Los primeros días en La Habana fueron lo más parecido al infierno. Se levantaba con el alba, como había hecho siempre, y al abrir los ojos y enfrentarse con la aurora una oleada de congoja invadía sin piedad todos los rincones de su alma. Tardaba sólo unos segundos en localizar la raíz del dolor, y entonces lloraba sin consuelo pensando en Pedro Almeiras y en los trucos que había aprendido para hacerlo despertar y que ahora ya no le valían de nada. A veces permanecía en la cama hasta bien entrado el día, con la mente en blanco a ratos, a ratos recordando con sevicia al amante perdido. Algunas veces volvía a quedarse dormida, siempre con la vaga esperanza de que todo lo sucedido fuese parte de un mal sueño del que despertaría como otras mañanas al lado de Pedro Almeiras. Cuando al fin se decidía a dejar el lecho que tantas veces compartiera con él, Lucrecia Sánchez vagaba por la casa que había acabado por ser de ambos, o se sentaba en un sillón a llorar por sí misma y por la dicha pasada. Dejó de comer, de interesarse por los vaivenes de la moda que llegaba de Europa, y no volvió a cantar en solitario como le gustara hacer en otro tiempo. Su voz bellísima se debilitó al mismo tiempo que su cuerpo, y la piel de melaza empezó a perder la lozanía que tuviera siempre. Sus primos, una docena de hombres y mujeres de todas las edades, se coaligaban con sus amigos para entretenerla inventando para ella toda clase de diversiones de distinto pelaje: una excursión a Cienfuegos, una velada musical con Adelina Patti, la posibilidad de un viaje a Nueva York, el encargo de un retrato suyo a un pintor francés de moda dispuesto a desplazarse a La Habana para inmortalizar su rostro hermosísimo… a todos aquellos planes pergeñados con tanto amor por quienes la apreciaban contestaba Lucrecia Sánchez con una negativa tajante: no quería viajar a Cienfuegos, no quería conocer a ninguna diva italiana ni posar durante horas para un majadero dispuesto a cruzar el mundo para pintar cuatro rayas en un lienzo. Sólo quería quedarse en aquella casa suya muriéndose de pena las veinticuatro horas del día. Y, sobre todo, que la dejasen tranquila, ya que no había nadie en el mundo capaz de comprender lo que estaba sintiendo. Le asqueaba escuchar a cada hora los buenos consejos de las amigas solícitas repitiéndole una y otra vez que el tiempo lo cura todo, que ningún hombre es insustituible, que era todavía joven y bella, que habría otros hombres a quienes querer que fuesen a su vez más constantes y más leales en sus afectos de lo que había sido Pedro Almeiras, ese golfo, ese sinvergüenza, ese donjuán de poca monta que se servía de su habilidad para aporrear el piano para rendir a las mujeres, y Lucrecia Sánchez escuchaba toda aquella colección de improperios deseando ardientemente ser capaz de hacer lo mismo que sus amigas, capaz de insultar sin piedad al causante de su desdicha y vaciarse de amargura con el recurso de la rabia. Pero no era capaz de desquitarse con palabrotas de bucanero ni mucho menos de serenar el alma consolándose con la idea de que el antiguo amante no era más que un miserable que en esta vida o en otra encontraría el castigo del que se estaba haciendo acreedor.
Una mañana se levantó, envuelta en lágrimas como siempre y sin poder recordar si ya la noche anterior se había dormido llorando. Entró en el tocador, y de pronto el espejo de cuerpo entero le devolvió una imagen desconocida: al otro lado del cristal, una mujer avejentada y casi fea le lanzaba una mueca ingrata. Tardó unos segundos en reconocerse, pero al final tuvo que admitir que la figura del azogue era ella o lo que quedaba de ella: una piel marchita, unos ojos vacíos y enrojecidos por el llanto perenne, una boca que se había quedado sin su frescura característica y que parecía incapaz de curvarse en una sonrisa. El pelo negro, ahora sin brillo, empezaba a perder el esplendor nocturno que lo caracterizara en otro tiempo, y el talle se había afinado tanto por los muchos días de ayuno que era imposible reconocer en él las formas irresistibles que habían dado fama en toda la isla a sus caderas perfectas. Lucrecia Sánchez se contempló sin piedad durante unos segundos intentando recordar cómo había sido en un tiempo no lejano, y en ese mismo momento se propuso recuperar las riendas de sí misma antes de que una pasión desnortada acabase por devastarla definitivamente.
No quiso posponer ni un día más el comienzo de su recuperación para la vida. Encargó a la sirvienta un desayuno completo, reclamó a su peluquera y a su manicura, que ya casi no recordaban el tacto sedoso de su pelo negro y la suavidad de sus manos y de sus uñas diáfanas. Buscó en el armario el mejor de sus vestidos, y al comprobar que todos le quedaban grandes por efecto del adelgazamiento repentino hizo venir a la modista y le encargó la confección inmediata de media docena de equipos completos adaptados a su nueva talla. Ordenó que pusieran flores en todos los jarrones, que abrieran las ventanas, que aireasen las habitaciones clausuradas, que pintaran las paredes humedecidas y bruñesen la plata hasta que brillara como un espejo. Revisó con la cocinera el menú semanal, haciendo sugerencias y peticiones, y entre las dos compusieron un selecto repertorio de platos exquisitos de la cocina antillana y europea cuya sola contemplación hacía la boca agua. Visitó las bodegas de la casa, bastante mal surtidas en los últimos tiempos, y encargó vinos españoles, franceses e italianos que podían comprarse en los barcos que llegaban a diario al muelle de La Habana cargados de tesoros del otro continente. Compró también licores de calidad cubanos y europeos y pagó un disparate por una botella de Armagnac que, decían, había pertenecido a un oficial del ejército napoleónico y que estaba destinada a brindar por la victoria de Waterloo. En realidad, Lucrecia Sánchez nunca se creyó la leyenda apócrifa, pero compró de buen grado la botella de licor sólo por el gusto de ver brillar en su interior el líquido ambarino y casi espeso que hacía presagiar una historia de amor y de misterio detrás de cada gota.
Se propuso animar el espíritu rodeándose de cosas hermosas, compró obras de arte sabiamente asesorada por un primo experto en pintura moderna, llenó la casa de música enlatada (obvió solamente a Bach y a Telemann, por ser los preferidos del amante) y retomó los paseos a caballo por las plantaciones de tabaco para mejor contemplar la puesta de sol y los amaneceres increíbles que regalaba todas las mañanas el cielo cubano. Adquirió joyas espléndidas, echarpes de seda, dos mantones de Manila, una peineta de carey y una mantilla española, plumas de pájaros exóticos para adornar los trajes, sombreros imposibles, guantes de piel y decenas de pares de zapatos. Todas aquellas compras a veces compulsivas le proporcionaban un remedo de dicha, un sucedáneo de la felicidad conocida junto a Pedro Almeiras, y reconocía ante cualquiera y sobre todo ante sí misma que quería tener cerca cosas hermosas simplemente porque ya no podía tenerlo a él. Claudicó en su costumbre de retirarse temprano, y empezó a participar en fiestas, en bailes nocturnos y en todas las reuniones mundanas donde reclamaron su presencia, y para su sorpresa descubrió el encanto de las noches largas y del amanecer visto desde la otra orilla.
Quiso reincidir en las clases de canto para darse también la oportunidad de obtener el placer del éxito en los teatros de Italia, pero su maestro le comunicó que sus cuerdas vocales se habían fosilizado con la edad y el reposo, y hubiera sido imposible educarlas para retomar una carrera profesional. De todos modos, Lucrecia Sánchez siguió recibiendo clases de canto por el placer de escucharse a sí misma. Descartada la posibilidad de triunfar como cantante, se propuso obtener nuevas victorias en el campo de las transacciones comerciales, así que volvió a tomar con mano férrea el control de los negocios que había dejado de lado durante mucho tiempo. Nunca puso tanto interés ni tanto empeño en defender y rentabilizar la plantación de la familia, nunca trabajó con más ahínco ni su esfuerzo produjo resultados mejores: en cuestión de meses estuvo en condiciones de comprar cien acres de terreno cultivable para ampliar sus dominios y sus beneficios. Toda aquella actividad, todo el placer proporcionado por la riqueza, era nada más que un sustitutivo de algo que había perdido para siempre, pero también una medicina eficaz para defenderse del dolor y de los recuerdos.
Por aquellos días pensó que para olvidar a Pedro Almeiras tenía que aprender a detestarle con la misma intensidad con que lo había amado, que para conjurar aquella pasión no había otra medicina que el odio mismo, y a él se entregó con tanto cuidado y tanta fuerza como se había entregado una vez al calor antiguo de los brazos de Pedro. Dedicó cada minuto del día a buscar con sevicia cada uno de sus defectos, su falta de ternura en instantes decisivos, su desapego por todas los elementos materiales, su incapacidad para muchas cosas, y luchaba encarnizadamente por olvidar su habilidad frente al piano, el tacto de la piel de su espalda o la luz azul de sus ojos intensos, hasta que entendió que de nada valía el recurso tantas veces sugerido de sustituir el amor por el desprecio. Había querido tanto a aquel hombre que no había manera humana de aprender a detestarlo. Aquellas sesiones de odio artificial no hacían otra cosa que llenar de amargura el alma de ella, y la dejaban cansada y triste porque, en realidad, sólo servían para hacerla sentir débil, miserable y sola. Fue entonces cuando Lucrecia Sánchez entendió que no le quedaba otra opción que vivir con el recuerdo de él enquistado en el alma, que no podría olvidarlo por más que se propusiera, mucho menos odiarlo ni despreciar su memoria. Bastaba con aceptar que le había perdido para siempre, seguramente porque nunca Pedro Almeiras le había pertenecido por entero.
Así pasó el tiempo y las heridas abiertas empezaron a cerrarse. Y hubo un día en que Lucrecia despertó sin aquella opresión en el pecho que le partía el alma en dos cada mañana que sucedía a una noche sin él. Entonces entendió que, después de tantos intentos infructuosos, después de tantas lágrimas y de tantos legítimos deseos de escapar de todos los sitios, estaba llegando algo que se parecía al olvido. Sólo tres meses después conoció a Miguel Cifuentes y se casó con él sin pensar muy bien en lo que hacía. En realidad, aquel matrimonio era sólo una pieza más del complicado engranaje de la maquinaria que consigue atenuar el sufrimiento.
Aquella mañana, mientras esperaba la llegada de Linus Daff, Lucrecia Sánchez volvió a sentir la punzada de los recuerdos dolorosos. No había vuelto a ver al inventor de historias desde la época de Londres. Lo que nunca le dijo a nadie fue lo mucho que pensó en él cuando abandonó el hotel Savoy envuelta en furia y en lágrimas, despechada y sola, víctima del dolor y del fracaso. En aquellos días aciagos sopesó la posibilidad de localizar al inventor de historias y buscar consuelo en aquel hombre afectuoso en quien, desde el primer momento, había supuesto la virtud de la ternura. Pensó muchas veces hacerle llegar un telegrama de auxilio, suplicarle que se reuniera con ella en cualquier lugar para tener ocasión de derramarse en llanto sobre un hombre amigo, y que alguien secase sus lágrimas con el afecto de un padre. Linus Daff, tan sereno, tan amable, tan correcto, tan medido en todo, hubiera sabido reconducir su pena y calmar su ánimo. Lucrecia Sánchez llegó incluso a redactar el texto en demanda de amparo, pero nunca llegó a enviarlo, como tampoco pudo sospechar nunca que Linus Daff hubiese querido tener el valor de salir a buscarla, dar con ella dondequiera que estuviese y convertirse en un eterno paño de las lágrimas amargas derramadas por Pedro Almeiras.
Cuando Linus Daff llegó a las doce y media del mediodía, Lucrecia Sánchez le aguardaba en la terraza de la casa.
—Daff… querido amigo… cómo le agradezco que haya aceptado mi invitación.
—Soy yo quien le agradece que me haya invitado.
—Hace mucho tiempo desde la última vez.
—Diez años —dijo Linus Daff—, pero usted está igual que en Londres.
Lucrecia Sánchez abrió el abanico que descansaba sobre sus rodillas.
—Londres… dígame ¿cómo está la ciudad?
—Como siempre, Lucrecia. Gris, triste… y mortalmente aburrida.
—No diga eso. Recuerde cuánto nos divertimos allí… Claro que de eso hace ya mucho tiempo. Vamos, pase al comedor. Servirán el almuerzo en unos minutos. Mi marido no podrá acompañarnos, tenía que atender un asunto en Santiago de Cuba. Tiene que volver otro día cuando él esté, le encantará conocerle.
Lucrecia apoyó su mano en el brazo del inventor de historias y juntos entraron en la casa. Allí, en un comedor magníficamente iluminado, esperaba una mesa preparada para dos. Lucrecia había dispuesto un almuerzo perfecto, y Linus Daff disfrutó de él y de la charla alegre de Lucrecia Sánchez, que le hablaba de su vida actual, de la marcha de la plantación, de la factoría de cigarros que no se comercializaban y que ella seguía fumando cada vez con más frecuencia. Terminado el almuerzo, se sentaron en el salón para tomar el café. Lucrecia sirvió las tazas, tendió la suya al inventor de historias, y luego clavó en él sus ojos negros.
—Y dígame, Linus… ¿qué le trae por La Habana?
—Encontré a Pedro Almeiras en Nueva York y me invitó a pasar una temporada con ustedes. —El inventor de historias sintió en el alma tener que engañar a aquella mujer admirable—. Hace tiempo que tenía ganas de conocer la isla, así que…
Pero Lucrecia Sánchez ya no le escuchaba. Al oír el nombre de Pedro Almeiras, una nube gris cruzó su rostro y cambió su expresión.
—Linus —ella había permanecido en silencio por unos minutos—, voy a preguntarle algo, y quiero que me responda sinceramente.
Linus Daff sintió en el costado un pinchazo de alarma, pero se rehízo y trató de aparentar naturalidad.
—Usted dirá.
—¿Qué piensa de mí?
El inventor de historias sonrió, pero en realidad estaba aterrado, porque intuía que la pregunta tenía muy poco de casual.
—¡Qué quiere que piense, Lucrecia! Que es usted una mujer espléndida, alegre, inteligente, que tiene una vida envidiable…
Ella levantó la mano como para detener la elocuencia del inventor de historias. Evidentemente, Linus Daff pensaba zanjar la pregunta con una retahíla de cumplidos más o menos sinceros, y no eran ésos los derroteros por los que Lucrecia Sánchez quería llevar la conversación.
—Linus… ¿sabe usted por qué me fui de Londres de una forma tan precipitada?
El otro asintió con la cabeza.
—¿Sabe usted qué pasó después? ¿Imagina cómo fueron los días siguientes?