—Le agradezco que me traiga tan buenas noticias —le dijo—. En realidad, es lo único que queda pendiente. El contrato con los músicos de Viena está ya firmado, el cocinero llegará de París la semana que viene, y esta misma mañana he terminado de redactar las invitaciones.
Olivier Picaud señaló un montón de sobres colocados cuidadosamente sobre la mesa del recibidor. Y en ese momento, Castro de Lema recibió un soplo de inspiración angélica.
—Señor Picaud… ¿quiere usted que me ocupe de entregar los sobres en la oficina de correos? A primera hora de mañana tengo que ir personalmente a recoger un envío.
—Pues… en realidad, pensaba mandar a un criado… pero si usted dice que puede llevarlos a primera hora…
—A las ocho en punto estaré allí.
—En ese caso, llévese los sobres.
—Mañana estarán repartidos. Y en cuanto a la cubertería, no se preocupe. Se la enviaré en cuanto llegue.
Aquella noche, Fernando Castro de Lema no durmió en absoluto. La pasó en vela abriendo con vapor y una buena dosis de paciencia los sesenta y siete sobres dirigidos a los invitados a la fiesta magnífica de Olivier Picaud. Luego, extrajo de dentro la cartulina de invitación, donde, de puño y letra y con tinta china, el anfitrión daba cuenta del día y hora de celebración de la fiesta: el 25 de mayo a las nueve de la noche. Entonces, y recordando un truco del que le había hablado Jeremías Sinclair para hacer frente a las malas calificaciones escolares, buscó en su bien surtida ferretería la cuchilla más fina y mejor afilada, y una por una raspó todas las fechas que aparecían en los tarjetones. Cuando terminó la operación, sustituyó la fecha del 25 por la del 26 de mayo. Luego volvió a meter las invitaciones en los sobres, cerró éstas cuidadosamente y, como ya clareaba, se dirigió a la oficina de correos portando alegremente la mercancía que iba a servir para ridiculizar a Olivier Picaud delante de toda La Habana. Una semana después, Fernando Castro entregaba en casa de Picaud la cubertería completa. Había pensado que, después de todo, no era necesario dar el cambiazo.
El veinticinco de mayo amaneció, como era previsible, soleado y radiante. Desde las primeras horas de la mañana, un ejército de criados y de camareros se afanaban en colocar mesas y sillas en los jardines de la casa magnífica que Olivier Picaud poseía en Matanzas. El chef parisino había pasado casi toda la noche en vela preparando la pastaflora y la masa para el hojaldre, y comenzaba ahora el ritual de aderezar los patos que iba a introducir, ya cerca del mediodía, en un horno gigantesco, para que se asasen con una lentitud extrema y pudieran servirse dorados y en su punto a las diez de la noche. Le preocupaba la factura del soufflé: con aquel calor, habría que esperar casi hasta el último minuto para batir las claras a punto de nieve, y la precisión francesa del señor Cazotte no permitía fallos en ese sentido. La cena comenzaría a las nueve y media. Así las cosas, el soufflé debería estar a punto para ser flameado a las once menos cuarto, hora en que, previsiblemente, los invitados habrían dado ya buena cuenta de la crema de cangrejos de río, el hojaldre de hongos y el pato asado con miel. Media docena de pinches debían empezar a batir las doscientas claras de huevo exactamente a las nueve menos cuarto de la noche. Con aquella fiesta, el señor Cazotte se jugaba su reputación en tierras de ultramar. No podía cometerse un solo error. Había calculado los tiempos con precisión milimétrica, igual que había cuidado hasta extremos enfermizos la selección de los ingredientes de cada uno de los platos. Había rechazado tajantemente cualquier intromisión del personal local de cocina, y traído consigo desde París a su propio equipo de ayudantes: no se fiaba en absoluto de los pinches cubanos, tan aficionados a las especias y a las frutas tropicales. El señor había sido claro: quería un menú francés, así que nada de pimienta de Cayena, arroz congrí o plátano frito. Y mientras Alexis Cazzotte dictaba órdenes en las cocinas, los músicos vieneses recién llegados de Europa repasaban los compases de los valses y las polkas que iban a interpretar para complacer los pies y los oídos de los selectos invitados a aquella fiesta en cuya organización Olivier Picaud se había gastado una auténtica fortuna.
A las ocho y cuarto del día veinticinco de mayo, Olivier Picaud empezó a vestirse con un frac adquirido en la mejor sastrería londinense. Lamentó profundamente no poseer condecoraciones que colgarse en el pecho (había llegado a tener en sus manos sin atreverse a comprarla una Legión de Honor cuyo dueño estaba arruinado), pero una vez dio dos vueltas delante del espejo de cuerpo entero decidió que, después de todo, el traje le daba una apostura lo suficientemente gallarda como para no preocuparse de la ausencia de medallas y bandas de gala. A las nueve menos cuarto, en el mismo momento en que los pinches franceses de monsieur Cazzotte empezaban a levantar las claras para convertirlas en merengue, llegaron los primeros invitados: siete amigos próximos a Olivier Picaud que habían recibido en mano sus invitaciones. El anfitrión hizo que les sirvieran una copa de champaña y canapés de salmón mientras esperaban la llegada del resto de los asistentes, y dio orden de que comenzara la música. Dieron las nueve, y en vano Picaud y los otros agudizaron el oído para anticiparse a la llegada de los carruajes, para escuchar desde lejos el rumor de las voces de los recién llegados. Pasaron los minutos y no llegaba nadie.
—En estas tierras la gente no sabe lo que es ser puntual —decía François Dunant, un empresario educado en Suiza y maleducado en todos los lugares del mundo—. Son salvajes, Olivier, no lo olvides: salvajes de sangre española mezclada con sangre india. No esperas gran cosa de semejante combinación.
Olivier Picaud pidió que sirvieran otra copa de champaña y otra bandeja de canapés. En las cocinas, las claras de huevo empezaban a tomar consistencia.
—No dejen de batir —ordenaba Cazotte—, no dejen de batir.
Fuera, los músicos empezaban a sentirse un poco extraños interpretando las piezas que tan bien conocían para un auditorio tan restringido. Estaban acostumbrados a un público bastante más numeroso. Mientras, los criados habían encendido todos los farolillos colocados en los árboles para iluminar el jardín, y se paseaban de un lado a otro del parque sin saber qué hacer, mientras el hielo de las cubiteras se derretía y los canapés empezaban a estropearse.
—Salvajes, Olivier. Salvajes. —Dunnant seguía en sus trece—. Aparecerán una hora más tarde pidiendo a gritos de comer y de beber, atravesarán tu jardín dando voces para disfrutar de la cena que has encargado y de la música que les has traído. No lo merecen, Olivier. No merecen esto ni tampoco otras cosas. Pero qué se puede esperar. No tienen nuestro pasado glorioso, no tienen nuestra historia…
A las diez y cuarto, consternado, al borde del paroxismo, Olivier Picaud dio orden de que sirvieran la cena. En la cocina, las claras habían subido tanto como era de esperar, pero en contra de las previsiones del señor Cazzotte, el soufflé no podría flamearse a las once menos cuarto sino bastante más tarde. Casi tan atribulado como el propio anfitrión, el cocinero francés mandó sacar a la mesa la crema de cangrejos de río, y luego el resto de los platos, mientras la blanca espuma del merengue iba subiendo hasta alcanzar proporciones desorbitadas. En el jardín, los ocho comensales cenaban en un silencio mortal interrumpido por el tono casi fúnebre de los músicos vieneses, que comprendían que el momento no era el más adecuado para arrancarse con una polka ni mucho menos con una marcha triunfal. Los invitados de Olivier Picaud trataban de no mirar las mesas vacías y perfectamente dispuestas con la vajilla de Limoges y la cubertería de alpaca puntualmente servida por Fernando Castro de Lema, y saboreaban ya sin entusiasmo el hojaldre crujiente y el pato agridulce que con tanto esmero había preparado monsieur Cazotte, reputado chef francés que en aquel momento se encontraba en la cocina a punto de sufrir una apoplejía mientras trataba de contener la furia expansiva del merengue y contemplaba desolado cómo en la cocina se mezclaban, en impío desbarajuste, más de un centenar de patos asados, otras tantas cazuelas de crema de cangrejos, el hojaldre de hongos y las yemas desechadas por no servir para el soufflé.
Los invitados se marcharon de madrugada, borrachos como cubas y tratando de restar importancia al desaire colectivo del que su amigo había sido objeto. Dunnant insistía en el comportamiento rudimentario de los descendientes de españoles, mientras los músicos austriacos guardaban los instrumentos entre decepcionados y ofendidos, como si el plantón a Picaud también les hubiese afectado a ellos. En la cocina, el señor Cazzotte se esforzaba por contener las lágrimas mientras se juraba a sí mismo que nunca jamás en su vida volvería a trabajar en tierra de indios y sus pinches parisinos se bebían a escondidas las botellas de cointreau que debieran haber servido para flamear el soufflé.
Olivier Picaud se acostó cuando ya clareaba el día, pensando que sin duda aquélla había sido la peor noche de todas las noches de su vida. Claro que no le quedó más remedio que cambiar de opinión cuando, a las nueve de la noche del día siguiente, empezaron a llegar a la casa de Matanzas los invitados ausentes en la jornada anterior. Llegaron puntuales, impecables los caballeros, bellísimas las damas, ellos luciendo el frac de rigor y las condecoraciones legítimas, ellas llevando con la gracia caribe los vestidos de seda, de muselina y de moaré, las joyas más hermosas, los perfumes de moda. Para entonces no quedaba en la casa ni uno solo de los vestigios de la fiesta: habían recogido las mesas y las sillas, los faroles venecianos del jardín, las guirnaldas de flores de los árboles. La cubertería había sido embalada y devuelta con una nota confusa a la tienda de Fernando Castro, la vajilla estaba otra vez guardada en el desván, y el frac londinense de Olivier Picaud reposaba en el fondo del armario en medio de bolas de naftalina. Las botellas de champaña sobrantes estaban en la bodega, los platos de la noche anterior habían sido incinerados en la parte de atrás de la finca y los músicos de Viena y el cocinero francés tomaron un barco aquella misma tarde después de cobrar sus honorarios y despedirse con notable frialdad de aquel majadero que ni siquiera era capaz de calcular cuántas personas acudirían a su llamada antes de organizar fiestas multitudinarias.
Cuando empezaron a llegar los invitados, Picaud calibró seriamente la posibilidad de descerrajarse un tiro entre ceja y ceja con su escopeta de caza para no hacer frente a aquella situación indeseable, pero no se atrevió a tanto. Arrancó de su percha el frac arrugado, se lo puso de mala manera y bajó al jardín oscuro a dar explicaciones, o más bien a recibirlas. Fue un momento horrendo. Cien pares de ojos se clavaron en él y en su traje de gala hecho un higo, en su faz descompuesta y en su sonrisa congelada. Quiso hablar, pero no supo qué decir. Le entraron ganas de llorar, pero las lágrimas no le salían. Y entonces, sin saber por qué, la boca de Olivier Picaud se contrajo y del centro mismo de su pecho brotó una risa histérica que estremeció la brisa templada del jardín. Nadie dijo nada. Uno a uno, los invitados volvieron a tomar sus coches de punto y se marcharon, conscientes de habérselas entendido con un completo chiflado que había convocado en su propia casa a más de cien personas con el único propósito de reírse en sus mismas narices.
Aquella historia supuso la defunción social de Olivier Picaud y el ingreso de Fernando Castro de Lema en la junta directiva de la Sociedad de Gallegos Trasterrados, cuyos miembros escucharon la historia de la fiesta reunidos en sesión extraordinaria, con la boca abierta y el corazón henchido de orgullo patrio. Aquel sinvergüenza, aquel mequetrefe, aquel cobarde que explotaba a sus paisanos había recibido, por fin, una lección inolvidable.
Para Fernando Castro, sin embargo, la broma suprema con que obsequió a Olivier Picaud tuvo consecuencias que alteraron para siempre el curso de su historia personal. Porque unos días después de haber enviado las cartas retocadas, el heredero de Jeremías Sinclair se dio cuenta de que uno de los sobres había caído debajo de la mesa en mitad del proceso de manipulación, y por tanto no había sido puesto al correo con los demás.
Lo recogió con disgusto: si uno de los invitados no recibía la carta, su gestión como responsable de enviar las invitaciones podía quedar en entredicho, y llegar a relacionar su intervención con el cambio de fechas en las cartulinas. Así que decidió tomar la carta y llevarla personalmente a su destinatario, un tal Oskar Schmitd que se alojaba en un hotel de La Habana. Había decidido dejar la carta en la recepción del hotel, pero el azar dispuso otra cosa: al preguntar por Oskar Schmitd al conserje solícito, éste dibujó una sonrisa amable en su rostro rubicundo e hizo una seña alegre:
—Es ese caballero que acaba de entrar. ¡Señor Schmitd! Aquí preguntan por usted.
Fernando Castro vio cómo se le acercaba un hombre alto, delgado, de unos cuarenta años de edad, levemente encorvado, de ojos muy claros y mentón firme que le saludó con una inclinación de cabeza.
—¿Qué se le ofrece?
—Tengo un sobre para usted. Lo envía el señor Olivier Picaud.
—Ah, Picaud… estoy haciendo negocios con él. Traiga, muchas gracias. ¿A quién tengo el gusto…?
—Fernando Castro. Y ahora, si me disculpa…
—Oskar Schmitd. Encantado de conocerle. Por favor, acepte un refresco… Aquí hace un calor espantoso, y yo no estoy acostumbrado a estas temperaturas. Soy alemán ¿sabe?
—Ya, pero es que tengo algunos asuntos…
—Nada que no pueda esperar, seguro. Estoy recién llegado a esta isla suya, y me siento un poco perdido. Me vendrá bien hablar con alguien que pueda darme algunos consejos, por ejemplo para combatir la canícula. Venga conmigo, haga el favor.
Sin saber cómo, Fernando Castro de Lema tuvo que dejarse arrastrar al bar del hotel por aquel desconocido tan persuasivo y, desde luego, tan simpático. Oskar Schmitd se presentó: era alemán, arquitecto y experto en paisajismo. Había estudiado y obtenido títulos en media docena de universidades de prestigio, era viajero empedernido y políglota, cultísimo y amable, de grata conversación y modales sin tacha. Una vez que hubo desgranado toda la información sobre sí mismo, recabó a su vez datos sobre su interlocutor. Animado por la simpatía que en él despertaba el extranjero, Fernando Castro habló de sus orígenes, de su condición de gallego emigrado, de sus comienzos en la isla como empleado de Jeremías Sinclair, de su ascenso a hombre de confianza primero y a propietario del negocio después. Le habló de la Sociedad de Gallegos Trasterrados, de su intención de pasar a formar parte de la directiva, y casi sin darse cuenta hasta dejó caer que profesaba muy poca simpatía a Olivier Picaud por su condición de explotador de paisanos. Oskar Schmitd le escuchó con una atención desmedida, meneando la cabeza en señal de aprobación y mesándose de vez en cuando las cejas pobladas que empezaban a encanecer.