra cosa, traslucía sorpresa y cierta incredulidad por las nuevas que llegaban de ultramar. Pedro Almeiras contestó con otro telegrama mucho más largo en el que se daba cuenta de la historia personal de Fernando Castro de Lema, de su infancia en la aldea y su emigración a tierras cubanas, y su deseo de regresar a la patria perdida y hacerla depositaria de su fortuna. Almeiras reconocía sonriendo la particular desconfianza galaica en los textos cablegrafiados desde Vilabranca, y tuvo que utilizar toda su mano izquierda para aportar más detalles del legado, hasta convencer a los ediles de la aldea de que aquella sorpresa monumental no era parte de un timo ni indicio de una tomadura de pelo.
Mientras Pedro Almeiras bregaba pacientemente con la prudencia de los gallegos, Daff y Castro de Lema continuaban con el duro trabajo de convertir al indiano en un viejecito respetable con un pasado digno de admirar. Por las mañanas repasaban las notas del inventor de historias, y dedicaban las tardes el entrenamiento físico. Linus Daff tuvo que reconcer en Fernando Castro a un alumno aplicado, y algunas veces, al ser testigo de su agilidad y su excelente estado físico, le parecía imposible que aquel hombre estuviese en realidad tan cerca de la muerte, porque nunca había tenido cerca a un anciano tan lejos de la decrepitud y la erosión de los años.
Durante aquellos días, Linus Daff volvió dos o tres veces al hogar de Lucrecia Sánchez y tuvo ocasión de conocer al marido de ella, Miguel Cifuentes, un miembro de la aristocracia criolla enamorado perdidamente de las gracias de su mujer, del timbre de su voz de soprano y de su belleza sin límite. En contra de lo que él mismo hubiera esperado, Linus Daff no sintió al verle junto a Lucrecia la punzada de los celos que lo atormentaban en Londres, cuando compartía cenas y paseos con ella y con Pedro Almeiras. Al principio se sorprendió con su propia indiferencia, pero enseguida se dio cuenta de que no le importaba ver a Lucrecia Sánchez en compañía de su marido porque Lucrecia amaba a Miguel Cifuentes tan poco como al mismo Linus Daff.
Miguel era su marido, su compañero, el brazo en que apoyarse todos y cada unos de los días de su vida. Era el hombre sensato que prodigaba seguridad y afecto, que jamás se alteraba, que había puesto a su disposición su fortuna, su vida y toda su bonhomía. Por parte de Lucrecia, no había en toda la isla esposa más devota ni más solícita, compañera más dispuesta a complacer al hombre con quien vivía, mujer más pendiente de los caprichos de su marido, de sus necesidades y de sus carencias. Hablaba de él y con él utilizando un cariño sincero e intenso, le gustaba dedicarle todo el tiempo que precisara y dejaba cualquier cosa por estar a su lado si él lo necesitaba así. Miguel Cifuentes no ignoraba que ni en un millón de años hubiera encontrado una esposa mejor que Lucrecia Sánchez, y se lo decía a todos los que querían oírlo. A su vez, él era un marido intachable, y formaban una pareja feliz y bien avenida. Ambos sabían que no había entre ellos lo que gusta de llamarse amor verdadero, pero se sabían cómplices en muchos asuntos y amigos en casi todo. Ninguno de los dos pedía otra cosa, seguramente porque tampoco estaba en condiciones de darla.
Linus Daff fue siempre consciente de esa falta de amor sustituido voluntariamente por afecto y ternura. El inventor de historias no volvió a ver nunca en los ojos de Lucrecia la luz particular que había en ellos cuando miraba a Pedro Almeiras, muy lejos de Cuba, en otro tiempo, en una ciudad distinta, en otras circunstancias irrepetibles, y por eso entendió que nunca más iba a ver a Lucrecia como la había visto en Londres: engrandecida por el amor. Durante aquellos encuentros en La Habana, Linus Daff se dio cuenta que la pasión indomable que había sentido un día por Lucrecia Sánchez había ido sublimándose en un cariño sincero. La mujer que había amado tanto y con un calor que el propio secretismo se encargaba de magnificar había desaparecido en la niebla de otro lugar y de otra época. Lucrecia Sánchez ya no existía. Pedro Almeiras se la había llevado para siempre.
Exactamente tres semanas después de su primera visita al domicilio de Fernando Castro, Linus Daff decidió que el trabajo estaba terminado y que había conseguido convertir al indiano en el modelo de hombre que esperaban al otro lado del mar. Ambos decidieron entonces que era el momento de recibir la visita de Pedro Almeiras, para que el amigo de tantos años tuviese ocasión de convertirse en juez supremo y evaluase el resultado de tantos días de trabajo. Almeiras entró en la casa de Castro de Lema acompañado del inventor de historias. Fernando Castro les esperaba en la biblioteca, sentado en una butaca de cuero, y cuando oyó llegar a sus invitados se puso en pie del modo en que Linus Daff le había enseñado a hacerlo, y se acercó a ellos en su nueva apostura. Pedro Almeiras contuvo la respiración al estar ante el hombre en que Fernando Castro se había convertido. Todo en él resultaba perfecto y armónico. La espalda, levemente encorvada, y el bastón de caña que ahora usaba para moverse le hacían perder algo de la apostura gallarda que siempre había tenido. La barba blanca y recortada en uve y el pelo apelmazado a la fuerza bajo el agua de lavanda le daban el aspecto de un patriarca venerable, mientras los lentes de pega restaban parte del brillo juvenil que sus ojos dorados se obstinaban en mantener a traves de los tiempos. Había en sus manos un temblor casi imperceptible y una torpeza tan evidente en sus movimientos de anciano que nadie hubiese creído que eran simplemente fruto de dos semanas de duro entrenamiento. Pedro Almeiras contempló en silencio el resultado de la operación, y de pronto se dio cuenta de que frente a él estaba el verdadero Fernando Castro de Lema, como si el hombre que había conocido y querido hasta entonces fuese en realidad un artificio de la imaginación o, simplemente, un farsante que gustaba de hacerse pasar por un viejo respetable, dignificado por las canas y los achaques propios de una edad provecta.
—¿Qué le parece? —Era Linus Daff quien preguntaba.
—Asombroso. Verdaderamente asombroso. —Pedro Almeiras se dejó caer en un sillón—. Fernando, pareces otra persona.
Castro de Lema respiró hondo y se quitó los lentes.
—¿Puedo? —preguntó a Linus Daff con la docilidad de un niño—, todavía me mareo un poco si los llevo mucho rato seguido.
—Claro. Además, creo que se merece usted un respiro. Ahora póngase cómodo y escuche las novedades que le trae Pedro.
Pedro Almeiras contó entonces que mantenía frecuente correspondencia cablegráfica con el ayuntamiento de Vilabranca, y que ya todo el pueblo estaba al corriente del regalo que Fernando Castro de Lema iba a hacer a la villa.
—Están como locos —explicó—. Les he dicho que llegarás en cuestión de semanas para hacer entrega de los documentos que certifican la autenticidad del legado.
—Gracias por todo, Pedro. Has hecho un trabajo admirable.
—Te aseguro que no ha sido fácil vencer las reticencias iniciales. Hasta que les convencí de la veracidad de la historia, todo el pueblo pensaba que se trataba de una broma.
Fernando Castro se volvió hacia el inventor de historias.
—Daff… ¿cree usted que podría marcharme ya?
—Por supuesto, señor Castro. Está perfectamente preparado para representar su papel. Lo hemos repasado cientos de veces y no creo que vaya usted a cometer ningún error. Y en lo que se refiere a su aspecto físico… creo que Pedro ha dado el visto bueno definitivo.