—Escuche —el alemán bebió el último trago de su refresco—. He venido a Cuba con la intención de quedarme aquí una temporada poniendo en marcha una serie de negocios. Y necesito un socio. Creo haber encontrado en usted a la persona indicada. ¿Le parece que volvamos a vernos dentro de unos días?
Fernando Castro de Lema abrió mucho los ojos. No entendía qué tipo de sociedad podía querer formar con él un arquitecto alemán, ni de qué iba a servir un ferretero gallego a los negocios de un hombre de mundo. Intentó explicar a Oskar Schmitd que, a buen seguro, no era él la persona indicada, pero el extranjero no le escuchaba.
—Nada, nada, usted déjeme a mí. ¿Puede darme la dirección de su tienda? Pasaré a verle un día de éstos.
Fernando Castro de Lema había olvidado ya al simpático alemán y sus ofertas societarias cuando, dos semanas después de la fiesta fallida de Picaud, Oskar Schmitd entró en la ferretería, vestido de indiano, con un panamá flexible en la mano derecha y la sonrisa perenne y sincera encajada en su magnífica dentadura.
—Mi querido amigo… Es un placer verle de nuevo… Así que ésta es su tienda. Muy bonita, desde luego, y muy bien surtida.
Oskar Schmitd examinaba todo con un interés sincero, las cajas de tornillos, la loza, las cortinas de encaje, los juegos de cuchillos y las regaderas de latón. Fernando Castro le observaba desde detrás del mostrador intrigado por los movimientos del alemán, porque no entendía qué interés podía suscitar una mercancía tan corriente en un hombre de mundo, de seguro acostumbrado a visitar establecimientos de prosapia y tiendas de lujo. Sin embargo, no dijo nada y le dejó hacer a su gusto. Después de todo, pensó, a nadie molesta. La tienda estaba vacía, y de hecho él se encontraba bastante aburrido, así que no había por qué desdeñar la visita de un curioso.
—¿Tiene usted tiempo para tomar un café conmigo?
Fernando Castro negó con la cabeza.
—Me temo que no. Estoy solo y no puedo cerrar la tienda.
—Entonces hablaremos aquí, si le parece bien.
Fernando Castro sacó de la trastienda dos sillas de madera y las colocó frente a frente. El alemán ocupó una y él se sentó en la otra. Estuvieron un rato así, en silencio, examinándose mutuamente, hasta que al fin Oskar Schmitd se decidió a hablar.
—Mi querido amigo —le dijo—, llámelo sexto sentido, deformación profesional o lo que quiera, pero desde el momento en que le vi supe que era usted la persona que estaba buscando.
El gesto de Castro de Lema fue de una perplejidad sincera.
—No entiendo…
—Necesito un socio desesperadamente, amigo mío. Alguien que me ayude a salir adelante en esta tierra suya que, si me permite el comentario, es muy diferente a la vieja y civilizada Europa. He trabajado en América, ¿sabe? Pero, claro, Nueva York no tiene nada que ver con La Habana. Y déjeme que le diga una cosa: no acostumbro a trabajar en compañía. Pero aquí las cosas son distintas: el carácter de las gentes, el correr del reloj… mire, creo que si no estuviese tan ocupado escribiría un ensayo sobre el valor relativo del tiempo en la isla de Cuba. Porque yo creo que aquí las horas tienen demasiados minutos. Pero dejemos ese tema para otra ocasión.
Fernando Castro de Lema empezaba a marearse y a aceptar la posibilidad de que el alemán no estuviese del todo en sus cabales. Sin embargo, Oskar Schmitd parecía la viva imagen de la serenidad, la mesura y el equilibrio.
—Como le decía, necesito asociarme con alguien… con alguien como usted. Lo supe en cuanto lo vi. Y después del episodio de la fiesta…
Fernando Castro palideció súbitamente y notó que le entraban unas ganas terribles de vomitar.
—La… la fiesta.
—Sí señor. La fiesta que no hubo en casa de Picaud. Evidentemente, tuvo usted mucho que ver en aquel desastre.
El otro tragó saliva. Sólo había confesado los detalles del cambio en las fechas de las invitaciones a los miembros de la junta directiva de la Sociedad, y cada uno de ellos había jurado por su honor guardar el secreto.
—Se estará preguntando cómo sé de su intervención en el cambio de fechas. No, no tema, nadie ha sido indiscreto, y apostaría cualquier cosa a que he sido el único en darme cuenta de su intervención. Mire, cuando llegamos a casa de Picaud y tuvimos que marcharnos, todo el mundo pensó que Olivier se había vuelto loco y que había invitado a un centenar de personas a una fiesta inexistente. Pero yo supuse que tendría que haber otra explicación. Al llegar a casa estudié la cartulina detenidamente y me di cuenta de que alguien había sustituido la cifra de la fecha. Usted me había entregado en mano el sobre de Picaud. Así que había muchas posibilidades de que fuese usted el responsable de la jugarreta. ¿Puede darme un vaso de agua, por favor?
Fernando Castro sirvió dos, y dudó si beber el suyo o echárselo por la cabeza. Estaba a punto de asfixiarse. Oskar Schmitd acabó con el agua de un solo trago, sonrió y siguió hablando.
—Ah, querido amigo, debería haber estado usted allí, toda aquella gente enfadada, insultando por lo bajo al pobre Olivier, todos aquellos coches aparcados en orden frente al jardín, los vestidos de las señoras, los fracs de los caballeros, Picaud carcajeándose como un demente junto a la escalera… Fue espléndido, hermosísimo, inolvidable. Y usted se lo perdió. Ese detalle era el único que me faltaba para considerarle definitivamente un profesional. ¿Sabe? Los aficionados necesitan comprobar por sí mismos el resultado de sus acciones. Y, en la mayoría de los casos, es eso lo que les pierde, porque suelen ser descubiertos. Usted actuó y esperó a conocer las consecuencias por boca de otros. Es usted un maestro, amigo mío. Aunque quizá todavía no lo sabe. Pero dígame… ¿por qué lo hizo?
Castro de Lema hubiera querido tener valor para negarse, para defender su inocencia a capa y espada, pero de pronto se dio cuenta de que, en realidad, le importaba muy poco que Oskar Schmitd, la isla entera o el mismísimo Picaud supiesen que había sido él el causante del fiasco. Como por arte de magia recobró todo su aplomo.
—Porque Picaud es un hijo de mala madre que tiene a mis paisanos trabajando como esclavos en sus plantaciones.
Oskar Schmitd cerró los ojos y su rostro adquirió una expresión beatífica.
—Excelente. Maravilloso. Ni en sueños podría pedir más. Es usted un idealista. Un caballero andante. Me dijo que tenía orígenes españoles, ¿no es así? Eso lo explica todo. Qué suerte la mía.
De pronto, recobrado ya el dominio de sí mismo y la tranquilidad de espíritu, Castro de Lema decidió que ya estaba bien de responder preguntas y que había llegado el momento de hacerlas a su vez. Si aquel alemán chiflado tenía alguna propuesta sensata que hacerle —cosa altamente improbable, porque nada de lo que decía tenía mucho sentido— que fuese al grano de una vez por todas. Y si no, podía volver por donde había venido con sus licenciaturas universitarias y su don de lenguas.
—Mire, señor… don Oskar… yo no acabo de entender qué es lo que quiere de mí. Y me temo que, sea lo que sea, no voy a poder complacerle. Usted y yo somos muy distintos, y no creo que haya ningún negocio que podamos emprender juntos… Así que…
—No juzgue tan a la ligera. Es cierto que usted y yo somos muy diferentes. Y eso es una ventaja. Nos complementaremos.
—Pero vamos a ver ¿a qué se dedica usted exactamente?
El otro no alteró lo más mínimo la expresión de su cara para responder.
—Soy estafador.
Fernando Castro se desplomó en una silla. Evidentemente, aquel hombre estaba loco. Loco como una cabra.
—No se ponga así. Le aseguro que no es para tanto. El mundo está lleno de gente como yo… lo que pasa es que no todos tienen el valor de llamar a las cosas por su nombre. Llevo siete años en el negocio de las estafas, y le aseguro que no es más vergonzante que muchos otros oficios tenidos por decentes. Además, permítame decirle que soy lo que se podría llamar un estafador de los de guante blanco. Jamás timo a gente con apuros económicos. Me dedico sólo a los ricos muy ricos, y si es posible prefiero emplearme a fondo con los que practican el arte de la estafa amparándose en argucias legales… como su amigo Picaud, por ejemplo. Esa clase de tipos son mis favoritos.
Castro de Lema recordó entonces una máxima que su madre le había enseñado siendo muy niño: quien roba a un ladrón, tiene cien años de perdón, y casi instantáneamente lo que Oskar Schmitd contaba empezó a tener cierto sentido.
—He llegado a Cuba desde muy lejos porque me han dicho que ésta es una tierra de ricos donde muchos han hecho dinero como por arte de magia. Es el mejor caldo de cultivo para practicar el arte del engaño. Pero necesito ayuda, Fernando. Necesito ayuda y consejo para localizar a los más ricos entre los ricos, a los más ingenuos y los más pánfilos, a los más arrogantes. No quiero estafar a un trabajador que haya hecho fortuna después de destripar terrones, no quiero arruinar a una familia ni amargar con un timo a un desdichado a quien quede poco tiempo de vida. Me hace falta alguien que conozca la isla, que conozca a sus gentes y, sobre todo, que me eche una mano a la hora de descifrar ese modo de ser suyo que es tan distinto al europeo. Seríamos socios. Usted seleccionaría para mí a las futuras víctimas y yo diseñaría para cada una de ellas una estafa distinta y adecuada a sus circunstancias. Algunas veces le utilizaría a usted como enlace. En otros casos actuaría solo. Yo me llevaría el setenta y cinco por ciento de cada operación, y usted se quedaría con el veinticinco restante.
Oskar Schmitd se puso de pie.
—No quiero que me conteste ahora. Tómese su tiempo para pensarlo. Vaya a verme al hotel cuando haya decidido algo. Y cuento con su discreción, al igual que usted puede contar con la mía en el asunto Picaud. Hasta pronto, querido amigo.
Hizo una leve inclinación de cabeza, tomó el panamá que reposaba sobre el mostrador y salió de la tienda abanicándose con el sombrero. Fernando Castro de Lema se quedó allí, con la boca abierta y la certeza absoluta de que su vida iba a cambiar irremediablemente. Dos días después, al cerrar la ferretería, se dirigió con paso firme al hotel donde se alojaba Oskar Schmitd. Le encontró en el bar, sorbiendo un refresco, secándose con un pañuelo blanco el sudor de la frente mientras se dibujaba en su rostro la expresión de placidez que tan habitual resultaba.
—Señor Schmitd…
—Fernando Castro… me alegro mucho de volver a verle. Pero siéntese, por favor. ¿Quiere tomar una limonada? Yo voy a pedir otra para mí.
Les sirvieron las bebidas, y entonces Castro de Lema enfrentó sus ojos pardos a los ojos azules del alemán.
—Voy a aceptar su oferta —le dijo sin respirar. El otro no descompuso el gesto.
—Me alegro infinitamente. —Sonrió—. Y deje que le diga que ya lo esperaba… y también que su decisión va a hacerle rico.
—Pero hay algo que me gustaría aclarar con usted…
—Adelante.
—Seré yo y sólo yo quien elija a las víctimas de las estafas, y usted tendrá la obligación de informarme de las características de cada timo antes de ponerlo en práctica. Desde este momento quedan descartados como blancos todos los miembros de la colonia gallega de La Habana, y serán víctimas preferenciales aquellos que en algún momento hayan abusado, engañado o explotado a mis paisanos de Galicia.
Los ojos de Oskar Schmitd brillaban alegres.
—Perfecto, amigo mío, perfecto. Veo que ha comprendido usted la dinámica del negocio. No sólo se trata de hacernos ricos usted y yo, sino que además esta profesión sirve a veces para hacer justicia. ¿Sabe quién era Robin Hood? Un bandido inglés que robaba a los ricos y entregaba a los pobres el fruto de sus ganancias. Bien es verdad que yo no pienso dar un céntimo a nadie, pero tampoco voy a participar en asaltos en cruces de caminos. Entonces ¿somos socios?
—Somos socios, señor Schmitd.
Se estrecharon las manos.
—Llámeme Oskar.
Linus Daff estuvo escuchando a su futuro cliente sin interrumpirle ni una sola vez, y Castro de Lema había desgranado para él todos sus recuerdos con una precisión asombrosa. Había anochecido. Un criado entró de puntillas y encendió las lámparas de la biblioteca.
—Fue así como empecé a labrar mi patrimonio, señor Daff. Oskar Schmitd y yo trabajamos codo con codo durante siete años. Debería haberle conocido. Era un genio, un auténtico genio. Nunca he tratado a nadie tan simpático, con tanta labia y tanta capacidad para meterse en el bolsillo a cualquiera a poco que se lo propusiese. Durante aquellos años, él y yo estafamos a treinta y cinco millonarios de la isla. Todos ellos compartían una característica común: ser infinitamente ricos y haber perjudicado en algún momento a los miembros de la colonia gallega. Hicimos cosas increíbles. Comprar un terreno lleno de piedras y venderlo luego veinte veces más caro demostrando previamente que podría haber una mina de diamantes bajo el suelo… fabricar una diadema adornada con trozos de cuarzo y hacerla pasar por una joya perteneciente a una reina inglesa… Hubo un tipo completamente estúpido que compró a Oskar Schmitd una parte importante del palacio de Versalles. No soy capaz de recordar todos aquellos engaños deliciosos, pero podría escribirse un libro sobre ellos.
—¿Qué pasó con Schmitd?
—Acabó volviendo a Europa. En realidad, él decía siempre que se sentía más un arquitecto que otra cosa, y acabó encontrando el modo de compatibilizar el negocio de los timos con el de la arquitectura. En una de sus cartas me explicó que estaba preparando un proyecto falso para trasladar las piedras de una muralla romana de tres kilómetros de perímetro a otra ciudad vecina, pero luego me contó que aquella operación le salió mal porque un tipo más listo descubrió el pastel antes de tiempo. Tuvo que desaparecer. Había expresado su intención de volver a La Habana para seguir trabajando conmigo, pero su hermano mayor murió y tuvo que hacerse cargo de la educación de su sobrino. Y Schmitd consideraba que esta tierra de indios no era el mejor lugar para criar a un mozalbete. No volví a saber nada de él.
—¿Y usted? —Linus Daff tomaba notas en su libreta negra—. ¿Qué hizo cuando Schmitd dejó La Habana?
—Bueno… digamos que ya había aprendido lo suficiente como para volar con alas propias. Seguí en el negocio de las estafas, aunque tengo que reconocer que las mías no constituían ningún alarde de imaginación comparándolas con las orquestadas por Schmitd. También tuve que ampliar mi radio de acción… en Cuba empezaba a ser peligroso reincidir tantas veces. Hice buenos trabajos en la península de La Florida, y también un par de cosas en Surinam. Y luego, eso sí, tuve la habilidad de invertir bien los beneficios de mis actuaciones. Un día, no sé por qué, empecé a pensar para qué necesitaba yo tanto dinero, y si no habría cometido un error haciendo de la delincuencia un modo de vida. Entonces recordé a aquel bandido inglés del que me hablaba Schmitd, Robin Hood, que robaba a los ricos para dar a los pobres. Y volví a pensar en mi pueblo, en los niños que no tenían escuela y que viajaban a Cuba con lo puesto, a veces a hacer fotuna, y otras, las más, a matarse a trabajar explotados por miserables como Olivier Picaud. Decidí volver y construir la escuela… Pero una cosa tuve muy clara: no quería llegar a mi aldea y presentarme ante ellos como un tipo que se hizo rico por arte de magia. Quiero que todos piensen que mi fortuna es fruto de la constancia, de la dedicación, del esfuerzo, del trabajo extremo. Y aquí es donde entra usted.