Habían pasado ya tres semanas desde la marcha de Andrés, y el señor Sinclair todavía dedicaba el tiempo libre a reflexionar sobre las argucias de la casualidad. Al cerrar el negocio, Sinclair invertía una hora en pasear lentamente por el malecón, recordando a su hijo y a María de la Luz, y aceptando la certeza de haberse quedado solo. Fue una de aquellas tardes cuando reparó en un adolescente, casi un niño, que parecía esperar su destino sentado en un fardo. Aquel niño era Fernando Castro de Lema. Y Jeremías Sinclair iba a suplir con él la falta del hijo y del heredero. Aquella noche, guiado por un extraño instinto de protección, le dejó dormir en su casa, en la cama que poco tiempo antes había ocupado Andrés Sinclair, y al día siguiente le ofreció un trabajo remunerado en su ferretería.
Fernando Castro de Lema, que no podía dar crédito a su buena estrella, aceptó alucinado las atenciones del desconocido, como aceptó después su oferta de empleo y su trato paternal. Por aquel entonces él casi no podía recordar a su verdadero padre, pero tenía la sensación de que aquel hombre generoso tenía por fuerza que parecerse mucho al autor de sus días, así que de un modo tal vez inconsciente correspondió a sus desvelos con cierta dosis de cariño, que se multiplicó cuando Jeremías Sinclair cayó enfermo y su hijo contestó al llamado que le hicieron con un telegrama tan conciso como revelador: «Lamento tu enfermedad. Siento sea imposible mi traslado a La Habana. Cuídate.»
Fernando vio el telegrama junto al lecho donde Jeremías Sinclair se consumía de fiebre y de pena, y desde el momento en que leyó las palabras ingratas tomó la decisión de asumir por cuenta propia las tareas del hijo pródigo. Pasaba las noches velando al enfermo, atendiendo a sus caprichos y a sus apetencias intempestivas, trayéndole vasos de agua con azúcar a media noche y preparando tazas de tila para templar los nervios en mitad de la madrugada. En uno de los instantes de lucidez que le brindaba la fiebre, Jeremías Sinclair pidió a Fernando Castro que no descuidara el negocio, y el chico se hizo cargo de la ferretería con una seriedad y un dominio de la situación que sorprendió a todos los que sabían de sus catorce años recién cumplidos.
Jeremías Sinclair estuvo con un pie en el otro barrio, pero, ya fuera por los cuidados de Fernando Castro, ya por su naturaleza robusta, empezó a recuperarse. A pesar de haber perdido la visión del ojo izquierdo y aunque como secuela de la enfermedad le quedaron unas migrañas crónicas que le atormentaban puntualmente, Jeremías Sinclair se sintió afortunado por haber dado el esquinazo a la muerte y, sobre todo, por entender que no se había equivocado al acoger bajo su ala al joven Castro de Lema: el chico, tal como se encargaba de recordar a todos los que le rodeaban, no sólo le había cuidado con paciencia franciscana durante casi cuatro meses, sino que además había sacado tiempo y fuerzas de flaqueza para evitar que el negocio se fuese a pique.
Si desde el principio Jeremías Sinclair se había comportado como un padre con Fernando Castro, una vez superada la enfermedad fue mucho más allá, e incluso propuso al joven la posibilidad de adoptarlo y darle sus apellidos. Sin embargo, Castro de Lema no quiso aceptar la oferta.
—Mire, señor, le agradezco mucho la buena intención, pero ya tengo un nombre y no me parece bien cambiarlo.
Sinclair entendió como buenas las razones de su protegido. Y ya que no podía tomarlo en adopción, se decidió a ser el mejor padre postizo del mundo. Preparó para él una habitación propia en la casa que ocupaba, le compró ropa nueva y solicitó los servicios de un maestro particular que le diese clase tres veces por semana. En cuanto el chico cumplió la mayoría de edad, puso el negocio de la ferretería a nombre de los dos, e hizo lo mismo con la casa que ocupaban. Cuando Jeremías Sinclair murió, próximo ya a los ochenta años, Fernando Castro compró a su hermano de pega la parte del negocio y la vivienda que le correspondía por derecho legal y acabó por hacerse dueño absoluto del establecimiento ferretero y de la casa de los Sinclair. Propietario ya del negocio que había llevado casi en soledad durante los últimos años, Castro de Lema amplió notablemente las prestaciones de la tienda, pasando a vender también instrumentos de menaje doméstico y, con el paso del tiempo, incluso manteles y ropa de cama, que él mismo elegía con muy buen tino en los buques que llegaban de Holanda. Las amas de casa habaneras decían que no había en toda la isla una tienda mejor surtida que la del hijo adoptivo de Jeremías Sinclair, que empezaba a amasar una pequeña fortuna vendiendo encajes primorosos a las recién casadas y herramientas de la mejor calidad a los macheteros de zafra.
Por aquel entonces, Fernando Castro de Lema ya había entrado en contacto con la Sociedad de Gallegos Trasterrados que acababa de fundarse en La Habana «con el propósito de mantener viva la memoria y el espíritu de nuestra tierra allende los mares», como rezaba el texto fundacional. En un principio, la Sociedad la integraban poco más de una docena de gallegos enfermos de nostalgia, que dedicaban las noches a llorar por la patria perdida, pero poco a poco fueron soplando aires nuevos y empezaron a unirse a ellos gallegos bien asentados en las fértiles tierras de Cuba, terratenientes prósperos, propietarios de plantaciones inmensas y de ingenios azucareros que invertían sabiamente sus ganancias en la bolsa de Nueva York. La Sociedad de Gallegos Transterrados empezó a ser algo más que una asociación de norteños melancólicos, y se convirtió en una organización filantrópica dedicada a ayudar a los gallegos recién llegados a Cuba a encontrar trabajo, que organizaba periódicamente conciertos de música patria y fiestas populares en las que no faltaba el vino de la tierra ni los platos típicos, porque bien es sabido que la añoranza empieza a atacar por la boca del estómago.
Fue Román Castelo, uno de los socios fundadores y buen cliente de la ferretería de Jeremías Sinclair, quien propuso a Castro de Lema su incorporación a la Sociedad. Fernando Castro aceptó inmediatamente.
—¿Qué tengo que hacer?
—Abonar la cuota de entrada, que es muy pequeña, y nada más… —De pronto, los ojos de Castelo adquirieron un brillo malicioso—. A no ser que quieras entrar a formar parte de la Junta Directiva. En ese caso tendrías que dar una prueba de galleguismo. De amor a la tierra, vaya.
—No entiendo nada. Se supone que a la tierra la queremos todos…
Román Castelo le explicó entonces que, según los estatutos, para integrar la junta había que llevar a cabo un acto que denotase una profunda ligazón con la tierra perdida, un cariño desmedido a la Galicia natal, y que desde el acto fundacional de la Asociación, quince años antes, nadie había estado en condiciones de llevarlo a cabo.
—Pues, la verdad, no lo entiendo… ¿no lo ha intentado nadie hasta ahora?
—Sí, hombre… pero con poca fortuna. Es que muchos se creen que el aprecio a la tierra se demuestra organizando pulpadas o cantando canciones que todos nos sabemos. Eso no es galleguismo, Fernandito. Es folclore y ailalelo. La cosa es más complicada. Necesitamos pruebas de patriotismo indiscutible, ¿sabes? Se supone que los de la Junta ya las dimos al montar la Sociedad. Y los que vengan ahora, que se espabilen.
Castelo describió un gesto cómico y bajó la voz como para hacer una confidencia.
—Mira, todo eso fue una historia que nos inventamos los miembros de la directiva para que no hubiese nadie empeñado en quitarnos los laureles. Anda, paga la cuota de afiliación y olvídate del resto.
Pero Fernando Castro no se olvidó. Durante varios días con sus noches se dedicó a pensar en las posibilidades de demostrar su afecto por la tierra que lo había visto nacer y partir hacía ya demasiados años. La ocasión se le presentó quince días más tarde, cuando Olivier Picoud entró en su tienda para encargar un servicio de cubertería para un centenar de personas.
Olivier Picoud era uno de los personajes más impopulares entre los gallegos de La Habana. Dueño de una plantación de caña de azúcar y de una destilería de ron, la mayoría de sus trabajadores eran gallegos de poca fortuna, analfabetos en su mayoría, a los que reclutaba en el puerto de La Coruña antes de que subiesen al barco que los llevaría al otro lado del mundo. Entre aquella grey de emigrantes que se despedían en el muelle de su patria y de su tierra, un charlatán contratado por Picaud localizaba a los más desdichados, a los más tristes, a los más débiles, a aquellos que nada tenían y que por eso estaban dispuestos a cualquier cosa a cambio de una oportunidad, y les ofrecía trabajo en La Habana, alojamiento y comida. Allí mismo se les daba a firmar un contrato mediante el que arrendaban de por vida sus cuerpos y hasta sus almas. Una vez en Cuba, las gentes de Picaud recogían a los trabajadores en el mismo malecón, y los trasladaban a toda velocidad a las plantaciones lejanas, donde nunca más se volvía a saber de ellos.
La operación de reclutamiento por parte de Olivier Picaud era más un misterio que otra cosa: nunca nadie puso nombre al emisario que ofrecía a los emigrantes los contratos draconianos, nunca nadie le vio operar ni se supo nunca cómo era capaz de distinguir entre la muchedumbre lista para embarcarse a aquellos incapaces de leer el papel que firmaban con un garabato dibujado trabajosamente. Con el tiempo, el esbirro de Picaud se convirtió en un personaje de leyenda, en el protagonista de cuentos infantiles con el que las madres sin sesera aterrorizaban a los niños reacios al sueño en las noches tormentosas. Se hablaba de un hombre bajito y jorobado, eternamente oculto por un sombrero y una capa negra, a quien un misterioso radar guiaba entre la multitud de miserables hasta dar con los más pobres entre los pobres, los más tristes entre los tristes, a los elegidos que iban a trabajar para siempre a las órdenes de Olivier Picaud.
La Sociedad de Gallegos Trasterrados había intentado enfrentarse a él en varias ocasiones, pero no era tarea fácil poner zancadillas a un empresario riquísimo que contaba además con el apoyo de la colonia de antillanos que habitaban otras zonas de la isla. Así, lo único que pudieron hacer Román Castelo y los suyos fue prevenir a los futuros emigrados contra la firma de contratos ilegibles, pero aun así eran muchos los que sucumbían al canto de sirenas del contratante desconocido que tan generosamente les ofrecía casa, trabajo y pan antes incluso de llegar a su destino.
Fernando Castro de Lema había oído hablar muchas veces de Olivier Picaud, pero nunca hasta entonces había surgido la ocasión de tenerlo enfrente. Cuando se presentó con su nombre completo e hizo el encargo marcando las letras con su acento francés, el nuevo miembro de la Sociedad estuvo a punto de tomarlo del brazo y expulsarlo para siempre de su tienda, pero no lo hizo. De pronto, un sexto sentido le dijo que en aquel hombre repelente que engolaba la voz para hacer su pedido podía estar la posibilidad de acceder a un puesto directivo en la Sociedad de Gallegos Trasterrados. Así que se tragó su rabia y sus ganas de patear hasta el cansancio el orondo trasero de Picaud y se dirigió a él con una amabilidad rayana en el servilismo.
—Es un placer verle por aquí… Dígame cómo puedo servirle.
—Necesito una cubertería… una cubertería de ciento cincuenta piezas. Voy a dar una fiesta en mi casa de Matanzas. Una fiesta única, ¿sabe? Con más de cien invitados. Voy a traer desde Austria una orquesta de valses, y un cocinero de París para preparar el banquete. Y quiero comprar una cubertería. Me dicen que podría alquilarla… pero no es lo mismo ¿verdad?
—Claro que no. Le enseñaré los modelos para que usted escoja… naturalmente, no dispongo de tantas piezas iguales. Habría que encargarlas. ¿Para qué fecha necesita usted la cubertería completa?
—La fiesta será dentro de dos meses.
—En ese caso, no se preocupe. Tenemos tiempo. Siéntese, por favor, y le iré trayendo modelos para que decida cuáles le gustan más.
Durante más de una hora, Fernando Castro de Lema mostró a Olivier Picaud toda una selección de tenedores, cucharas y cucharillas, palas de pescado y cubiertos para servir la mesa, mientras luchaba contra el natural impulso de agarrar uno de los cuchillos que enseñaba a su futuro cliente y utilizarlo para rebanar su pescuezo blandengue. Al fin, tras muchos dimes y diretes, Olivier Picaud se decidió por una cubertería de alpaca con un pequeño adorno en forma de caracola en el mango de cada cubierto.
—Haré el pedido hoy mismo, señor Picaud, y espero tenerlo aquí en el plazo de un mes.
—¿Está seguro de que dará tiempo? Ya sabe, la fiesta…
—Segurísimo, señor. Déjelo de mi cuenta. Yo mismo iré a avisarle cuando su encargo esté disponible. Por favor, escriba su dirección en esta tarjeta…
Aquella noche, Fernando Castro durmió extraordinariamente bien: había trazado un plan muy sencillo para jugar la peor de las pasadas al explotador de compatriotas. Cumpliría con el encargo, por supuesto. Los cubiertos elegidos por Picaud llegarían a tiempo para la fiesta. Pero ni Picaud ni sus invitados iban a utilizarlos nunca. Porque iba a darles el cambiazo, y el día señalado para la entrega Picaud recibiría menos juegos de los solicitados, y por supuesto, nada de cuberterías homogéneas: cada pieza iba a ser de su padre y de su madre. Luego, él mismo organizaría una fiestecilla para celebrar su ingreso en la Sociedad de Gallegos Trasterrados, y los invitados al sarao utilizarían los cubiertos escamoteados a los huéspedes de Olivier Picaud. Y Fernando Castro de Lema sonreía al imaginar a los distinguidos amigos de Picaud comentando entre ellos la poca previsión de su anfitrión, que había tenido que mezclar media docena de cuberterías para servirles la cena, y aun así ni siquiera había servicio para todos y los matrimonios bien avenidos tendrían que turnarse en el uso de la paleta del pescado y el tenedor de postre. Claro que, después de semejante episodio, es posible que su buena fama como vendedor de menaje sufriese una herida muy difícil de restañar… pero merecía la pena.
Fernando Castro cumplió con el encargo, y lo hizo con la diligencia que le caracterizaba. Un mes antes de la celebración de la fiesta, decidió pasar por la casa de Olivier Picaud para anunciarle que la cubertería completa estaría en La Habana en un plazo máximo de quince días. Olivier Picaud lo recibió con cierta displicencia, porque no entendía la necesidad de que un vendedor de platos entrase en su casa, pero lo cierto es que se alegró tanto de saber que su encargo iba a estar disponible antes incluso de lo que él había previsto, que acabó tratando a Castro de Lema con un atisbo de cordialidad.