El inventor de historias (7 page)

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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

BOOK: El inventor de historias
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Linus Daff no había encontrado un caso así en su intensa vida de inventor de historias, pero no pudo por menos que compadecer a Pedro Almeiras y dar gracias al cielo por no contar con una tara tan terrible como la que soportaba el pianista aficionado.

—No sé qué decirle, Pedro.

—No me diga nada —esbozó una sonrisa triste—, voy a ver a Lucrecia. Ya tendrá usted noticias mías. Pienso quedarme en Londres unas cuantas semanas más… Pero me temo que ella va a marcharse.

El inventor de historias palmeó ligeramente la espalda de Almeiras, como para insuflarle valor.

—Ánimo —le dijo—, y le aconsejo que, a pesar de todo, intente usted contarle una de mis mentiras.

—No resultará. Gracias de todas formas, Daff —sonrió otra vez—. Quién sabe, a lo mejor me perdona. Ella me quiere mucho.

Linus Daff sintió una punzada de dolor casi físico en la mitad del pecho.

—Eso es lo malo, Pedro. Le quiere a usted tanto que nunca podrá olvidar lo que le ha hecho. Suerte de todas formas.

Como el inventor de historias había pronosticado, Lucrecia Sánchez abandonó Londres sólo unas horas después, hecha un mar de lágrimas y tan llena de dolor como de rabia por haber sido objeto de una traición semejante. Linus Daff pensó en la posibilidad de buscarla, de averiguar su paradero y ofrecerle un hombro donde llorar, una casa donde instalarse, un anillo de matrimonio, la estabilidad de una familia, su pasado intachable de inventor de historias, pero no lo hizo. Tuvo que reconocer que se había enamorado de la mujer de su amigo, pero al mismo tiempo admitió ante sí mismo que sentía por Pedro Almeiras un afecto en verdad sincero, y que hubiese sido una suerte de traición cortejar a una mujer que había sido su amante, aunque ya ella le hubiese expulsado de su vida para siempre y él se hubiese afanado en buscar consuelo en otros brazos seguramente menos cálidos que los de Lucrecia Sánchez.

Pedro Almeiras y el inventor de historias se vieron con mucha frecuencia en las semanas siguientes. Cenaban juntos casi todas las noches, asistían a conciertos de piano y a representaciones teatrales, y de vez en cuando el recuerdo de Lucrecia Sánchez se instalaba entre los dos. Linus Daff no supo nunca si Almeiras había llegado a quererla ni siquiera la mitad que él. Sin embargo, y durante los días que pasaron juntos tratando de llenar el vacío dejado por Lucrecia, el inventor de historias tuvo ocasión de comprobar que Pedro Almeiras, el indiano, no era en modo alguno un hombre corriente.

Después de su marcha, él y Linus Daff mantuvieron contacto durante bastante tiempo. Pedro le enviaba de vez en cuando cajas enteras de sus habanos magníficos y cartas extensísimas en las que le hablaba de La Habana, de las subidas y bajadas del precio del azúcar, de composiciones de piano y de preocupaciones vulgares. Un buen día, Linus Daff recibió la que sería su última carta. En ella, Pedro Almeiras hablaba de cuestiones sin importancia, y añadía una frase reveladora en la última línea: «He vuelto a ver a Lucrecia.» Por primera vez en su vida, el inventor de historias dejó una carta sin contestar. No quería saber nada más de Lucrecia Sánchez, y seguramente no quería tampoco saber nada más de Pedro Almeiras, que se había interpuesto entre él y la única mujer por la que hubiera estado dispuesto a renunciar gustoso a su bien llevada soltería. Se hizo el firme propósito del olvidarlos a ambos, pero también acariciaba la idea de volver a verlos. Aprendió español a marchas forzadas para, llegado el caso, poder comunicarse con uno y con otro en su idioma original, pero al mismo tiempo intentaba aprender a detestarlos, a él por su particular sentido de la moral, a ella por su perfección infinita, a Pedro Almeiras por su simpatía radiante, por su irresistible capacidad de seducción, a Lucrecia Sánchez por su sonrisa sideral y la calidez de su sangre mestiza. A uno por haber sido su mejor amigo, a la otra por no haberle dado nunca la oportunidad de hacerla su mujer. Un buen día, por primera vez en mucho tiempo, se levantó sin pensar en ellos. Y entonces se dio cuenta de que, en efecto, había empezado a olvidarlos.

Se concentró con nuevos bríos en su trabajo. Pese a la inmejorable marcha de su negocio, Linus Daff no dejó nunca de inventar servicios complementarios que ofrecer a sus clientes. Era un perfeccionista a quien no bastaba que sus historias fueran creídas, sino que convertía en objetivo personal el que nadie pudiese dudar de ellas ni siquiera en el futuro más lejano. Fue por eso que acabó convirtiéndose también en único profesor de toda una academia de buenos modales y comportamiento en sociedad para apuntalar en lo posible las historias de un pasado aristocrático urdidas para las familias de nuevos ricos, y más adelante en un notable falsificador de documentos públicos y privados que le fue especialmente útil en más de una ocasión.

Su fama acabó extendiéndose por todo el continente europeo y alcanzó proporciones desmesuradas. Linus Daff recibía decenas de ofertas, de reclamos, de peticiones desesperadas de personas que querían cambiar su pasado para empezar una nueva vida. Por lo general, el inventor de historias prefería no aceptar traslados a otros países distintos del suyo para trabajar allí. Asumía muy contados encargos para inventar historias en el extranjero, y era condición
sine qua non
que vinieran avalados por algún conocido o por un antiguo cliente. Además, Linus Daff tenía por costumbre exigir una generosa suma en concepto de anticipo de sus honorarios que había de serle transferida a su banco de Londres. Así ocurrió aquella vez, cuando su amigo Juan Sebastián Arroyo le escribió una carta explicándole que en su ciudad había un joven que precisaba de sus servicios y estaba dispuesto a pagar por ellos cuanto fuese necesario.

Linus Daff había aceptado aquel encargo por venir de un personaje para él tan querido. Juan Sebastián Arroyo vivía en Ribanova, un lugar que para Daff tenía resonancias míticas desde que se lo oyera pronunciar con total embeleso. Arroyo, ribanovense de nacimiento y convicción, se complacía en arrastrar a su ciudad natal a todos aquellos que se iban cruzando en su grata vida de diletante sin pretensiones, y el mismo Daff había prometido hacer una visita al lugar cuando tuviese tiempo. Por eso, el día que el inventor de historias recibió la carta en la que Arroyo le hablaba de Antonio Benítez Reino, un joven del lugar que llevaba algunos años deseando encontrar un medio para reconstruir su pasado, no se lo pensó dos veces y se trasladó a Ribanova.

Conoció a su cliente tres días después de su llegada. Se trataba de un mequetrefe más bien poco agraciado, hijo único de un empresario de pompas fúnebres que había amasado una fortuna con el negocio de la muerte y que era considerado, con toda justicia, el personaje más impopular de la ciudad. El inventor de historias mantuvo varias reuniones con su posible cliente (que había adelantado sin discutir una generosa suma para que accediese a visitarlo en el continente) y arbitró para él varias soluciones geniales que le hubiesen permitido reconstruir su historia. Había sólo un problema: el joven en cuestión se negaba en redondo a abandonar su ciudad natal para empezar en otra parte una nueva vida con un pasado nuevo. Amaba aquel lugar, decía, amaba las piedras milenarias de la muralla constrictora, amaba las tardes eternas en el salón de fumadores del Casino, el olor a campo que arrastraba consigo la lluvia constante. Amaba el sonido atrasado del reloj del consistorio, los árboles del parque con nombre de mujer, el ruido del viento en los negrillos de la Alameda, la niebla del invierno y las camelias que anunciaban la primavera en el árbol solitario de la Plaza Mayor. Así que Antonio Benítez Reino pedía un imposible: empezar otra vez en un lugar donde no había bicho viviente que no le conociera de sobra, y en el que nadie hubiese podido inventar una historia fantástica para engañar a todos. Ni siquiera el mismísimo Linus Daff, que después de echar mano de cada uno de sus recursos y toda su paciencia tuvo que claudicar ante la obstinación mineral del hijo del funerario y, por una vez, declararse vencido. Eso sí, el inventor de historias se quedó en Ribanova unos cuantos días más, invitado por su amigo Juan Sebastián Arroyo.

Por aquellas fechas se celebraba el veinticinco aniversario de la Escuela de Ribanova y a la vez la jubilación de Bernardo Gracián, su primer y único conserje, que había empezado a trabajar en el colegio con cuarenta años y había sido testigo privilegiado de los acontecimientos allí vividos durante un cuarto de siglo glorioso en el transcurso del cual habían pasado por el centro varias generaciones de niños, muchos de los cuales ya eran hombres de provecho que habían hecho carrera fuera de las murallas de Ribanova.

Bernardo Gracián había redactado desde el primer día una suerte de diario que recogía los avatares de la vida colegial, los nombres de los alumnos más destacados, los castigos de los que se habían hecho acreedores los chicos más traviesos, las anécdotas memorables y hasta una copia de los boletines de notas de cada uno de los alumnos que estudiaban en el centro. Fue por eso que la actual dirección de la escuela pidió al conserje que prestase todo aquel material para servir de documentación al larguísimo discurso que el alcalde de Ribanova iba a pronunciar el día de celebración de las bodas de plata escolares, y con el que pretendía hacer una completa crónica de los veinticinco años de vida del centro.

El bedel aceptó encantado porque, según confesó, cuando empezó a escribir aquellos cuadernos sabía que su trabajo llegaría a ser de algún valor para las generaciones venideras. Su pública utilización era, desde luego, una forma de reconocimiento, así que aseguró que estaría orgulloso de poner sus documentos a disposición del regidor de Ribanova, pidiendo sólo unos días para organizar todo el material. Pero aquella misma noche ocurrió lo que nadie esperaba: la casita en la que vivían el conserje y su esposa sufrió un incendio voraz que la redujo a cenizas.

Soledad de Gracián estuvo a punto de sufrir un colapso al darse cuenta de que su marido, el cronista aficionado, había regresado a la casa para recuperar los cuadernos del colegio. Eran las cuatro de la mañana, y frente a la vivienda de los Gracián se habían congregado más de un centenar de curiosos alertados por la campana de los bomberos y las voces de alarma de los vecinos más cercanos. Todos gritaron de pavor cuando vieron a Bernardo Gracián precipitarse al interior de la vivienda, y fueron muchos los que intentaron sujetarle para impedir que cometiese una locura con peligro de muerte, pero el amor de Gracián por sus queridos papeles era más fuerte que todas las cosas, y no hubo nadie capaz de detenerle. Después de unos minutos que parecieron eternos, y sólo unos segundos antes de que el techo de la vivienda se desplomase envuelto en llamas, Bernardo Gracián resurgió entre el humo y las cenizas ardientes llevando en la mano la enorme caja de cartón en la que guardaba sus preciados documentos.

Se convirtió en el héroe del momento. El diario local
El Comercio
publicó una extensa entrevista con Gracián al día siguiente del incendio. Se abrió una cuestación pública para reconstruir con la mayor rapidez la vivienda devastada, y las casas de muebles de Ribanova aseguraron que regalarían el nuevo mobiliario. El alcalde propuso otorgar a Gracián una condecoración del tipo que fuese, y el director de la escuela prometió colocar en el vestíbulo una placa con su nombre y el título de Cancerbero de la Historia de este Centro.

Así que Juan Sebastián Arroyo no pudo entender por qué, dos días después, Bernardo Gracián se presentó en su casa con los ojos llenos de lágrimas y presa de una tribulación que parecía imposible de aplacar. Linus Daff y él tomaban café después de cenar en el saloncito de la casa, cuando una criada anunció la visita del señor Gracián, ese que sale hoy en el periódico. Arroyo pidió que lo hicieran pasar, y ya estaba poniendo en la mesa otra taza de café y preparando las presentaciones cuando Bernardo Gracián entró en la habitación absolutamente descompuesto. Ni siquiera saludó. Se desplomó en un sillón y ocultó la cabeza entre las manos.

—Los… los cuadernos —acertó a decir en medio de las lágrimas— se quemaron todos. Me equivoqué de caja.

Entre el susto del incendio, el atontamiento provocado por el humo y la cochina manía de su mujer de cambiar las cosas de sitio cuando nadie se lo pedía, Bernardo Gracián había sacado de la casa una caja en la que no había más material de valor que los listados de los alumnos que pasaran por el centro. Ninguno de los cuadernos estaba en aquella caja, llena de recetas de cocina, fotos familiares y otros cachivaches sentimentales que, desde luego, nada tenían que ver con su labor de archivero. Se había dado cuenta mucho después, cuando ya la opinión pública ribanovense lo había elevado a la categoría de héroe y la historia de su salvamento de los valiosos papeles circulaba de boca en boca por todos los rincones de la villa.

—Cálmese, amigo mío… —Juan Sebastián Arroyo no podía hacer otra cosa que consolar malamente a su atribulado vecino—. Cosas como ésta ocurren continuamente. Ahora, lo que tiene que hacer es pensar que usted y su esposa se encuentran bien. Pudieron haber muerto abrasados.

—Pero, señor Arroyo —Bernardo Gracián se sorbió los mocos sin mucho disimulo—, ¿qué va a pasar cuando el alcalde me pida los cuadernos para escribir el discurso? Creerán que los he engañado a todos. Le juro que yo pensé que era aquella caja y no otra la que tenía guardados mis papeles.

Se echó a llorar otra vez. Mientras Juan Sebastián Arroyo palmeaba la espalda del conserje sin mucha convicción, los ojos de Linus Daff, el inventor de historias, adquirieron una expresión nueva.

—Perdone, señor…

—Bernardo Gracián. —El bedel se puso de pie y tendió a Daff la misma mano con la que llevaba un buen rato sacándose de la cara toda suerte de humedades. El inglés la estrechó sin pestañear.

—Mucho gusto. Me llamo Linus Daff y es posible que pueda ayudarle. En primer lugar, tengo que pedirle que se calme un poco. Necesito que conteste a algunas preguntas, ¿de acuerdo? Arroyo, haga el favor de traerme un lápiz. No sé dónde he puesto el mío.

Linus Daff se sentó frente al conserje después de sacar de su bolsillo un libretita, se aclaró la voz y empezó una suerte de interrogatorio destinado a obtener todos los datos sobre el material perdido.

—¿Cuántos cuadernos obraban en su poder, señor Gracián?

—Veinticinco. Uno por año escolar.

—¿Recuerda usted el número de páginas de cada uno de ellos?

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